Los jóvenes cineastas cubanos no son, como tiende a decirse, «el relevo del cine», sino la continuidad, la garantía de un arsenal afincado en el talento y la voluntad de hacer y decir a contracorriente (de tendencias dogmáticas, de dificultades materiales, de preconceptos...), y la Muestra de Nuevos Realizadores lo confirma una vez más en esta séptima edición.
Algunos de los títulos en concurso ya siembran la inquietud y convocan a la polémica, el mejor de los galardones a que puede aspirar cualquier obra de arte, y es el caso de Zona de silencio, de Karen Ducasse, sobre el siempre tan espinoso y controvertido tema de la censura. El documental se acerca a varios intelectuales que, por una u otra razón, podían aportar al mismo con su experiencia y agudeza: los escritores Antón Arrufat y Pedro Juan Gutiérrez, el trovador Frank Delgado, el realizador Fernando Pérez y el crítico Gustavo Arcos ayudan a desbrozar el camino: ¿qué alcance y qué límites tiene esa «espada de Damocles» de la creación, dónde y cómo entra a desempeñar su rol en el proceso creativo la (auto) censura, qué coordenadas maneja el censor, hasta qué punto en una sociedad como la nuestra es pertinente su existencia?, son algunas de las interrogantes que lanza el director y que los encuestados se hacen (junto al público) sin «últimas palabras» ni posiciones absolutas: el recorrido que emprenden por la historia y el presente detenta la fluidez y la serenidad de un análisis profundo, mas sin histerias ni resentimientos que (bien se sabe) coartan con frecuencia la imparcialidad y la fuerza de las ideas.
La cámara (casi siempre «en mano») de Ducasse es tan dinámica y anticonvencional como el resto del discurso, sin embargo, tiende a una reiteración que llega a resultar molesta: los cambios cromáticos, la audacia de ciertos encuadres y focalizaciones y el chistecito del timbrecito «censor» a veces rozan más el alarde que la auténtica funcionalidad, no así las inteligentes inserciones que, aún sacando de contexto diálogos, frases y momentos a lo largo y ancho del cine cubano, apoyan extraordinariamente el relato y se inscriben dentro de un eficaz montaje, válido también en cuanto a la alternancia y continuidad en las entrevistas.
Sin lugar a dudas, esta Zona de silencio resulta más elocuente y necesaria que muchos alaridos que poco dicen o, sobre todo, casi nada convencen.
Siguiendo en el terreno documental, resultó muy sugerente el corto Patria, de Susana Barriga, el cual, pese a sus escasos 14 minutos, propone desde un discurso mucho más «silencioso» algunos cuestionamientos importantes: un joven en una intrincada zona rural del país lleva cinco años intentando terminar un camino, única información textual que ofrece el filme ya en su desenlace, pero antes, adustas expresiones faciales, rutina y desánimo, han sido mucho más explícitos: la falta de motivaciones en el trabajo, el inmovilismo y las decepciones pueden ser causas concretas de la situación que expone la obra, y que en momentos actuales (abocados a inevitables cambios, a procesos de mejoramientos y reestructuraciones) merecen ser tomadas muy en cuenta; la austeridad del lente en la realizadora, su aterrizaje en otras «zonas de silencio» y la sutileza de la edición, refuerzan los ideologemas del corto.
Dentro de una línea más tradicional, Ella trabaja, de Jesús Miguel Hernández, se acerca al ya varias veces (pero aún insuficientemente) tratado mundo del travestismo en Cuba: el nuevo sujeto puede y debe incorporarse a la construcción de la sociedad a la vez que se realiza como ser social, dejan bien claro los gráficos testimonios de los entrevistados, lo cual trasciende incluso la especificidad del tema abordado: aún en los mejor intencionados de «los otros», se aprecian prejuicios e incomprensiones (eso de llamar «defectos» a tales tendencias, por ejemplo, sigue siendo una constante urgente de aclaración y neutralización).
Pero la ficción no se queda detrás en las audacias de representación, en el bautizo dentro de zonas sociales no menos dilemáticas; un corto como El grito, de Milena Almira, subvierte los tradicionales discursos feministas y machistas, sobre todo en el terreno del erotismo, con sentido de la ironía y la sorpresa para nada efectista; la diégesis establece un expresivo diálogo con el espectador, y lo lleva a exorcisar demonios que a lo peor nos habitan sin darnos cuenta.
El ya laureado en anteriores eventos El patio de mi casa, de Patricia Ramos (Nana) se (nos) sumerge una vez más en la necesidad del sueño, el físico y el otro, el de los mundos (im) posibles que traen siempre las experiencias oníricas: una joven ama de casa, rodeada de su familia y de los aburridos menesteres domésticos, tiene, cuando le roba unos minutos a su rutina y duerme, al igual que otros personajes que le acompañan, una deliciosa comunicación con realidades otras.
Minimalista en su expresión fílmica, con la diafanidad expositiva como brújula, Ramos se apoya en la matizada y exploradora fotografía de Lily Suárez (también laureada), en una cámara que sabe hablar por sí misma (digamos, al calzar con diversas pátinas y focos los estados vigilia-sueño) y en varias actuaciones muy bien encaminadas (ante todo su protagonista, Beatriz Viñas) para extender otro cálido voto por la legitimidad de soñar, en todas sus acepciones, en lo cual conecta con aquel corto también excelente: El sueño de Freddy, de Waldo Ramírez, apreciado en muestras anteriores.
El animado siempre ofrece en estos encuentros fílmicos la oportunidad de comprobar los nuevos y buenos rumbos que el género toma entre nosotros, de modo que Cablefacción, de Javier Cuéllar, representa una línea a tener en cuenta: el incorporar diferentes y eficaces «materiales» de animación, extender el radio de los formatos convencionales, difuminar técnicas e ir dejando atrás las un tanto ya obsoletas en pro de nuevas conquistas, se resume en apenas cuatro minutos de humor y sencillez narrativa.
De seguro, la Muestra de Nuevos Realizadores en esta séptima edición que (como se ve) tan buen arranque ha tenido, deparará nuevas sorpresas, pero lo hasta ahora visto, vamos, que nos llena de energía y confianza en eso que decíamos al principio de estas consideraciones: los jóvenes cineastas no relevan ni sustituyen a nadie, solo continúan —eso sí: a muy buen paso— y sostienen la llama de la antorcha aun cuando esta, frecuentemente, les queme los dedos.