El poeta, ensayista y crítico Víctor Fowler Calzada recibirá mañana, en plena 17 Feria Internacional del Libro, el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2008, por La obligación de expresar. Graduado en la especialidad de Lengua y Literatura Españolas en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, el autor de poemarios como Historias del cuerpo y El Maquinista de Auschwitz, Premios de la Crítica Literaria en el 2001 y el 2004, respectivamente, reconoce que «es posible que igual hubiese escrito crítica y ensayo sin necesidad de cursar estudios de Pedagogía, pero allí aprendí un modo de organizar el conocimiento, de escalonar la explicación y de intentar que el trabajo con las ideas resultase en un acto de alegría que no sé de qué otro lugar habría sacado.
«Esto te dará idea de que pocas veces me he divertido tanto como los tiempos en los que impartí clases (prefiero pensar en Literatura, aunque también impartí Química y Matemática) a estudiantes de secundaria básica. Lo dejé cuando comencé a sentir que el mundo de obligatoriedades era demasiado rígido y es algo de lo que nunca he podido curarme, una suerte de “penita” interna porque me hubiera gustado experimentar con ideas que tenía acerca de cómo enseñar Literatura. De cualquier forma, mil gracias a los maestros que tuve, colegas que me ayudaron a entender y sentir lo que es un aula, y a mis estudiantes que me llenaban de vida», asegura.
Pero no es de Pedagogía que quiere dialogar Juventud Rebelde con Víctor Fowler, sino sobre la buena literatura.
—¿Qué une y qué distancia al cuaderno La obligación de expresar de su poesía anterior?
—Es claro que la primera razón de unidad soy yo mismo como autor, aunque también el hecho de haber continuado trabajando no pocos de los temas que están presentes en mi poesía anterior. En cuanto a diferencias, creo que el haber «madurado» mis dudas y certezas (no en vano me acerco ya a los 50), así como el entender un poco más el instrumento que poseo: la escritura. Ahora bien, me gustaría aclarar que ese «entendimiento» avanza por un camino de sacudidas continuas, pues «a las páginas que he escrito, prefiero las que he leído» (la frase es de Borges), y siempre que encuentro poetas realmente nuevos es como si todo debiese de comenzar otra vez desde cero. Sin embargo, es una maravilla que ocurra y es alegre.
—Expresó: Mis intereses vitales están en mi poesía. ¿Sigue siendo así?
—Sí, estoy (en lo que pueda valer como ser humano) por entero en la poesía que escribo. Además de ella, escribo crítica y narrativa (que apenas he publicado, solo en par de sitios de Internet), pero es durante la poesía que desciendo con mayor profundidad al interior de mí mismo y gracias a su mirada que consigo atravesar el tiempo que me rodea.
—¿Cuál es, en su opinión, el paradigma poético que opera en la actualidad?
—Más bien habría que decir lo contrario, que el más claro paradigma poético de hoy es la ausencia de cualquier paradigma que domine el campo literario. Y es más que saludable que así sea. A muy grandes rasgos, es posible afirmar que hay un gran grupo de autores que buscan hacer del poema un acto de transparencia comunicativa, en tanto otros recurren a un decir más hermético, pero no es sino una verdad de Perogrullo.
—¿Cuándo tiene Víctor la sensación de ser testigo del nacimiento de la poesía?
—Hay dos maneras mínimas de responder esto. Cuando un acontecimiento, sensación o memoria me impactan de tal modo que no tengo otro remedio que tomar un trozo de papel y casi dejar que las palabras se organicen ellas solas. Pero también, cuando después de revisar cien veces y leer los textos en voz alta unas cien más, siento que el poema alcanzó el máximo punto al cual puede llegar, su máximo desarrollo, y es la hora de que salga al mundo. Claro que voy a morir ignorando los dolores de un parto, pero en cambio conozco la carga tremenda de arrastrar durante meses o años una idea, así como la inmensa liberación que nos embarga cuando —al fin— lo terminamos y el texto existe, es.
—¿A qué atribuye que en la poesía y en la narrativa cubana de los últimos tiempos la gran figura ausente es la del revolucionario, el comunista?
—Esa es una pregunta cuya respuesta tal vez precise de un desarrollo más elaborado que el posible durante una entrevista; en especial porque no solo necesita de trazar un estado presente, sino de analizar una compleja trama de hilos que, al unirse, han terminado dando lugar a la ausencia que mencionas. El revolucionario, de modo genérico, fue la figura simbólica central de la literatura cubana en su primera década; puede que el caso más relevante de ello sea el de la novela Bertillón 166, del santiaguero José Soler Puig, de la cual ni siquiera se recuerda el nombre de los personajes, sino el hecho, la sensación, de un espíritu de lucha colectivo en contra de la dictadura batistiana. Un espíritu que igual está en la denominada «narrativa de la violencia» (esta vez en los escenarios de Playa Girón y en la limpia del Escambray), llega a los 70 (con la colocación en un sitial épico de las batallas por la construcción del socialismo, tal y como sucede con la Zafra de los 70 en Sacchario, de Miguel Cossío Woodward o con los planes de desarrollo agrícola en La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño).
«Hay un momento que especialmente me gusta en Sacchario, cuando un extraterrestre desciende a la Tierra (de esta islita del Caribe) y descubre que decenas de miles de personas están cortando caña; el narrador intenta explicar de qué se trata esta Zafra de los 70, cosa que el extraterrestre no comprende, y entonces el narrador pronuncia esta frase: “No podía entenderlo, era un hombre de otro mundo”. Más o menos así, pues lo cito de memoria; y lo interesante es la seguridad de estar asentado encima de un código de lenguaje compartido en la época, un lenguaje que los lectores del libro sí iban a entender y un chiste que iban a disfrutar; más la idea de pertenecer a “otro mundo”, pues realmente estaban empeñados en la fabricación de un mundo nuevo cuyas figuras centrales eran esos hombres y mujeres épicos, para quienes el tiempo era tiempo de la entrega y que actuaban más allá del cansancio o el dolor.
«Si esto era en la narrativa, en la poesía igual tenías una conexión entre los textos y las causas más avanzadas de la lucha social en la época mediante la cantidad que iban dedicados a develar injusticias que tenían lugar en otras partes del mundo (los de la guerra antiimperialista de Vietnam casi fueron un subgénero) o que intentaban lidiar con debilidades del proyecto nuestro o resaltar sus ángulos épicos.
«A principio de los 80, todo este impulso comenzó a vivir sus primeros quiebres; al inicio, todavía dentro de la estética del realismo socialista, cuando la noción de conflicto fue reinstalada dentro de los textos y ahora para contar las contradicciones del que era entonces el presente. Lo ejemplifica el volumen de relatos Acero, de Eduardo Heras León. Más tarde, en un segundo paso, los monstruos de ese presente empezaron a emerger y apareció un fenómeno que antes apenas existía: la alienación socialista o, mejor aún, las particularidades de los procesos de alienación durante la construcción de una sociedad socialista. En esto, para mi memoria, fueron pioneros un grupo de escritores, por entonces muy jóvenes, dentro de los cuales están Ronaldo Menéndez, Ena Lucía Portela, Raúl Aguiar, Sergio Cevedo (el de mayor edad), entre otros.
«A partir de entonces, los gestos se han ido radicalizando, la antigua figura central pasó a un segundo plano dentro del cual prácticamente se ha disipado hasta desaparecer y los más interesantes escenarios de la literatura han sido copados por el movimiento de subjetividades emergentes (escrituras desde lo femenino, desde la subjetividad homoerótica, desde grupos provenientes de un margen social como son los del universo del rock o de la “mala vida” urbana). ¿Cuáles son hoy esos espacios de construcción de futuro? La paradoja, sin embargo, es que la mera observación de la cotidianidad nos conduce a decenas de miles de personas que van a diario en dirección a sus trabajos de siempre o recién adquiridos, la mayoría sin todo lo que necesitan (pues la carencia es universal) y no pocos de ellos entonces en medio de condiciones durísimas. ¿Para qué van, qué fuerza los anima a levantarse, qué piensan cuando se toman un descanso, qué piensan cuando regresan a sus casas arracimados en ómnibus repletos que esperaron largo rato antes de poder subirse?
«La literatura y el tipo de verdad que ella transmite son un matrimonio complicado y volátil, donde lo que parecía bien o estable cambia a toda velocidad; si en los 80 había que luchar para acceder a las contradicciones y poder plasmarlas en el texto, ahora (cuando la literatura nuestra desborda de situaciones provenientes del margen) uno extraña el reflejo de vidas “normales” que, por demás, son la mayoría. ¿Qué ha pasado con los ambientes rurales en nuestra narrativa, al menos en la más publicitada? No sé».
—Siendo uno de los notables ensayistas de su generación, admite preferir la poesía. ¿Por qué? Ensayista pródigo, profuso en ideas y meditaciones, ¿la síntesis del poema le permite una cualidad literaria que no le facilita el ensayo?
—¿Te digo la verdad? El poema me permite rasgarme por dentro, como si metiera una mano en el interior del cuerpo y hurgara, arrancara excrecencia o parte aún útiles, dolorosas. Con el poema puedo cruzar límites de mí mismo que desconozco y hacerme preguntas en cuyo proceso puedo ser enteramente destruido o, cual si se tratase de un confuso laberinto, ser encontrado y salvado. Por cierto que esa síntesis precisa de una concentración de lenguaje e idea, de un trabajo de la mente tan enorme como el que necesita el más hondo de los ensayos. Cuando un poema vale la pena resuelve mundos enteros, quema pasado, atraviesa el presente y —en el mejor de los casos— incluso es capaz de tocar fibras de futuro.
—¿Qué ha pasado con la narrativa que también hace? ¿Por qué no es tan abundante como la poesía?
—Lo simpático es que, en esa narrativa, he empleado centenares de páginas intentando: dos novelas terminadas, una tercera a medio hacer, dos libros de cuentos y apuntes, muchos apuntes sueltos. De todo esto, al final, queda un libro de cuentos que me he prometido terminar en este año. Ya ves que los intentos han sido abundantes, pero me ha faltado disciplina para el trabajo con la narrativa, a pesar de que es lo que más disfruto de todo lo que hago. La crítica me obliga a un esfuerzo mental enorme, la poesía me deja anímicamente erosionado y solo con la narrativa me divierto porque allí es posible «hacerle cosas» a los personajes, torcerlos, jugar con ellos, introducirlos en esta o aquella situación y hasta martirizarlos. Aunque sepa que con ello me hiero yo mismo, ¿por qué no?