Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Nominados a Premios Caricato del teatro cubano durante 2007

El año anterior esa manifestación artística prosiguió su curso de solidez estética y conceptual, y lo reñido de la competencia así lo confirma

Autor:

Frank Padrón

Escena de Si vas a comer, espera por Virgilio. Foto: Pepe Murrieta Integrar, junto con las actrices y profesoras Zoa Fernández y Nora Hansen, el jurado que evalúa puestas en escena, música original para las mismas y actuaciones, algunas de las cuales representan la vanguardia teatral cubana durante el año que acaba de finalizar, ha resultado no solo un inmenso privilegio sino la oportunidad (o mejor, la obligación) de visitar las salas como ejercicio sistemático de apreciación y confrontación.

Más allá de los nombres puntuales que al final de las intensas jornadas de visión y discusión han resultado finalistas y nominados, (y de entre los que saldrán los premios definitivos) una convicción ha brotado tras el balance: se cumple a plenitud aquella sentencia martiana emitida en las postrimerías del siglo XIX mediante la cual el Apóstol dejaba claro el potencial artístico que las tablas entre nosotros, desde entonces, albergaban.

Durante 2007, el teatro cubano prosiguió su curso de solidez estética y conceptual que ha alcanzado en las últimas décadas, y justamente lo reñido de la competencia así lo confirma; el pretexto que constituye un concurso como el Caricato, auspiciado por la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC permite entonces arribar a tales conclusiones: más allá de los lauros en sí mismos, lo verdaderamente trascendente es ese henchido arsenal de donde es posible extraer tanto para reconocer.

Acerca de la liza (coordinada por la actriz María Eugenia García), esta se ha ido perfeccionando con el tiempo, si bien es cierto que, como en todo, ello puede seguir haciéndose. Resulta elogiable que, además del teatro propiamente dicho, compitan manifestaciones semejantes en radio, TV y humorismo; que no sea necesario inscribir obras para concursar, sino que lo haga todo aquello que simplemente se estrene, si bien ello entraña una limitación per se: la imposibilidad de ver, pese a los ingentes esfuerzos que emprendan los jurados, todo lo realizado en el año, fundamentalmente en otras provincias, de modo que debe seguirse trabajando para superar de la mejor manera tal limitación.

Otro logro del certamen: evitar la proliferación de premios entre los compartimentos y las menciones que en otros años y concursos parecieran aspirar a quedar bien con todo el mundo: ha sido una premisa de los jueces seleccionar lo mejor entre lo bueno, y de ello premiar lo realmente extraordinario. Puede entenderse entonces que, dentro de tal rigor, los nominados significan ya desde tal condición, verdaderos premios; revisemos, por tanto, los mismos.

Las puestas

Una (h)ojeada a los títulos propuestos para extraer de entre ellos el lauro, indica que el panorama teatral osciló entre las (re)lecturas de clásicos y los nuevos, tanto del patio como de fuera; entre una experimentación contundente, ajena (por suerte) al esteticismo hueco y lo snob y una continuidad basada en lo mejor de la tradición, cuando no se trató de una línea intermedia, que aprovecha creadoramente códigos de ambas vertientes.

Balada del marino, de Ulises Rodríguez Febles, por el matancero Mirón Cubano, y dirigido por Francisco Rodríguez Cabrera, es un ejemplo al canto de las potencialidades que posee el teatro de calle sin perder un ápice de densidad dramatúrgica; el acercamiento al mito de Odiseo desde una perspectiva posmo (circularidad de la historia más que su fin, pastiche multiestilístico tratado, sin embargo, con encomiable organicidad, validación del segmento sin desdeñar el todo...) encontró en los artistas de nuestra criolla Atenas, un tratamiento ejemplar: el funcionamiento de la escenografía móvil como metáfora, además del flujo ideico y temático, la claridad (diríase que transparencia) del vestuario, y la escenografía y la música de Raúl Valdés (también nominada) diseñando universos sonoros a partir de la misma plataforma integradora y polifónica, generaron un espectáculo superlativo, tanto visual como conceptualmente, que debe ser, sin duda, apreciado por públicos más amplios.

El español José Sanchís Sinesterra en El cerco de Leningrado propone una revisión de los valores y antivalores del ancien regime soviético desde el mundo del teatro, mediante dos actrices que se refugian en un viejo coliseo y buscan un libreto, justamente homónimo de la obra en cuestión; Julio César Ramírez y Teatro D’Dos se acercan a la pieza mediante una contextualización inteligente, que potencia las sutilezas y delicadas ironías del texto y el cuidadoso diseño de personajes, mediante un montaje que racionaliza el espacio y trabaja con esmero ciertos efectos sonoros, los cuales erigen una conseguida ambientación, si bien poco sería esto sin las dos actrices que encarnan, precisamente, a ancianas colegas suyas, una de las cuales (Nieves Riovalles) compite en buena lid por la presea correspondiente en este Caricato.

Dentro de las puestas contemporáneas basadas en textos de intramuros descuella Makarov, por Teatro del Círculo, puesta en escena de Pedro Ángel Vera; la mutante realidad en Cuba a partir de los 90, nuevos sujetos emergentes en La Habana nocturna, relaciones tirantes entre ellos y ciertas autoridades, centran el libreto de Edgar Staco, donde no poco habría que amputar para una mayor limpieza en la letra, donde conviven (y pugnan) tonos y estilos que generan cierto caos escritural, mas la versión escénica de Vera actúa meliorativamente, sobre todo por la dinámica escenográfica que resuelve los cambios espaciales con imaginación y funcionalidad.

Rigoberto Rufín como La Jurado, compite entre las actuaciones de reparto; teniendo en cuenta la entereza emotiva, la consistencia dramática y la sapiencia para delinear las abruptas transiciones de su travesti, el joven significa, desde ya, un rival fuerte para sus colegas.

Dos títulos del casi siempre motivador Teatro El Público completan la plantilla de los nominados en puestas: la Fedra de Racine, en la lectura generalmente iconoclasta y sui géneris de Carlos Díaz, esta vez enfatizando en una proyección llamémosle multigenérica del personaje central (y de cuyos actores, la incorporación bordada y límpida de Fernando Hechavarría lo lleva a aspirante del premio en actuaciones masculinas) y en los circunloquios escénicos que enriquecen la perspectiva espacial del texto; Yeyé Báez, como Enona, también figura entre las propuestas de reparto, como la música concebida por Bárbara Llanes, insinuando cuidadosamente los iones trágicos que bullen en el texto desde su inicio, aspira al Caricato de bandas sonoras originales.

Y Tatuaje, de los alemanes Bauersima y Desvignes, llevada a teatro arena por Kiki Álvarez, quien traslada sus fructíferos intereses en la experimentación multimediática a las tablas para un experimento innovador y jugoso en función de una inquietante reflexión sobre la desvalorización y el arte en tanto comercio mezquino que incluye al propio ser humano: la «piel como encaje» —que le llamara Maggie Mateo— metaforizando lo que está debajo de ella en tanto marcas aún más profundas en lo ontológico y lo espiritual.

Ahora, dentro de un colectivo actoral que no sobresale precisamente por sus calidades histriónicas, la excepción es justamente Ismercy Salomón, a quien ya habíamos admirado largamente en otro título de El Público: Las relaciones de Clara. El rejuego de esta joven actriz con sus recursos naturales (una envidiable voz grave, una estatura privilegiada, una sensualidad extraña pero inescamoteable) se pone en función de Naomi, una retorcida merchant, sin aterrizar por ello en maniqueísmos ni caricaturas: matizada, concentrada, contenida, Salomón exhibe desde ya una sabiduría escénica que hace honor al mítico rey que evoca su apellido. Huelga aclarar que compite con sobradas posibilidades en actuaciones de reparto.

Otros desempeños

Y siguiendo en el punto, es quizá esa la categoría más reñida, la que ha provocado, en tanto jurado, las mayores deliberaciones y más profundos análisis, por cuanto dentro del reparto solo deberemos elegir un nombre, sea hombre o mujer. Junto a Ismercy, Yeyé y Rigoberto están dos actores matanceros quienes dan vida a los padres de Marco Aurelio en El vuelo del gato, la pieza de Abel González Melo sobre la novela homónima de Abel Prieto que Miriam Muñoz presentó en el Sauto; justamente ella, desdoblada en Charo, transmite en la requerida clave farsesca la esencia racista y prejuiciosa del personaje, aventura en la cual la acompaña su esposo fictivo, René Money, aportando una ajustada y convincente labor. Y, como si esto fuera poco, también Olivia Santana, la misteriosa dama que saca de sus casillas a Virgilio Piñera en Si vas a comer..., de Milián.

No menos difícil anda la nómina de las interpretaciones protagónicas, donde sí, afortunadamente, se elige una por cada género.

Entre las féminas, Susana Pérez en aquella irreprochable lección de alta temperatura dramática y elegancia histriónica de su Conversación en la casa Stein, de Miguel Pittier (con una partitura especialmente concebida por Pedro Ángel Sánchez, henchida de adecuados motivos románticos evocadores del contexto, que también aspira a premio en ese rubro); Luisa María Jiménez combinando con maestría frivolidad aparente y trágica soledad esencial en Estoy divinamente así, versión del recientemente desaparecido Raúl Lima sobre Una mujer sola (Darío Fo/ Franca Rame); la ya aludida Nieves Riovalles (El cerco...), y la camagüeyana Reina Ayala, actriz que energiza con vigor y sinceridad su rol materno en Míster Soul, dirigido por Onel Ramírez para Teatral Teatro.

Respecto a sus compañeros, junto con Hechavarría por su rol protagónico en Fedra, se suman a la lidia por el Caricato masculino: Mario Aguirre, quien en el monólogo Antes de mí el Sahara (Tres en uno, de Héctor Quintero) demuestra una vez más su fibra y su versatilidad para incorporar y alternar las más variadas gamas dentro de los registros tragicómicos; Iván García, que se añade no solo digna sino reveladoramente a la nómina de actores que han dado vida al maldito dramaturgo y poeta cubano en Si vas a comer, espera por Virgilio (Pequeño Teatro); Ullik Anello, un travesti visceral y veleidoso que asume con seguridad y riqueza transicionales los matices plasmados por Miguel Barnet en su notable monólogo Fátima, la reina de la noche, puesto en escena por Raúl Lima; y René de la Cruz, el cual anima el protagónico de Mi socio Manolo, de Eugenio Hernández Espinosa, en la reciente puesta de Sarah María Cruz (Teatro Rita Montaner) asumiendo con ingeniosos matices y seguridad en las cadenas de acciones las pasiones encontradas que luchan desde la simpática marginalidad del personaje, como se sabe, todo un clásico en la galería popular del teatro cubano.

Como ocurre en cada concurso, los verdaderos triunfadores tras la noche de los galardones son los espectadores, enriquecidos por cada notable entrega de sus creadores y, definitivamente, el teatro, ese del que, siguiendo a Martí podemos afirmar: «como en todo, puede hacerse mucho en Cuba».

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