Éufrates del Valle jadeaba a la puerta de aquel chalet del reparto Atabey, en La Habana. Atrás, en ese sitio sin geografía conocido como la memoria, quedaba su San Nicolás del Peladero con sus políticos chambeloneros y su encopetada alcaldesa.
Cuando montó en la Máquina del Tiempo, nadie le advirtió lo que era coger una 69 para llegar hasta allí. Creyó que se trataba de una simple diligencia arrastrada por caballos y se encontró con una gigantesca olla de presión que le ablandó hasta el último hueso. Trató de componerse. Enderezó su maltrecho sombrero de pajilla. Respiró profundamente para armar, otra vez, su esqueleto y tocó a la puerta con suavidad.
El asombro fue mutuo. Uno frente al otro eran como dos gotas de agua. Se escudriñaron desde los calcetines hasta el latifundio de la calvicie y el reportero atinó a preguntar: «¿Es usted Germán Pinelli?». A lo que aquella vara de tumbar gatos viviente respondió: «Amigo, ¿acaso no tiene usted televisor en casa?».
Y con una amplia sonrisa le invitó a pasar a su lugar favorito de la casa; la terracita donde descansan sus trofeos más importantes, a solo unos metros de su paraíso íntimo que es la sombra de un mango Hayden, que el propio cultor de la especie le regaló hace ya mucho tiempo.
Éufrates, entonces, sacó su estilográfica y su impecable taquigrafía comenzó a correr sobre un block ante la primera pregunta:
—¿Por qué el Pinelli de su apellido si en su familia no hay antecedentes italianos?
—Bueno, yo cantaba. Ya no, pero yo cantaba. Me eduqué la voz y obtuve una beca para estudiar en Italia que, al final, se esfumó porque un político de la época se cogió el dinero. Mi apellido real es Piniella. Lo más curioso de todo es que se gasta más tinta escribiendo mi nombre completo que en un habeas corpus: Gregorio José Germán Carlos Augusto Piniella Vázquez.
«Mi madre, una guapísima madrileña, que dominaba cinco idiomas y era una persona muy culta, me dijo un día: “Hijo mío, con ese apellido no llegas a ninguna parte. Sabe más a tocino, morcillas y garbanzos que a cuestión artística”. Y me buscó esa variante que provenía de una familia de mafiosos radicada en Roma y con mucha plata».
—Una güija en el Peladero, porque a San Nicolás no ha llegado todavía la Internet, me dijo que usted, además de locutor, presentador y animador fue un connotado reportero que llegó a entrevistar a algunos presidentes como Lázaro Cárdenas y Harry Truman, a raíz de que este último ordenara el lanzamiento de la bomba atómica. ¿Qué es para usted un periodista?
—Ser periodista es ser audaz, lanzarse a buscar la noticia donde esté y saber extraerla cuando la fuente no quiera darla. No es cuestión de espiritismo. Es, simplemente, poseer una habilidad especial para hurgar y saber, incluso, leer en los ojos.
«Yo hice de la entrevista mi especialidad. Tuve un programa, Canada Dry a las puertas de La Habana, en el que entrevisté al propio Churchill; al doctor Castro Viejo, autor de la teoría del trasplante de córnea; a Eduardo Negrín, presidente de las Cortes Españolas en el exilio; a Libertad Lamarque; Jorge Negrete; incluso a Cantinflas que fue el padrino de mi hija más chiquita.
«Tuve otro espacio en la televisión, conocido como Habla Pinelli, dedicado a los personajes públicos de la esfera política. Conversar siete minutos conmigo les costaba 600 pesos. Dinero que, por supuesto, iba a parar a la CMQ y del cual yo no cogía un quilo.
«Jesús Menéndez fue muy amigo mío. Lázaro Peña durmió, muchas veces, en esta misma terraza. Blas Roca se me aparecía y me decía: “Hoy vamos a hablar de Mozart”. Y yo le contestaba: “¡Pues a hablar de Mozart!” Y así echábamos la tarde.
«Ellos me estimaban mucho, porque jamás les mostré interés alguno ni pedí nada. Solo les serví.
«El día anterior a la muerte de Jesús yo lo presenté en Bayamo y él quiso que le acompañara a Manzanillo, pero, como yo solo participaba en actos políticos que se radiaban y aquel no era de esos, regresé a La Habana. En el camino, cuando supe la noticia, lloré como un niño. Recuerdo que a su regreso de la Unión Soviética me invitó a la apertura de la casa del Partido Socialista en Santa Clara y me estuvo contando todo lo que había visto allá. Aquella noche, si no llega a ser por falta de tiempo, me convence y me hace comunista, porque era un tipo de ideas muy puras y de gran poder de persuasión. También Chibás decía que yo, y no otro, tenía siempre que presentarlo, porque eso le daba buena suerte. Todos los actos de la emisora Mil Diez los hacía yo; todos los congresos de la CTC y nunca cobré un centavo».
—Pero hábleme más del Pinelli periodista...
—Fui fundador de la Escuela de Periodismo. Ahí tengo mi carné, aunque no vale de nada. No querían dármelo porque decían que si yo llegaba a cualquier ministerio y el propio ministro me recibía sin despacho previo, mientras otros se mosqueaban en la puerta, qué iba a suceder si además portaba ese documento. Y el problema era muy simple. Yo trabajaba en la CMQ, una planta de un poder extraordinario que lo mismo podía fabricar a un senador que tumbar a un presidente.
«Primero hice teatro con mi hermana Sol. Luego me dediqué por entero a la radio. Y, por último, vino la televisión. Fui el primer presentador ante una cámara en Cuba, honor que compartí con un pianista muy bueno de la época y un muñeco que semejaba a un pájaro carpintero. El primer programa televisivo de preguntas y respuestas lo concebí yo y en él todo era improvisado, incluso los comerciales de las firmas patrocinadoras. Creo que he sido el único locutor cubano que se ha mantenido hablando durante nueve horas, frente a las cámaras, en un control remoto.
«Fue en una ocasión en que Batista se iba a dirigir al pueblo. Minutos antes de salir al aire me manda a buscar a su cuarto y me dice: “Pinelli, se me ha perdido la mitad del discurso y necesito rehacerlo”. Estaba en calzoncillos y con la camiseta que no le cabía un hueco más. Parece que era asunto de superstición. Yo le respondo: “Presidente, puedo llamar a la CMQ para mantener la programación habitual hasta que usted esté listo”. Y se niega rotundamente argumentando que para algo yo estaba allí. Entonces se me ocurre la idea de empezar a describir las habitaciones del Palacio Presidencial y aprovecho esto, sin que se dieran cuenta, para delatar, por mi descripción, las valiosas piezas artísticas que, de forma misteriosa, habían ido desapareciendo del edificio. Después Batista me confesó que yo sabía más del Palacio que él mismo».
El periodista lo escruta profundamente como si se mirara a sí mismo:
—Usted siempre ha sido feo, amigo mío. ¿Entonces el encanto ha radicado en su voz?
Pinelli se yergue altivo como tocado por un disparo. Éufrates hace lo mismo creyendo que allí terminó todo. Es la imagen misma del Quijote frente a su espejo.
—¡No se confunda, Don Éufrates, que usted parece una mala copia mía! Nunca tuve una buena voz. Simplemente una voz que el público aprendió a tolerar, más que a querer, y que escuchaba porque siempre le remitía al diccionario cuando decía alguna cosa que se salía del lenguaje corriente y vulgar, para provocar la meditación y el conocimiento. Ahora he tenido que hacerme una operación de garganta. Por eso es esta voz de papel de estraza que usted escucha.
—Se dice que usted hizo televisión en Brasil, España, Canadá, México y Venezuela de toda una larga lista y que le ofrecieron jugosos contratos para que se quedara. ¿Nunca esa idea le rondó la cabeza?
—Bueno, sí. Pero solo quedarme un par de días más para hacer lo que me diera la gana. Por ejemplo en España, porque me encantaban los potajes; y si no te cuestan a ti ni un centavo, ¡mejor!
—He sabido de jóvenes que se inician en la locución y han pretendido trepanarle el cráneo para extraerle ese poder de improvisación ante las cámaras...
—¡No es necesario que sea tan drástico, hombre! Yo lo puedo hacer porque mi cerebro es un gavetero. En sus gaveticas guardo cosas que he ido acopiando a lo largo de toda la vida y que, en algún momento preciso, busco y saco a la luz. También soy un lector impenitente y hasta capaz de ponerme a pelear con Nitza Villapol por cómo hacer una receta de cocina.
Éufrates del Valle saca su reloj de bolsillo y se alarma de la hora. El tiempo ha volado. Piensa en cómo regresar a su San Nicolás del Peladero en una de aquellas horribles guaguas y tiembla. Su mano ha quedado desfallecida sobre su garabateado block de notas. Deshecho, se confiesa perdedor ante aquel otro gladiador de la palabra. Por eso saca bandera blanca con una última pregunta:
—De no haber sido todas estas cosas, qué o quién sería Germán Pinelli?
—De niño soñé que cantaba ante una multitud que me aplaudía con delirio mientras me dolían los pies de estar parado sobre el escenario y tenía vértigo por tanto subir y bajar la cabeza saludando. Tengo cuatro hijos a los que amo, ocho nietos y una biznieta. Cuatro generaciones de cubanos que me han tratado con mucho respeto y cariño. Tuve la suerte de ganarme en España dos premios como el mejor animador de habla hispana y universal. Tengo todas las órdenes que la Revolución ha creado para sus artistas, desde la Félix Varela de Primer Grado hasta la Alejo Carpentier. ¿Te imaginas? ¡Qué más puedo pedirle a la vida! Soy lo que siempre quise ser... ¿Me aceptarías un mango, Éufrates? ¡Porque el café de la cuota de esta semana ya se me acabó!