Susana Haug. Aseguran algunos que toca el piano como los ángeles, pero ese es un secreto bien guardado entre sus más allegados. Lo que ya es vox populi es que la muy joven Susana Haug Morales escribe amparada por los dioses. Ella ha confesado que el barroquismo le cautiva, «a extremos que de no ponerme coto, haría de un cuento una novela», y lo mismo sucede cuando conversa, como podrán comprobar quienes sigan nuestro diálogo en El Tintero. No obstante, para esta multipremiada escritora la literatura es el lenguaje más completo para transmitir cuanto desea.
—Al parecer la Susana escritora comenzó a crecer cuando en 5to. grado ganaste tu primer concurso: Una carta a mi amigo José Martí, convocado por el Centro de Estudios Martianos, pero, ¿cuándo te lo tomaste en serio?
—Creo que fue cuando vi mi primer libro publicado, Cuentos sin pies ni cabeza. De pronto, al hojearlo y ver mi nombre impreso en la portada y mis propios textos acompañados de ilustraciones, los sentí un poco ajenos, como si ya no me pertenecieran más, y pensé que así debía sentirse un escritor profesional. Yo tenía entonces 16 años y había escrito aquellos cuentos entre los 11 y los 13, sin demasiada seriedad, por supuesto, solo por el placer de entretenerme y jugar mientras los iba inventando. A los 13 años nadie piensa verdaderamente en la trascendencia, ni siquiera se plantea si quiere ser un escritor serio porque, en definitiva, uno siempre descubre que es una osadía creerse escritor a medida que avanza en sus lecturas. Por suerte en esa edad de la inocencia, la escritura era un divertimento para mí, una manera alternativa de decir las cosas que llevaba dentro, a veces mi forma de dialogar con aquellos libros que me impresionaban.
«Lo malo de tomarse demasiado en serio el acto de escribir es que a medida que uno crece, este se vuelve cada vez más difícil y angustioso. Las palabras que antes eran juguetes ahora cortan, tienen un pasado, ya han sido usadas y gastadas por otros mucho mejor que por ti, y uno empieza a preocuparse por el estilo, la voz propia, el talento, la prosa, los sinónimos, las influencias, la originalidad, porque, sobre todo, empieza a ser consciente de que existieron Homero, Virgilio, Dante, Milton, Rabelais, Shakespeare, Cervantes, Joyce, Kafka, Virginia Wolf, Camus, Hesse, Dostoiewsky, Balzac, Stendhal, Poe, Tolstoi, Hugo, Proust, Wilde, Baudelaire, Jane Austen, Martí, Carpentier, Faulkner, Quiroga, Henry James, Borges, Vargas Llosa, Philip Roth, Mishima, Pasternak, Thoman Mann, Raymond Carver, y tantos otros por culpa de los cuales siempre es un riesgo llamarse o pensarse escritor».
—Se dice que eras una asidua de la Biblioteca Nacional. ¿Qué importancia le concedes a la lectura?
—Desde que aprendí a leer no he parado de hacerlo. Incluso antes, mis padres solían leerme cuentos infantiles y mi padre hasta inventó un par de historias para mí. La lectura me ha fascinado mucho más que la escritura. De hecho, no podría concebir mi mundo personal sin al menos unos cuantos libros. Por eso me gusta tener mi propia biblioteca —que he ido reuniendo con la paciencia de un miniaturista y la ayuda y los saberes de mi esposo Jesús David Curbelo—, donde puedo manosear y «poseer» a mi antojo esas páginas sin las cuales mi vida hubiera sido distinta: de todos los modos posibles. Mis lecturas —y digo «mis» no por vanidad sino porque cada lector construye y escoge sus lecturas, su biblioteca, a manera también de refugio, y cada libro tiene un universo particular que ofrecer a su neófito, aunque haya sido leído mil veces en mil años— me han abocado a la búsqueda obsesiva de los conocimientos: de la psiquis, el alma, la tradición (literaria, artística, filosófica), la realidad, el erotismo, la risa, la existencia, la felicidad, el desamor, el perfeccionamiento espiritual.
—Sin haberte graduado de Letras en la Universidad de La Habana, ya habías publicado varios libros (a los 13 salió tu primer plaquette.) ¿Suerte?¿Un don?
—Una combinación de ambas cosas. Debo a mi madre, indirectamente, la publicación de mi primer libro, Cuentos sin pies ni cabeza, en España, porque a ella se le ocurrió llevarse el manuscrito para enseñárselo a algún editor por allá. Y tuve la suerte de que le gustara. Luego, por ejemplo, llegó el premio Ismaelillo de Literatura infantil, y no me podía creer la noticia. Así salió publicado Secretos de un caserón con espejuelos. Y claro, no es lo mismo ser un autor édito que inédito. La publicación, sobre todo a nivel internacional, puede facilitarte el acceso a otras editoriales, porque los editores, salvo pocas excepciones, prefieren no arriesgarse con un desconocido, y tener un libro publicado aboga mejor por ti que un manuscrito. Los premios tampoco determinan el talento o la cantidad de don literario que posea un escritor, por supuesto. Aunque son necesarios económica y promocionalmente. Los cánones literarios cambian, se actualizan, abren o estrechan sus márgenes, igual que la valoración que ofrece cada época de sus escritores. Pasó, por poner solo ejemplos conocidos, con Cervantes y con Shakespeare, y con Balzac y Vallejo. El criterio de validación es muy relativo: ni jurados, ni premios, ni publicaciones tienen la última palabra sobre el talento, incluso tampoco la cantidad de los lectores. Dante andaría por el penúltimo lugar entonces.
—Tus textos suelen ser muy cinematográficos. ¿Es que también te atrae el cine? ¿Has pensado incursionar en ese mundo como guionista, digamos?
—Junto con la lectura y la música (en especial el jazz y la clásica, porque estudié el nivel elemental de piano y todavía toco de vez en cuando), mi otra pasión es el cine. Para narrar (sobre todo en los textos de Estadios del ser y Romper el silencio) imagino que soy una cámara observando, grabando, ofreciendo información detallada de todos los espacios, sin juzgar a sus personajes. Lo visualizo todo de antemano. Por eso mis textos se regodean en el trazado de sus atmósferas, de los objetos que son parte de esos seres que habitan mis espacios. A veces creo que he tomado procedimientos expresivos de mis películas favoritas —y aquí debo a la amistad con Luciano Castillo el conocimiento de algunas cintas imprescindibles que me han enriquecido, como los libros, intelectual y espiritualmente— para mis relatos. Una secuencia, el uso del color, el guión, el desarrollo de un personaje, el tempo narrativo, la dirección de arte, la música o los montajes de determinadas películas funcionan como esas analectas de grandes libros que conservo en la memoria a la hora de escribir. Hay directores como Zhang Yimou, Chen Kaige, Won Kar Wai, Kim Ki-Duk, Rhomer, Lubitsch, Joseph von Sternberg, Capra, Cukor, Szabó, Ang Lee, Chabrol, Haneke, Visconti, Houston, Wilder, Bergman, De Mile, Forman, Buñuel, Kurosawa, Ivory, Cronenberg, Gutiérrez Alea y Woody Allen (dosificado) que cuento entre mis clásicos, y una lista interminable de filmes de otros realizadores que aprecio muchísimo.
«El guión cinematográfico me ha llamado siempre la atención, por supuesto. Cuando miro una película me fijo especialmente en sus guiones. Algunos me han enseñado lecciones maestras sobre cómo evadir las situaciones trilladas, las escenas y diálogos vacíos, las frases manidas en los parlamentos, o la pérdida del tempo narrativo. Lo cual no significa que sea fácil ponerlas en práctica. Por eso son obras maestras. Pero quisiera aprender un día las técnicas del guión cinematográfico. Me atrae la idea de hacer mi propio proyecto de filme».
—Como muchos, lo primero que escribiste fue un poema, entonces, ¿por qué prefieres la narrativa a la poesía?
—Prefiero leer poesía a escribirla. No sé por qué me siento una poeta vergonzante. Suelo mezclar poesía y prosa en mis textos para buscar un lenguaje en el que estoy más cómoda: un híbrido que no es absolutamente narrativo, sino que se acercaría al poema sinfónico. No pienso que ambos lenguajes, el de la poesía y el de la prosa, estén reñidos. Al contrario, el lenguaje poético anima todas las creaciones, hasta la violencia verbal de Rubem Fonseca o las escatologías de Henry Miller. Pero la poesía exige mayor síntesis, mayor elipsis, mayores silencios. Si las comparara con dos obras escultóricas que admiro, la primera sería como El Beso, de Brancusi, y la segunda como un esclavo de Miguel Ángel. Solo en momentos escasos me siento a escribir poesía: en un verso hay poetas que han dicho toda una novela. Los místicos usaron la poesía para hablar con Dios y tratar de elucidar sus señales. Cuando leo a poetas como Dante, Garcilaso, Villon, San Juan, Fray Luis, Milton, Donne, Rilke, Rimbaud, Blake, Shelley, Vallejo, Pessoa, Elliot, Pound, Emily Dickinson, Martí, Unamuno o Celan (a pequeños sorbos, que es como prefiero leer la poesía), hay un movimiento interior en mí que me deja en silencio. Escojo traducirlos (a los que puedo, del inglés) como aprendizaje y reverencia.
—¿No le roba demasiado tiempo a tu labor como escritora ser profesora de la Facultad de Comunicación?
—La docencia me roba bastante tiempo, es cierto, aunque me parece que poseer todo el tiempo del mundo para dedicarlo a escribir (que no es lo mismo que a la literatura, porque antes de escribir uno lee, relee, reflexiona y medita, y en mi caso también traduzco) es casi un pecado, una obscenidad. La poda es, más que necesaria, imprescindible. Si no, todos escribiríamos obras completas en 30 o 40 tomos de las que con algo de suerte se salvarían tres o cuatro. Con todo el tiempo del mundo hay escritores que solo han necesitado escribir y dejarnos una, dos o tres novelas. Y por otra parte me resulta interesante la experiencia docente, por el intercambio con los alumnos, la obligación que impone una asignatura de revisar textos que de otra forma nunca me hubiera leído, y porque además sistematiza mucho los conocimientos y empiezo a leer muchas obras de nuevas maneras y entonces me doy cuenta incluso de que algunas de ellas, que hojeamos como si fueran reliquias de archivo o lenguas muertas, no han perdido aún su capacidad para dialogar con el lector contemporáneo y llegar a su sensibilidad.