Con este fragmento de Tinísima (Ed. Casa de las Américas, 2006), El Tintero invita a los lectores capitalinos a un encuentro con su autora, invitada especial a esta edición de la FIL. La cita es para el sábado 17 de febrero, a las 4:00 p.m., en la Sala Nicolás Guillén, de La Cabaña. La novela, un acercamiento a la vida de la artista y revolucionaria mexicana Tina Modotti, estará a disposición de nuestros lectores en las 40 sedes de la Feria Internacional del Libro, Cuba 2007
Elena Poniatowska. Escritora y periodista mexicana nacida en París, en 1932. Es considerada una de las escritoras latinoamericanas más notables. Sus novelas Hasta no verte Jesús mío (1969), La noche de Tlatelolco (1971) y Nadie, nada: las voces del temblor (1987), constituyen magníficos testimonios que han contribuido a su celebridad como portavoz de las clases populares y de la oposición política en su país adoptivo. Ha escrito los libros de cuentos Lilus Kikus (1954) y De noche vienes (1979). Recibió el Premio Nacional de Literatura y Lingüística (2002) y el Valentía de la Fundación Internacional de Mujeres en los Medios (2006)
Tinísima
Elena Poniatowska7 de enero de 1920
(...Tina quería a Powys porque lo había visto dar un rodeo para no pisar la hierba en su camino, recoger las hojas de los árboles, cuidar de las flores. Todo tiene vida. Coincidía totalmente con Powys en el tema de la vivisección. Hacer sufrir a animales de cuatro patas para salvar a otros de dos, le parecía intolerable. «Mientras se experimente con ellos, no se encontrará la curación contra el cáncer», decía Powys, «es una ley de la naturaleza».
Powys llamaba «la secta» al grupo que acudía a la casa de Tina y Robo. Entre ellos había vibraciones síquicas, se enviaban mensajes secretos. Powys impartía vida a las piedras bajo sus zapatos, les pedía perdón. Vivían en un Los Ángeles totémico, imprevisible, un Los Ángeles a su altura, distinto a aquel que recorren los automovilistas con las ventanillas cerradas.
Powys era el centro, imponía los temas, se temía a sus sarcasmos, a su humor, a su brillantez. Hablaba de George Eliot, de Melville, de Tolstoi, de Nietzsche y sobre todo de Dostoievski, cosa que atrajo al mexicano Ricardo Gómez Robelo, exiliado político.
—Fíjense, una noche, en un burdel —bordello repetían ellos, tras Gómez Robelo—, cuando era estudiante de leyes, me arrodillé ante una prostituta para besarle los pies. «¡No te beso a ti», le dije, «beso en ti todo el sufrimiento humano!»
Este acto dostoievskiano puro le valió la aceptación de Cowper Powys y la simpatía de Tina. Desde esa noche, la secta llamó a Gómez Robelo, Rodión Romanovitch Raskolnikov.
En las conversaciones surgían a cada instante Grutchenka, Zossima, fuerzas subterráneas espirituales, vértigo, turbulencia, éxtasis, miedo a ser un farsante. Para John Cowper Powys, el único elemento de censura que tiene el hombre es el hombre mismo, condenado a ser libre. El placer es una puerta a la libertad. Tina a sus pies sorbía sus palabras. Llevado por el bailarín Ramiel McGehee, hizo su entrada Edward Weston, pequeño, de tórax poderoso y mirada imperiosa; atrajo a Tina desde que escogió sentarse junto a ella.
Sobre cojines de batik hecho en casa, escuchaban música:
—Nunca oigo a Bach sin sentirme hondamente atrapado, me fertiliza —dijo Weston.
Robo doblaba en dos su fragilidad para verter el sake. Como las tazas traídas de San Francisco eran diminutas, repetía su caravana continuamente en plena ley seca. Tina observó la vitalidad, la fuerza de Weston junto a la languidez de su marido. Gómez Robelo insistía:
—México es su medio verdadero, allá podrían florecer. ¿Qué hay para ustedes en Los Ángeles?
—Claro que yo iría a México —se entusiasmó Roubaix de L’Abrie Richey.
—Y ¿usted, Tina? ¿No irían juntos?
Robo, con su bigote caído y sus elegantes ademanes —figura romántica si las hay—, era el más gentil de los anfitriones. Su corbata flotante y sus ojos pendían sobre sus invitados; ojos grandes y un poco tristes dispuestos a complacer. Un fervor calenturiento lo recorría de pies a cabeza. No se imponía, interrogaba. Era un hombre fino. «¿Quieren ver los últimos batiks que Tina y yo imprimimos?», «¿desean oír música ahora? ¿St. Saëns? St. Saëns, ¿no, verdad?, no después de Bach, pero un Frescobaldi no estaría mal, ¿o tienen otra preferencia?».
A pesar de sus atenciones todos acudían por su mujer, Tina. Querían verla caminar porque al seguirla recuperaban las violentas e intocadas pasiones de su adolescencia. Tina, gozosa, buscaba al salvador, al de las respuestas. La más humilde contingencia podía darle una pista. Las frases de sus invitados contenían signos, ella los desentrañaría. En los ojos de algunos, en su parpadeo, yacía lo que ella quería encontrar. Pero ¿qué quería encontrar? «Tu corazón es un lobo hambriento, Tina», asentó Ramiel, «todos los analistas son neuróticos». (...)
—¡Qué planos son los americanos, qué chatos, y esta ciudad es el aplanamiento mismo! Masa de pizza sin hornear, cruda para siempre. Con la masa, los italianos hacemos pizza, la cubrimos de queso y de salami —Tina amasó una pasta invisible y extendió sus brazos en el aire enseñando sus lustrosas axilas negras—; los americanos no tienen imaginación.
—Los americanos comen lo que otros hacen, Tina —rió Ramiel McGehee—. ¿Qué piensa Robo de lo que usted dice?
—Oh, él es un aristócrata, tiene los ojos oscurecidos por los sueños, es demasiado fino para pensar en pizzas. Eso me lo deja a mí que soy una depravada...
—¿Así que él es muy sensible? —insistió Weston.
—Demasiado sensible, no parece de este mundo, se evade.
—Todos somos unos desterrados en busca del paraíso.
—Tina, tú eres el paraíso —dijo Ramiel, cómplice de Weston.
Tina no se daba cuenta que el paraíso era ese momentáneo asomo de gorila en sus axilas.
—Thank God, encontramos el ghetto Richey-Modotti.
—Creo en la fuerza de la naturaleza; la naturaleza cura, la naturaleza enferma. Mary Baker Eddy tiene toda la razón. Christian Science is my doctrine...
—Yo también pienso que el cuerpo se cura solo —enfatizó Edward Weston.
Ramiel McGehee sostenía que el cuerpo del bailarín podía desafiar la gravedad, «voy a demostrárselo en este mismo instante» y de un grand jeté cruzaba la sala. John Cowper Powys lo miraba con deleite, «Lo único que tenemos es nuestro cuerpo; podemos cambiar de país, nunca de cuerpo. No hay mayor surtidor de placeres que el cuerpo».
—Hay cosas que sabe Onán que las ignora don Juan —Gómez Robledo citó a Machado.
Johan Hagermeyer, su pipa entre los dientes, escuchaba. Weston lanzó una perorata sobre la creatividad del cuerpo femenino. «A las mujeres», a Tina se dirigía, «les permiten una serie de movimientos que para nosotros resultan prohibidos. Me gustaría caminar como usted, Tina; pero ¿se imagina lo que me dirían en la calle?».
—Son los infames burgueses los que imponen límites —adelantó Tina.
—Freud puede ser muy ingenioso.
—No creo que se lo haya propuesto; no tenía el menor sentido de la verdadera, la trágica ironía. Pound, ese sí...
Ezra Pound y su poesía, el hinduismo, las ciencias nuevas, la meditación, la sensualidad, lo esotérico y sobre todo la secta como el único parapeto contra la vulgaridad del mundo, los mantenían unidos. Ricardo Gómez Robelo bebía con el sake su propia complejidad. Japón, qué esencial, Occidente en cambio era inventor de lo superfluo. ¡Europa, qué pesada, qué parduzca! Había que ver los gruesos cuerpos europeos, prematuramente envejecidos y esclavos del casimir. Por cierto, ¿sabían de las maravillosas camisas de seda hindú color azafrán que ahora colgaban en una tienda en la calle Sawtell rumbo a Santa Mónica?
—Este es el único paraíso del cual no queremos ser desterrados, Tina.
Ricardo, Rodión Gómez Robelo era en efecto un desterrado, proscrito por Venustiano Carranza en 1914. Había sido procurador general de justicia con Victoriano Huerta, el traidor. Erudito, una noche los encandiló recitándoles Keats, Shelley, Byron. Su fuerte, Edgar Allan Poe, sobre quien daba conferencias. Ninguno intentaba la lucidez de Powys —Blake hablaba por su boca—, pero Gómez Robelo lo superaba con gracia. La Revue des Deux Mondes bajo el brazo, Loti, Rostand eran su bagaje. Tina lo escuchaba sorprendida. A pesar de su fealdad, el mexicano de gruesos labios y cara angulosa era seductor, como el Cyrano de Bergerac. «¡Qué divertido, un Edmond Rostand mexicano, sin su Roxanne!», asentó Powys.
—A mí me parece atractivo —sentenció Tina—, quizá por su misma fealdad, y porque repite siempre que su única pasión es la pasión de la belleza. Le fascina Toulouse-Lautrec porque él mismo es un Toulouse-Lautrec.
Gómez Robelo no se inmutó.
—Publica tu poesía, Rodión —lo rescató Robo—. Yo la ilustro.
—Yo puedo diseñar el libro —intervino Ramiel McGehee.
—Hace magníficos libros —apoyó John Cowper Powys.
Robo insistió en ilustrar Sátiros y amores, título que encantó a John Cowper Powys.
Los dibujos a línea de Robo tenían una modelo: Tina, su mujer, a quien puso una rosa en el sexo y pétalos giratorios en los pezones. En su cabeza, una mantilla española; a sus pies, una calavera con una víbora entre los dientes. Robo y Ricardo tenían fijación en la muerte, pero más fijación tenía Gómez Robelo en Tina: en su rostro blanco, en sus ojos muy negros, en esa forma peligrosa de cruzar la pierna «mientras sonreía imperceptiblemente».
Robo tradujo:
Blanca como si alguna luz interna
alumbrara su carne transparente.
Los ojos enigmáticos de Oriente;
muy negros, y en el fondo, una luciérnaga...
«Deja que termine mi cigarro», decía Tina, cuando alguien pretendía despedirse: «Deberíamos vivir juntos, fundar una comuna; tenemos los mismos intereses del cuerpo y del alma. No saben hasta qué grado me apoyo en los amigos; sin su presencia, me sería difícil vivir».
Impulsiva, retenía contra su pecho, contra su vientre, contra su cuello. Retenía con sus manos pequeñas, delicadas.
En cada encuentro, Gómez Robelo descubría una Tina insospechada. «¿Hay pirámides en México como las de Egipto? ¡Eso me fascinaría! Aquí no tenemos nada, somos planos. ¿Se imaginan una pirámide en el centro de Los Ángeles? ¡Nos cambiaría la vida! ¡O un gran pintor!» Ricardo habló entonces de Diego Rivera, el muralista que se oponía a la influencia de Rodin y al impresionismo para volver los ojos al pasado prehispánico de México, «precisamente la obra de los constructores de pirámides». Los pintores mexicanos descendían de los muralistas indígenas; se volvían obreros, identificados con las masas que trabajan. «¡Cómo me gusta eso, cómo me gusta, yo fui obrera y puedo volver a serlo! El trabajo es lo que menos me asusta en esta vida. Mi único manifiesto es el goce de la vida: gozarla plenamente».