La vida literaria cubana en este 2007 tiene, entre varias efemérides, una que nos llevará a evocar un hombre, caracterizado alguna vez por la poetisa Fina García Marruz como dueño del «lenguaje de la centella y del fuego graneado». El próximo 18 de abril se cumplirán cien años del nacimiento en La Habana de Raúl Roa García.
Parece obvio recordar la extraordinaria dimensión intelectual de esta singularísima personalidad. En el orden político, están en el tiempo muy próximas su larga e intensa actuación al frente de la diplomacia revolucionaria, sus cruciales batallas en la sede de organismos internacionales en defensa de la soberanía de su Patria —que le hizo merecer con justeza el apelativo de Canciller de la Dignidad—, y su consagración en los últimos años al trabajo parlamentario como vicepresidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Muchos recuerdan su huella en la fundación del Directorio Estudiantil Universitario en 1930 y un año después del Ala Izquierda Estudiantil, en los días de combate contra la tiranía machadista. Otros no olvidan su formidable labor docente en la Universidad de La Habana y su quijotesca contribución durante un período a la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación durante uno de los plazos de la República mediatizada.
Mas sería oportuno repasar, a propósito del centenario, la fecunda obra literaria de Roa y resaltar aristas que denotan el genio de un escritor y el calado de una escritura en el concierto de las letras cubanas del siglo XX.
Habría que detenerse en Retorno a la alborada (1964) y Escaramuza en las vísperas y otros engendros (1966), libros que significaron en su momento no solo el redescubrimiento, para los hombres y mujeres sumados a la lectura por la Revolución, de uno de los más filosos talentos de su generación, sino el despliegue de una inusual capacidad para conjugar el rigor del ensayo y la penetración analítica con la turgencia de la pasión y el fuego de la memoria. Ambos libros vertebraron en sendos cuerpos orgánicamente estructurados la múltiple cosecha de un testigo de su época y ayudaron a ensanchar el canon de la literatura testimonial cubana. Pudiera ser pertinente volver a los comentarios y observaciones que sobre esas obras escribieron Mirta Aguirre, Ángel Augier, Roberto Fernández Retamar y Manuel Pedro González.
El espíritu inquieto de Roa se puso nuevamente de manifiesto en La Revolución del 30 se fue a bolina (1968) y de manera muy especial en Aventuras, venturas y desventuras de un mambí (1970), aproximación biográfica a su abuelo, el combatiente y escritor Ramón Roa.
Aún cuando no pudo ponerle punto final, los estudios biográficos cubanos se enriquecieron de modo notable con la publicación en 1982 de El fuego de la semilla en el surco, del que emerge un Rubén Martínez Villena definitivamente vivo.
Al mencionar estas obras no obviamos la profusa producción anterior del autor, en la que sobresalen, por su peso académico, su Historia de las doctrinas sociales (1949), y por su fulgente prosa ensayística Martí y el fascismo (1937) y José Martí y y el destino americano (1938).
En todo caso tendríamos la oportunidad, al observar de conjunto el legado literario de Roa, de aquilatar la vigencia del principio ético que dictó su ejercicio en el campo de las letras y que él mismo definió así: «Importa puntualizar que nunca figuré entre los cultivadores de la escritura aséptica y, por ende, evadida o desarraigada. (...) La única válida ayer, hoy, ahora y siempre es la escritura comprometida con el cuerpo de ideas transformadoras de la estructura y del contenido de la vida de su época, en beneficio de las clases sociales explotadas y oprimidas. Un cuerpo de ideas, en suma, que ataque la raíz de la injusticia, de la opresión, de la miseria, del privilegio y de la tiniebla. (...) No se salva ni perdura la literatura y el arte que sean mera espuma de virtuosismo profesional, por acendrado que parezca. Sálvase y perdura solo la literatura y el arte que es testimonio o profesión de fe».