Keira Knight como Elizabeth Bennet Apenas puede encontrarse algún detalle, concepto o secuencia, que conviertan la más reciente versión de Orgullo y prejuicio, dirigida por el debutante Joe Wright, en un producto infausto, agresivo o desagradable. Beneficiada hace un año con una lluvia torrencial de elogios y galardones nacionales e internacionales, esta producción británica de época es correcta, romántica, a la moda, fina aunque no delicada ni exquisita, y puede llegar a ser una película hasta fundamental solo para quienes confundan lo digestivo con lo alimenticio y lo bonito con lo bello.
Aunque no creo ubicarme entre los críticos extravagantes que esperan constatar el cauce de la opinión general para sostener la contraria, esta vez disiento del aplauso casi general. De manera oportunista, banalizadora y comercialmente interesada, esta versión manipula unas cuantas de las sutiles reflexiones de Jane Austen sobre la condición y la psiquis femenina, suprime matices y subtramas esenciales, enjuaga y simplifica los conflictos, reduce y empequeñece la dimensión humana de los personajes, todo ello para hacer confluir su relato con la enésima versión de Cenicienta, ahora trasladada a la campiña británica, en las postrimerías del siglo XVIII.
Claro, la muchacha glamorosa, dócil, doméstica y pasiva, a la espera de que la descubra el príncipe de los sueños, para salir de su miseria vía matrimonio, sigue siendo una heroína más cómoda, funcional y mejor aceptada mayoritariamente que la inconforme e incluso mordaz Elizabeth creada por Jane Austen a su imagen y semejanza. En el libro, la protagonista destaca más por la agudeza de su inteligencia que por su belleza. Cabría alegar que las sutilezas literarias de la sagaz e irónica narradora son muy difíciles de trasponer al cine, pero recordar el muy superior poder de observación, la exquisitez rescatada de los diálogos, el ardor y la penetración desplegadas por versiones anteriores de Jane Austen como Sense and Sensibility, Emma o Mansfield Park. Creo que existían suficientes precedentes como para esperar mayor delicadeza y aplicación de esta última, incapaz de profundizar en el universo de las motivaciones y comportamientos femeninos y tampoco interesada en conseguir semejantes verticalidades.
Vista hace unos días en la cartelera de cine capitalina, e incluso en televisión, en una copia horrenda, por cierto (hasta hace poco hubiera sido inexhibible de acuerdo con los cánones de calidad que exigía la pequeña pantalla, pero últimamente hemos visto imágenes borrosas, con problemas de audio), la nueva adaptación de la más famosa novela de Jane Austen ha sido loada hasta la rabia. Un ejemplo elegido al azar: el periódico Newsday garantizó a sus lectores que el director y la guionista, Deborah Moggach, habían conservado (precisamente lo que perdieron) la rica verosimilitud y la atmósfera romántica del relato original. En mi opinión, la tan aplaudida capacidad descriptiva de este filme se limita a la alternancia de los planos/contraplanos típicos de las habituales telenovelas, con el machacón encuadre de postalita campestre, o con las maromas distanciadoras de un diseño de imágenes excesivamente autoconsciente, que le resta atención e intención a la propuesta narrativa y actoral.
Hablando de actuaciones, quisiera entender los argumentos que sostienen la tan cacareada maestría de la joven y bella Keira Knightley, elogiada, premiada y consentida por todos como el gran descubrimiento de los últimos dos años. Fue dirigida para que pareciera todo el tiempo una maniquí eternamente risueña y boquiabierta, de mirada sospechosamente húmeda y expresión que oscila entre el sentimentalismo en liquidación y la jactancia inexplicable. No era así de sencilla y arrogante Elizabeth Bennet. Por supuesto que el realizador y la guionista tenían derecho a proponer su propia visión del personaje, pero en vez de complejizar, simplificaron; en vez de traducir y recrear, eludieron todo riesgo, jugaron al seguro con las linduras de almanaque; le echaron mano al ídolo de moda, la pusieron a sonreír hasta la saciedad, y la rodearon por un elenco de consagrados (Brenda Blethyn, Donald Sutherland, Judi Dench) a quienes se les regala la escenita de lucimiento, en planos medios o generales, porque la insistencia del gran close up se dedica a Keira, el objeto suntuario para consagrar a toda costa. Fotogenia y hasta talento no le faltan, pero es de lamentar que el rol le quedara inmenso.
No solo Elizabeth fue simplificada. También estereotiparon sin comedimiento al resto de los personajes: Darcy, Mister Bingley, la madre y la hermana de la heroína... Pero qué se puede esperar de un filme cuyo presupuesto «conceptual» aflora sin tapujos desde el principio: «A veces la última persona en el mundo con la que quieres estar es la persona sin la cual no puedes vivir», mucho más digno de Corín Tellado que de Jane Austen. Y conste que hay un abismo de emociones y matices entre las dos escritoras (puede comprobarlo el lector a través de la reciente edición en Cuba de la novela) entre dos mundos culturales que los creadores de este filme quisieron igualar a expensas de cultivar el regusto del público mayoritario en sentimentalismos, linduras y ñoñerías de época.
En fin, que el Orgullo y prejuicio de Keira Knightley puede gustarle a cualquiera, como el batido de fresa. Es de las cursilerías que no dejan secuelas. Lo penoso es el modo en que casi todo el mundo la trata al modo de las grandes películas. ¿Será el mejor ejemplo de buen cine de época al que podemos aspirar en estos tiempos? ¿Predominará de manera absolutista el aplauso a la frivolidad impresionista y simplona?