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Hombre de respeto y honor

Por muy complejos que fueran sus días en el campo de batalla, Agramonte asombró por su proceder ético. Su intachable comportamiento con los prisioneros de guerra devino lección de vida para oficiales y soldados de ambos ejércitos

Autor:

Yahily Hernández Porto

Camagüey.— Para sellar este atrevido viaje histórico que durante meses hemos desarrollado en homenaje al Mayor, desde la edición digital y ahora en la impresa de JR, hemos decidido retomar relatos contados por dos mujeres únicas en la vida de Ignacio Agramonte y Loynaz: su adorada esposa, Francisca Margarita Amalia Simoni Argilagos, y su amiga Aurelia Castillo de González, excelsa escritora y periodista cubana.

Compartimos entonces dos episodios unidos a este «heroico hijo», apelativo impuesto a Agramonte por el presidente de la República de Cuba en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, el 8 de julio de 1873, los cuales fueron narrados en Ignacio Agramonte en la vida privada por ambas mujeres.

Cuenta Castillo de González que su amigo y secretario personal del Mayor, el coronel Ramón Roa, le refirió que en La Soledad de Pacheco, el 2 de marzo de 1873, Agramonte, preocupado y un tanto disgustado, había mandado a buscar desde Yaguajay al comandante Martín Castillo, quien era allí jefe de una guerrilla, no por incurrir en faltas durante su servicio como militar, «sino por cierto lío amoroso, con circunstancias algo agravantes».

El comandante Castillo, quien respetaba a su jefe y conocía del proceder respetuoso de Agramonte en estos temas, y quien no dudó en crear escuelas en campamentos del ejército mambí, se encontraba desconcertado. Castillo estaba desolado, esperando con el alba la severa… Pero antes que esta, llegó el enemigo, y él marchó con los demás a su encuentro, peleó bravísimamente y, cuando, pasada la función, le llamó Agramonte a su presencia y le ordenó que volviese a su puesto en Yaguajay, sonriendo le tendió la mano; entonces el hombre no cabía en su gozo, aunque fue requerido.

El campo de batalla imponía serios riesgos a las familias mambisas, que en el Camagüey fue un hecho multiplicado, porque las mujeres, junto a sus hijos, siguieron a sus esposos a la manigua redentora. Muchas parentelas sufrieron vejaciones, así como limitaciones financieras, y de medicamentos, alimentos, avituallamientos y todo tipo de provisiones.

Todo ello conllevó que fuera muy difícil escapar de la persecución española, porque bien sabía el Gobierno colonial que si eliminaba a las mujeres de esta ecuación bélica la pujanza silenciosa de las féminas daba un golpe demoledor a los rebeldes cubanos, porque ellas no solo eran las que a pesar del peligro suministraban todo tipo de enseres y financiamiento a los campamentos del Ejército Libertador para sostenerlos, sino que su presencia tenía un impacto bien alto en lo subjetivo para los insurrectos.

Ese era el escenario escogido por muchas camagüeyanas, al que, sin dudarlo, se incorporó Amalia Simoni, junto a su familia.

Justamente, narra Simoni a su amiga Aurelia, en misiva de su propio puño y letra, que aquel 26 de mayo de 1870 la familia se despertó alegre por los preparativos del primer año del primogénito de Agramonte, al que llamaban el Mambisito, cuando recibieron por segunda vez el aviso de que la tropa española venía hacia El Idilio.

«Ignacio, que tenía en sus brazos al niño y se reía oyéndole pronunciar tan malamente las pocas palabras que sabía, se puso serio, y abrazando a su hijo y a mí, dijo con voz grave: “Esto parece una traición. No te aflijas; la esposa de un soldado debe ser valiente…”, y besándonos por última vez dijo: “Volveré pronto…”», no sin antes indicarle al padre de la familia, Simoni, que se adentrara en el monte, pero no hubo tiempo para nada.

Simoni fue el único hombre que quedó en El Idilio, quien al ver la desesperación y las súplicas de sus hijas y su esposa para que se escondiera, por el destino fatal que le esperaba al médico mambí si se quedaba, obedeció a los ruegos: «Pues bien —dijo al fin aquel pobre padre angustiado y casi loco— voy a ocultarme detrás de aquella ceiba. Si las llevan a ustedes sin hacerles daño, sin injuriarlas, yo no me presento; pero si les tocan un cabello, si les dicen una mala palabra, enseguida vengo a morir con ustedes», y marchó.           

Pero lo que muy pocos imaginaron fue lo que ocurrió en el rancho de los Simoni cuando el pelotón de españoles supo quién era Amalia: «”¿Y quiénes son estas jóvenes?”, preguntaron entonces. La madre, temblando de terror, contestó: “Esta es la esposa de Eduardo Agramonte y esta la de Ignacio Agramonte”, con lo que Amalia acabó de perder el conocimiento».

Al saberse quién era Amalia y escucharse en el recinto el nombre de Ignacio Agramonte —que había participado y liderado unos cien combates—, el capitán Arenas, al frente de la tropa española sedienta de sangre, dejó caer su sombrero al suelo en homenaje de respeto y exclamó a viva voz, dirigiéndose a Amalia: «Señora, tranquilícese usted y no tema nada. Su marido me detuvo prisionero tres meses y me salvó la vida. Desde este momento está usted bajo mi salvaguardia, y es una gran dicha para mí poder manifestarle de este modo mi eterno agradecimiento. Pero ustedes tienen que venir con nosotros. Tenemos órdenes severas de recoger a las familias. No tema nada». Y dirigiéndose a sus hombres ordenó: «¡Cuidado con faltar en lo más mínimo a estas señoras!».

Este gesto de honor y de agradecimiento del militar español  se mantuvo durante el difícil trayecto de las señoras hasta la ciudad principeña. Incluso posteriormente ocurrió otro evento que, de no llegar a ser por la cautela y recomendación de este capitán, otro sería el final.

La columna española había recogido a muchas familias en aquellos lares. Varios días de angustias y tristeza duró el trayecto entre La Angostura y la ciudad principeña. El viaje fue más que terrible, porque las carretas aladas por bueyes, las cuales trasladaban cerca de un centenar de personas, aplastaban los huesos de los muertos y el suelo teñido de sangre aseguraba lo fiero que habían sido los enfrentamientos.

En medio de aquel escenario escalofriante llegaron a la finca San Juan de Dios, en la que Amalia conoció a un joven que había sido amigo suyo, pero que para ese entonces engrosaba las filas españolas. A pesar del disgusto que aquello le causó y del cual no pudo disimular su rechazo, este le hizo saber lo siguiente: «Lo que deseo es que usted sepa que está bajo la custodia de dos caballeros: el comandante Gutiérrez y yo. El capitán Arenas la ha dejado a usted muy recomendada».

Así fue como el Mayor, sin sospecharlo, salvó la vida de su esposa y la de otras señoras, aun sin estar presente. Su eticidad asumida durante la lucha, hasta con los prisioneros de guerra, permitió que el capitán Arenas tuviera aquel gesto de piedad e hidalguía en aquel contexto henchido de odio hacia los libertadores y sus familiares.

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