Carolina, el alma de la resiliencia en en centro de aislamiento del Instec. Autor: Mileyda Menéndez Dávila Publicado: 19/03/2021 | 06:48 pm
Aún no son las siete de la mañana y ya estoy sentada en mi puesto de vigía. Ayer caí rendida muy temprano y me perdí la entrada del nuevo grupo de 10 pacientes de Centro Habana, que llegaron pasada la medianoche. Estuvimos todo el día esperándolos, así que fue una jornada lenta, buena para pensar y adelantar en proyectos personales.
Ya le hemos cogido la vuelta a las tareas, y cuando no hay entrada o salida de huéspedes el tiempo parece no fluir. Han pasado más de 400 horas desde que llegué a este sitio, y cuando creo que ya nada puede sorprendernos, una nueva variable se incorpora a la ecuación, que tiene tanto de las ciencias exactas como de las sociales… si es que alguna puede darse el lujo de existir al margen de la segunda categoría.
La mayor novedad (feliz y triste a la vez, porque así somos los humanos) fue la partida de Carolina, su abuela Ramona y otros tres sanmiguelinos que debieron esperar cinco días extra para repetirles el PCR porque parte de su familia había dado positivo la primera vez.
La pequeña leguleya será una pieza clave en la historia de este centro de aislamiento. Un ícono de criolla esperanza. Ayer me decía que la comida de acá le gustaba mucho, así que podía llevársela a su casa «en La Habana, pur esa calle pa’llá». Como en La vida es bella, asumió todo como un juego y tal vez crezca sin entender el horror que picó tan cerquita.
Será útil incorporar el mito de su resiliencia en cada entrega entre tripulaciones, mientras dure esta nueva misión del Instec. Será bueno entender que cada criatura atrapada en el cerco de la COVID-19 puede ser una Carolina victoriosa. O no, y ese es un riesgo por el que ningún adulto debería apostar.
También habrá que recordar a Ramona, el horcón de esa familia, la que no puede derrumbarse, aunque esté atravesando uno de los peores momentos de su vida: la otra nieta dio positivo y su hija está con ella en el hospital, el hijo está aislado en su unidad del Servicio Militar y el marido, de 59 años, está reportado como crítico hace dos semanas.
Pero Ramona es más que abuela, madre, esposa. Es la mujer preocupada por la situación que encontrará a la vuelta en su comunidad, y es la maestra de Geografía de una escuela en el Cotorro, que en medio del alivio por volver a casa y la angustia por los que enfrentan lo peor, pregunta por el hago constar para explicar en su trabajo por qué no asistió en estas jornadas ni entregó sus tareas pedagógicas.
No deberíamos esperar el fin de esta pandemia —que llegará—, para reconocer a las madres que asumieron las teleclases, el teletrabajo y el entretenimiento de la prole recogida en casa sin descuidar ese ignorado (y a veces menospreciado) rol de higienizar el sitio en el que más tiempo convive la familia, asumido a veces sin ayuda por equívoca tradición.
Habrá que destacar a las madres (y padres, porque acá tuvimos uno) que se recluyeron en un centro de aislamiento u hospital sin PCR positivo ni contactos, para acompañar a sus menores en tan difícil situación.
También a las mujeres que intentan poner de lado sus problemas personales para dar todo de sí en esta campaña de salud, y no reciben en sus casas la comprensión necesaria porque alguien (un esposo, un hijo, un vecino, unos suegros) creen que su lugar es frente al fogón y no tomando decisiones en un centro de aislamiento, una mesa coordinadora o un Consejo popular en cuarentena.
La consagración tiene rostro de mujer en muchísimos casos. Foto: Mileyda Menéndez Dávila
Incluso hay que quitarse el sombrero ante las que están en casa preocupadas por sus jóvenes vástagos durante estos días de voluntariado, y eligen confiar en que se están cuidando y todo va a estar bien, a pesar de su inmadurez (¿propia de la edad?), en lugar de reaccionar con el comprensible egoísmo de Espirta, la madre del héroe Abdala en el poema de Martí.
Las epidemias burlan fronteras, trastocan la geografía cotidiana de nuestros pasos, mudan hábitos, rehacen idiomas, cambian el rostro de los días, integran ciencias, transforman las estadísticas, desestabilizan países… pero pasan. En un año o una década terminan siendo historia.
Sin embargo, hay situaciones cotidianas que necesitan hacerse visiblemente incómodas para que la sociedad entienda que no son «leyes» aparentemente inmutables, sino contagio peligroso que atenta contra la dignidad, un bien tan supremo como la salud. Como creer que servir al prójimo te hace inferior, o que las mujeres son las únicas responsables de mantener una isla a flote, en la calma o en la tormenta. Y sin protestar.
Reto del día: ¿De cuántas maneras se conjuga el verbo respetar?
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