Ni siquiera imaginaba que un mal día de 1892, en Tampa, dos ciudadanos de origen cubano estuvieron a punto de envenenar a José Martí. No murió entonces porque ingirió un solo trago de la toxina (ligada con vino de Mariani) y porque el médico Miguel Barbarrosa lo exhortó a vomitar para luego practicarle un lavado de estómago.
Más lejos estaba de sospechar que a los dos días del fallido atentado, el Apóstol volvió a ver a aquellos dos sujetos, quienes se habían convertido en sus ayudantes circunstanciales por insistencia de ellos. Martí, en lugar de lanzarles flechas de rencor, les habló durante unas dos horas. Los hombres —contado está— salieron llorando de ese encuentro.
Lo verdaderamente impresionante es que uno de ellos, nombrado Valentín Castro Córdova, casi tres años después del envenenamiento, desembarcó por nuestras costas deseoso de dar su sangre por la independencia. Llegó al grado de comandante del Ejército Libertador y no resulta difícil adivinar la carga de tristeza que sintió cuando supo de la muerte del Maestro en los campos de Dos Ríos.
Cuando leí esos pasajes, salidos de la pluma del colega Luis Hernández Serrano, tomados de Jorge Mañach, volví a decir al igual que millones de cubanos: «¡Qué inmenso era Martí!». Y me repetí que necesitamos seguir buscando sus historias profundas y hermosas, esas capaces de traer rocío a los ojos y palpitaciones al interior; sus historias humanas, incompatibles con las de deidades que no podemos alcanzar.
Me he imaginado muchas veces esa charla del genio con los dos individuos, sorprendidos con la postura de su interlocutor. Cuánto debe haberlos taladrado con la mirada sincera, la voz sin aspavientos, la condena firme pero sin odio de aquel acto vil, la mención de los modelos patrióticos de Cuba y las referencias modestas de su vida.
Desde que conocí la anécdota, he repensado que en esta se encierran algunos de los retos de la nación en tiempos espinosos: no dejarnos intoxicar el alma por las acciones o palabras, saber «convertir» a los vacilantes, lograr convencer mediante el tan mencionado ejemplo personal.
Tal vez aquellos envenenadores se detuvieron en cada detalle del aspecto de Martí, quien habiendo recaudado tantos fondos para la Guerra Necesaria, andaba con la ropa sencillísima y los zapatos humildes, también con los surcos de su mano extendidos para el perdón y la amistad, para sembrar el bien a cada instante.
Probablemente los potenciales asesinos no supieron sobre los dilemas personales que enfrentaba el Apóstol, reprochado por la esposa dejada con el hijo pequeño, rota el alma por la quebradura no formal con Carmen, incomprendido por la madre que se dolía «en la cólera de su amor» de tantos sacrificios en la distancia.
Si una deuda tenemos con ese ser humano, que jamás se dejó envenenar por resentimientos o desencuentros, es hacerlo trepidar en nuestros cuerpos y cerebros, más allá del enero de su nacimiento o el mayo de su partida. Comprenderle siempre sus eclipses o yerros, pero sobre todo encontrar sus brillos, esos que permanecen en tantas historias aparentemente escondidas y nos ayudan a espolear muchísimo la Patria.