Un ajiaco de alegrías, recuentos y de gracias por poder volver a vivirlo, más allá de cualquier encontronazo, se siente en ese día que logra su máximo apogeo con abrazos, besos y un brindis por el que se fue y el que viene.
Los años que nos van llevando poco a poco, pero inexorablemente, al nunca jamás, suelen transcurrir con acontecimientos dramáticos, euforias, sorpresas y hasta descubrimientos científicos… que envuelven a las sociedades y a su médula por excelencia, la familia.
Muchos de esos años han estado marcados por hechos históricos excepcionales en el largo camino de cimiento de nuestra nación, forjados a golpe de audacia, que se remonta a los sucesos posteriores al descubrimiento y a golpe de machete mambí contra los colonizadores.
Años sublimes el del alzamiento de la Demajagua, cuando Carlos Manuel de Céspedes comenzó la Guerra de los Diez Años contra España, el 10 de octubre de 1868; el reinicio de la Guerra de Independencia, el 24 de febrero de 1895, con el liderazgo de José Martí, cuya victoria fue arrebatada por la intervención de Estados Unidos, y la fundación de una República neocolonial en 1902, bajo el lastre ignominioso de la Enmienda Platt impuesta por el águila imperial que comenzaba a desplegar sus garras.
El sueño mambí de una independencia plena estuvo en un retardo durante 57 años hasta que, desde el corazón del monte llegó el triunfo de la Revolución, el 1ro. de enero de 1959, con el trinar definitivo de esa libertad sin grilletes por la que lucharon Céspedes y Martí junto a una estela de patriotas que son nuestro orgullo.
Por eso para los cubanos esa fecha cuenta con un significado especialísimo, porque resume acontecimientos raigales iniciados en la manigua redentora que ningún agradecido puede olvidar, y menos en el regocijo por el fin de año en el que se suele recordar, con especial énfasis, las gratas individuales y las que nos han engrandecido como país.
Ese ajiaco de alegrías, recuentos y de gracias por poder volver a vivirlo, brota diáfano el 31 de diciembre, antesala del advenimiento del Triunfo de la Revolución que cambió para siempre nuestra historia y avivó en este hemisferio el clamor de libertad y justicia de los explotados.
En el transcurso de la noche del 31 al 1ro. de enero de 1959, mientras el dictador Fulgencio Batista estaba listo para huir, ante la irremediable derrota, la victoria rebelde estaba, prácticamente, consumada.
Apoteósico fue aquel día del verde olivo redentor. Ante los intentos de golpe de Estado en La Habana, Fidel recordó, a las puertas de Santiago de Cuba, que la historia del 95 no se repetirá, esta vez los mambises entrarán en Santiago de Cuba.
Bastó esa breve expresión, dicha con ímpetu telúrico, aquel 1ro. de enero, para advertir que no permitiría jugarretas de última hora amañadas por la embajada de Estados Unidos, como estaba ocurriendo.
Luego fue apoteósica la entrada de los rebeldes en Santiago de Cuba, mientras todo el Archipélago paseaba y disfrutaba el triunfo. Eran días de héroes ataviados con el verde olivo, de barbas y pelos crecidos que se desbordaron para plantar la libertad en medio de escenas estremecedoras e impactantes.
Los que tuvieron la dicha de vivir aquellos días jamás los olvidan, menos todavía cuando nos sorprendió en la adolescencia aquel frenesí desencadenado, sin excepción, en todas partes para festejar el triunfo revolucionario.
Cómo olvidar aquella imagen del alegrón del rencuentro de los guerrilleros con sus familiares luego de meses o años sin verlos, sin saber nada sobre ellos. Solo que estaban alzados. O el momento, sí, triste, de recordar al corajudo caído, pero con el aliciente de que su ideal había triunfado.
Diciembre y enero sobresalen por sus bríos patrióticos y vuelven ahora de un extremo a otro del país, para rendir tributo a los protagonistas de aquella gesta y recordar el primer encuentro multitudinario de Fidel con su pueblo, que le mostró con aquellos apoteósicos recibimientos, dondequiera que llegó, su gratitud y admiración. La misma que sienten en este instante por él.