Ángel luchó con su «ppechá» encasquillada bajo el fuego creciente del enemigo. Autor: Javier Mola/Periódico Ahora Publicado: 25/03/2019 | 02:01 pm
La noche del domingo 24 de marzo de 1984 había sido perfecta para los colaboradores cubanos en Sumbe, capital de la provincia angolana de Kwanza Sur: música, bebidas, baile, los chistes de los amigos, los secretos de los enamorados… Pero la madrugada escondía una desagradable sorpresa.
—¡Están atacando, están atacando! —grita el muchacho empujando la puerta del dormitorio, con el rostro descompuesto.
—¿William, tú tomaste ron, qué te pasa, chico? –responde Ángel a punto de volver a dormirse.
Ángel había despertado en medio de la madrugada para cumplir con el tratamiento contra la hostilidad de la Ameba, de cuyos efectos se recuperaba. Y William, como el mejor de los hermanos, le había buscado el vaso de leche para acompañar la pastilla. Habían escuchado el estruendo y observado el humo, pero lo habían confundido con la descarga de un camión de arena para la construcción.
En otra habitación, Emma da vueltas en la cama tratando de borrar la pesadilla que pinta la madrugada de relámpagos.
—¡Emmita, levántate que nos están atacando! –le sacude su compañera de cuarto, mientras ven, por la puerta abierta del balcón, el fuego de los fusiles cada vez más cerca.
Ninguno entiende muy bien lo que ocurre, pero cumplen la orden de bajar al sótano, los hombres con fusiles y granadas; las mujeres, desarmadas: no hay suficientes pertrechos para todos. En la calle, la noche llovía balas.
La batalla
«En medio de la metralla, nos desplazamos hasta el predio de los constructores, pero ya nos estaban rodeando. Por eso tuvimos que tirarnos al piso» —recuerda Emma Rodríguez Pupo, una de las maestras holguineras que marcharon a Angola para ayudar a ese pueblo hermano—. «Yo caí en un fanguero y, mientras me limpiaba la cara, mis compañeras siguieron avanzando. Después me metí en medio de un tiroteo, del cual creí que no saldría», agrega.
«Nosotros cogimos a pie por toda la calle de enfrente. Avanzábamos y nos metíamos en los portales para esquivar un poco aquel aguacero de balas. Corríamos, nos agachábamos… hasta que llegamos a la Policía» —cuenta Ángel Hechavarría Serrano, maestro de Matemáticas que enseñaba a los angolanos los secretos de esa ciencia—. «Allí se combatía, pero nos mandaron hacia la sede de la UNECA y de allá, para detrás de la iglesia. La orden era hacer trincheras, mas la loma rocosa donde nos encontrábamos no nos lo permitía. Las balas no daban tregua».
Mientras Ángel luchaba con su «ppechá» encasquillada bajo el fuego creciente del enemigo, Emma, la mitad del cuerpo metida en el mar, intentaba hacer un banco de arena para defenderse de los proyectiles que zumbaban en el agua.
«El fuego cesó un poco y nos dieron la orden de cruzar el río. Aquello fue terrible: unos se daban la mano, otros se hundían, pero avanzábamos» —recuerda la maestra. «Yo, que no sabía nadar, me di cuenta de que una de mis compañeras se ahogaba. Entonces retrocedí, la saqué y seguimos. Cuando llegábamos a la otra orilla, nos percatamos de que nos tenían cercados y entonces empezó otra vez la balacera. Nos tuvimos que tirar y empezar la travesía de regreso. Del otro lado, también nos estaban esperando y ahí resistimos durante horas sin armas».
«Que el mar nos trague, antes que caer en sus manos», pensaba Emma, aferrada al recuerdo de su pequeño Carlos Yosvani, de tres años. Detrás de la iglesia, dan la orden de retirada y Ángel se tira por un barranco hacia el mar. «El repliegue hasta la línea costera no fue nada fácil», cuenta él.
Después del fuego
A miles de kilómetros de su Patria, los cubanos resistieron, al lado de los valerosos angolanos, las terribles horas de combate contra una fuerza militar que intentaba capturar a los colaboradores extranjeros que se encontraban prestando ayuda en Sumbe. Ni la superioridad numérica del enemigo ni su sofisticado armamento debilitaron la decisión de salvaguardar aquel pedazo de tierra donde se cultivaba la salud y la enseñanza, como presagio de un futuro mejor.
«Su factor sorpresa fue eficaz, pero ellos no contaron con que cada uno de los civiles defenderíamos Sumbe como lo hicimos, como si fuera parte de la tierra cubana, porque así la sentíamos», asegura el maestro holguinero.
Después de cerca de diez horas de combate, nada fue fácil. Con el apoyo de la aviación, el enemigo se había replegado, pero faltaba lo más difícil: mirarse unos a otros e identificar cuáles de todos aquellos hermanos de misión les faltaba.
«A uno de los primeros que reconocimos fue a Héctor Pineda, nuestro director de Educación. Cómo decirle a su esposa que él había muerto. Y ella corrió a preguntarnos: “¿Y Pineda, dónde está Pineda?”. Yo no sé cómo se lo dijeron, porque no sentía mi corazón de tanto dolor y me aparté un poco”, dice Ángel y calla por unos segundos.
Emma, haciendo un esfuerzo monumental para volver a aquel momento terrible, nos cuenta:
«Aquel fue uno de los instantes más duros del día. Los nervios me dieron por pedir un cigarro y allí, sentada en una esquinita de la sede de la misión, respiré aquel humo entre lágrimas».
La misión
Sentados, cada uno en la sala de sus casas, no pueden eludir que una bala de tristeza les ensombrezca los rostros. Pero el sentimiento dura apenas un instante, porque Sumbe fue más que una batalla militar: fue la lucha de muchos jóvenes cubanos por conocer la grandeza de ayudar a levantarse de las ruinas humanas a un pueblo ávido por ser completamente libre.
«Tenían mucho interés por aprender y vivían haciéndonos preguntas. Lo que más nos llamaba la atención era que un ser humano trabajara más de ocho horas al día y después asistiera a la escuela como si nada, feliz de tener un maestro», dice Ángel.
A Emma los ojos se le humedecen cuando recuerda:
«Nunca pude imaginar la situación que iba a encontrar allí, fundamentalmente la de los niños, descalzos, hambrientos, semidesnudos. Muchas veces, me sentaba a la mesa y se me hacía un nudo en la garganta, porque pensaba en ellos y parecía que me decían: “Ema teño fomen”, su manera de expresar que tenían hambre. A veces estaban conversando y caían desmayados al suelo».
Ángel y Emma jamás se habían visto antes de Sumbe. Apenas tenían 22 años cuando ella dejó a su pequeño hijo en Cuba, a cargo de la abuela, y él a su mujer, recién desposada, para irse a trabajar donde el deber les señalaba. Nada más lejos de una aventura.
De Angola no solo aprendieron el portugués, ni las costumbres alimentarias de una población pobre, pero sensible; allí entendieron que la verdadera hermandad entre hombres y mujeres no se cultiva a través de la sangre, nace en el gesto de enseñar la luz a quien necesita distinguirla bien, para que aprenda a luchar por un amanecer mejor. Portaban la savia de una ideología que pone, por encima de cualquier comodidad individual, el bienestar de los seres humanos. Eran cubanos hermanos de Angola.
Mientras habla, Emma hace un esfuerzo monumental para volver a aquel momento terrible. Fotos: Javier Mola