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El día que las llamas llegaron al cielo

De solo imaginar lo que sucedió aquella jornada del 12 de enero, hace 150 años, los ojos se agrandan, pero lo acontecido traspasa el impulso de una fecha

Autor:

Osviel Castro Medel

BAYAMO, Granma.— Las mujeres cargaron a sus niños con lágrimas largas en el rostro por la despedida forzosa; los ancianos olvidaron la gravedad de sus años o dolores y salieron prestos de sus casas; Perucho Figueredo prendió candela a su piano y a sus lujos… las pertenencias de Francisco Vicente Aguilera, el millonario que tantas pruebas de desprendimiento había dado por la Revolución naciente, se convirtieron en cenizas.

¡Qué escenas aquellas en el Bayamo insurrecto! De solo imaginar lo sucedido a partir de la madrugada del 12 de enero de 1869 los ojos se agrandan y la admiración crece. ¿Cuántos sentimientos habrán chocado en los habitantes de esta ciudad cuando se marcharon con muy poco a cuestas, a vivir bajo los árboles, sin otra luz que la independencia?

«La sociedad aquella, hecha a las comodidades del lujo, a las tranquilidades del hogar y a las delicias de la abundancia, consciente del nuevo destino que afrontaba, pero resuelta y serena, trocaba todo por los días sin pan, el peregrinaje a través de los bosques y las noches pasadas a la intemperie, con tal de demostrarle al conquistador intransigente que era más grande, noble y divino el ideal de patria y libertad que fulguraba en sus corazones», escribió conmovido el historiador bayamés José Maceo Verdecia (1891-1939).

Que las cenizas hablen

Aunque parezca una simpleza muchos «forasteros» se encogen de hombros cuando se les pregunta por qué los patriotas quemaron un sitio tan significativo.

A veces, en el recuento histórico, se pasa por alto que Bayamo, primera ciudad tomada por el Ejército Libertador, vivió 83 días —desde el 20 de octubre de 1868 hasta el 11 de enero de 1869— en poder de los insurrectos y por tanto se convirtió en la capital de la Revolución, en una ciudad-nación, con leyes y rutinas diferentes a los demás poblados de Cuba.

De modo que, derrotadas —por diversos factores— las tropas cubanas que pretendían contener el avance de los españoles capitaneados por Blas de Villate, conde de Valmaseda, los líderes bayameses se congregaron en el Ayuntamiento para decidir qué hacer con el lugar donde habían cobrado alas algunos de los más caros sueños de emancipación.

Varios historiadores relatan que, a altas horas de la noche, después de más de una hora de discusión, el joven Joaquín Acosta, gobernador de la ciudad, expresó en la reunión, presidida por Pedro Figueredo Cisneros (Perucho): «Bayameses, ante la desgracia que palpamos y los horrores que se avecinan, solo hay una resolución: ¡Prendámosle fuego al pueblo! ¡Que las cenizas de nuestros hogares le digan al mundo de la firmeza de nuestra resolución de libertarnos de la tiranía de España! ¡Que arda la ciudad antes de someterla de nuevo al yugo del tirano!».

La propuesta ganó aceptación entre los presentes, después se consultaría a Carlos Manuel de Céspedes, quien estaba fuera de la ciudad, al igual que Francisco Vicente Aguilera. Estremecido, el hombre de La Demajagua respondió: «Consulten al pueblo todo que reunirán allá, y si este, con abnegación sublime, lo aprueba, ejecútese esa obra gloriosa, que ha de dar impulso a la revolución y convencimiento a España de que estamos dispuestos a toda prueba por el triunfo de nuestro ideal».

Algunos no estuvieron de acuerdo, pero la resolución de la mayoría, de hombres y mujeres, como sentencia el prestigioso académico Eduardo Torres Cuevas, fue participar en aquella pira que a la postre devendría símbolo.

Hasta las nubes

Ahora, 150 años después, parece difícil calcular las dimensiones de aquel fuego. Lo cierto es que se redujeron a cenizas casi todos los templos (por entonces 14). Quedó devorada casi toda la papelería y más del 80 por ciento de las moradas.

Al respecto, la investigadora Idelmis Mari, de la Casa de la Nacionalidad Cubana, sostiene que en 23 calles de Bayamo la combustión arrasó con todos los inmuebles. «Hay un padrón de 1870, un año después del incendio, que localizamos en el Archivo Nacional de Cuba y que nos da la idea exacta de cuánto quedó después del suceso del 12 de enero: reporta solo 160 viviendas en buen estado, el resto de los 1 200 inmuebles existentes fue presa de las llamas y se convirtió en ruinas».

La magnitud de las llamaradas fue tal que el Conde de Valmaseda solo entró tres días después a Bayamo. «Seguimos caminando lentamente, las casas incendiadas; las paredes hundidas y la madera aún humeantes poco menos que nos asfixiaban, caminamos por las brasas sin que se crea hipérbole; algunas veces, les aseguro a ustedes, era menester apartar las vigas y horcones encendidos para poder facilitarnos paso en las calles», escribiría asombrado un uniformado colonialista para relatar la llegada de las tropas el 15 de enero.

Otro detalle sirve para entender las proporciones de la flama: en 1940 todavía existían huellas palpables de la quema; «ruinas y marcas de fuego por varios puntos; fue a partir de esa década cuando la ciudad empezó a crecer verdaderamente», como expuso en entrevista con JR el prestigioso historiador José Carbonell Alard, ya fallecido.

Candelaria Figueredo, «Canducha», retoño adorado de Perucho, narraría en sus memorias que días después del acontecimiento, observó junto a sus hermanas que «el cielo estaba rojo». «Al verlo mamá dijo: “Parece un gran incendio”, y papá, suspirando, contestó: “En efecto, es un gran incendio; es nuestro querido Bayamo”. Todas empezamos a llorar, pero todas convinimos en que era preferible verla pasto de las llamas que en posesión de nuestros enemigos; pero lo horrible del caso fue que al fin Valmaseda se apoderó de sus ruinas. Desde entonces empezamos a sufrir mil vicisitudes».

Sin dudas, la peor consecuencia de la quema radicó en esas penurias, las que, incluso, condujeron a familias enteras a la muerte. «No se sabe cuántos bayameses perdieron la vida en la manigua, en los potreros o montañas», diría Carbonell Alard. Unos fallecieron por las enfermedades, muchos por la saña de los españoles, cuya expresión más feroz fue la Creciente de Valmaseda, campaña de exterminio que duró más de 20 meses.

La socióloga bayamesa Diurkis Madrigal León ha insistido en la necesidad de seguir estudiando qué pasó con las familias que se separaron en los campos, con las que retornaron a las ruinas de la ciudad y con las que emigraron a otras zonas del país o al exterior.

Algunas, al verse obligadas a regresar, debieron instalarse en espacios reducidos. Luz Vázquez, por ejemplo, la mujer que inspiró La Bayamesa, tuvo que vivir en la cochera de su casa, única pieza que quedó en pie tras el incendio. Allí falleció su hija, Adriana del Castillo, la joven que no quiso dejarse atender por el médico español y murió cantando el himno compuesto por Perucho.

Epílogo

No debemos sentir nostalgia, como sentencia el historiador bayamés Aldo Daniel Naranjo, por el humo inmenso que destruyó una ciudad. Deberíamos entender hoy que la quema del 12 de enero alumbró un sol para la nación y el mundo.

Tendremos que comprender que la determinación ardiente de los bayameses, capaces de sobrepasar ese gentilicio, fue inmensamente superior a la flama colosal de una jornada. Por ellos y el fuego de patriotismo que iniciaron habrá que levantar en todo tiempo otras antorchas.

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