Richard Herrera León. Autor: Lorenzo Crespo Silveira Publicado: 21/09/2017 | 06:53 pm
CAIMANERA, Guantánamo.— La primera vez sintió vergüenza. Vomitar casi inconteniblemente sobre el agua y llamar la atención de los demás, le causó un sobrecogimiento tremendo.
Entonces Richard Herrera León era apenas un adolescente y toda su vida como practicante del deporte de la vela había transcurrido en Caimanera, su pueblo natal. Pero la preparación alcanzada por el muchacho lo llevó en aquel momento al selecto grupo de las figuras prometedoras en ese deporte. Y a Caibarién, en Villa Clara, fue a entrenar para su primer torneo nacional.
Precisamente en la Villa Blanca de Cuba, él experimentó náuseas por primera vez tras las sesiones iniciales de entrenamiento. Aunque no se desanimó, le atormentaba ese sentimiento de sentirse diferente, de agotarse sobremanera mientras para los de otras zonas del país la preparación transcurría normalmente.
«¿Y a este muchacho de Caimanera, qué le pasa?», se preguntaban entrenadores y atletas. Y esa misma interrogante saltaba cada vez que los del equipo de vela de este marino poblado navegaban fuera de las quietas aguas de su bahía, a pesar de las excelentes referencias de sus desempeños y el rigor de los entrenamientos en la Academia enclavada en la bahía de Caimanera.
Esta ensenada, sin embargo, hace más de un siglo tiene clavado un límite que cala profundo en la vida de quienes saben que el agua y la tierra que está después de esa frontera, también les pertenecen.
A Richard esa realidad no le impidió dedicarse por varios años al deporte que le apasionó desde niño y que le inculcó su padre, un experimentado entrenador de la Academia Náutica de su terruño. Pero de que le ha dejado una huella, no guarda dudas.
Ahora tiene 26 años de edad, es licenciado en Cultura Física, y se desempeña como funcionario integral de la Unión de Jóvenes Comunistas en el costero municipio guantanamero, y recuerda con dolor una etapa de su vida que pudo ser más feliz o menos traumática.
«Desde muy niño practicaba la vela aquí, solo iba a prepararme fuera de Caimanera para las competencias nacionales; y cada vez que entrenaba en otra parte, ahí mismo me comenzaban el mareo, los vómitos, me agotaba mucho más que el resto de los muchachos, y eso me hacía sentir muy mal, lo sufría mucho», recuerda el joven, con quien converso justo al pie del viejo espigón de la bahía caimanerense, un punto que nos sitúa visualmente frente a la realidad que tanto le duele.
«A todos los de aquí nos pasaba y sucede todavía, porque sigue ahí, clavada, la base naval yanqui. Los deportes náuticos tienen un área de marcación para los entrenamientos mucho más amplia que la que tenemos en este lugar. Cuando en el trocito que nos dejó la mordida yanqui, sales a entrenar y comienzas a controlar la dinámica de la embarcación propulsada por la brisa, que aquí es muy favorable para esta disciplina, ya estás encima de la zona prohibida.
«En Caibarién y en cualquier otro lugar de entrenamiento los recorridos son a todo lo largo de la bahía. Pero no es que me crea a mí, o que esto que le cuento sucedió solo en mi tiempo. Mire para allá a aquellos muchachos que practican ahora, apenas salen ya tienen que virar, así no pueden vencer entrenamientos fuertes de resistencia. Es casi un castigo, no pueden sentirse cómodos de ninguna manera», comenta.
Es la presión de una frontera a causa de la cual Richard atesora algunas anécdotas que pueden parecer graciosas, pero para quien las vivió cuando era casi un niño, son más bien traumáticas.
«Cuando salía a competencias, a veces compartía el entrenamiento con muchachos de otras provincias, y me decían: “Compadre, tú eres nervioso, qué tanta preguntadera de si podemos pasarnos de ahí, ¿tú crees que nos vamos a ir del país? ¡Qué va, contigo no entreno más!”. Ellos no lo hacían para molestarme, eran mis compañeros y nos llevábamos muy bien, pero es que yo tenía, y todavía tengo muy adentro, eso de que de ahí para allá no se puede pasar», confiesa.
«Me dolía mucho también, y recordarlo me entristece, cuando alguien, sin saber en verdad la causa por la cual realizaba con mucha rapidez las maniobras con la embarcación, me decía: “Pero, mi’jo, quién te está apurando, dale más despacio al giro, que nos vamos a ir de cabeza para el agua”. Y a veces nos caíamos, y los entrenadores de otras partes podían poner en duda nuestra preparación. Eso me apenaba. Tenía que hacer un esfuerzo grande para adaptarme, y duraba más tiempo mi preparación.
«Pero sucedía que me costaba trabajo adaptarme a otros escenarios, porque aquí en Caimanera el tramo para voltear es muy reducido, y fácilmente pueden chocar o virarse los veleros y, en el peor de los casos, acercarte demasiado a la zona marítima de acceso restringido, que con el tiempo se ha extendido hacia el área no ocupada ilegalmente, como parte de las medidas de seguridad.
«Esta cercanía geográfica, me dice, significó en esa etapa de mi vida, entre los 12 y los 16 años de edad más o menos, mucho sobresalto, además del que sufrí cuando todavía no practicaba el deporte, en aquellos tiempos en que desde el patio de mi casa, en la calle La Güira, cerquita del mar, hasta se podían ver los aviones de guerra que salían de la base y realizaban maniobras militares.
«Todo eso —asegura— pone a cualquiera nervioso, aunque por otra parte te sientas feliz y seguro en Caimanera, donde tienes la escuela, el parque, el consultorio, la familia…
«Por eso, yo digo que lo que han hecho muchos caimanerenses que se iniciaron aquí y desarrollaron parte de su vida en deportes náuticos, como los remeros Ángel Fournier, Yariulvis Cobas y Yoennis Hernández, han sido verdaderas hazañas, porque sufrieron la existencia de esa frontera.
«Cuando estás lejos de quienes comprenden eso mejor, de las personas que saben por qué puedes actuar con nerviosismo, eres más sensible ante cualquier incidente que marque tu diferencia, por el hecho de vivir en Caimanera, con esa espina que lo hiere. Vivir en la frontera que impone la existencia de ese enclave yanqui te marca para siempre».
Es la presión de una frontera a causa de la cual Richard atesora algunas anécdotas que pueden parecer graciosas, pero para quien las vivió cuando era casi un niño, son más bien traumáticas. Foto: Lorenzo Crespo Silveira