El simbólico Yate Granma cumplió su acometido, zarpó con 82 expedicionarios y su equipo desde Tuxpán, México. Expedición organizada y dirigida por el Movimiento 26 de Julio. Autor: LAZ Publicado: 21/09/2017 | 06:44 pm
El 2 de diciembre de 1956, el jefe del escuadrón de la Guardia Rural destacado en Manzanillo comunicaba al Estado Mayor del Ejército, del desembarco de un grupo de hombres armados por un punto de la costa de ese territorio. El yate donde hicieron la travesía había sido detectado por el Ejército y tiroteado primero por un guardacostas y luego por la aviación cuando ya los expedicionarios estaban lejos de la orilla. Pasaban las horas desde la llegada del aviso y la jefatura de las Fuerzas Armadas no parecía dispuesta a enviar tropas a la zona del desembarco, ni el dictador Fulgencio Batista daba señales de vida.
Canasta en miramar
Al fin, a las diez de la noche, el general de brigada Francisco «Silito» Tabernilla Palmero, jefe del Regimiento Mixto de Tanques 10 de Marzo y secretario militar del Presidente, decidió comunicarse por radio con la jefatura del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). Inquirió por Batista y le informaron que se hallaba en la residencia de «Yoyo» García Montes, senador y primer ministro del Gobierno, en la Avenida 7ma. y 66, reparto Miramar. Allí lo encontró, en efecto. Estaba ensimismado en una partida de canasta, juego por el que demostraba una adicción desmesurada, casi enfermiza. Con él estaban el mayor general Francisco Tabernilla Dolz, jefe del Estado Mayor del Ejército, y el almirante Rodríguez Calderón, jefe de la Marina de Guerra, con sus respectivas esposas, y otros jerarcas del régimen.
¿Qué pasa, «Silito»?
El recién llegado se le acercó y en voz baja le informó de los acontecimientos y expresó sus preocupaciones. Batista lo cortó de golpe. Ya hablaremos luego, le dijo. Y refiriéndose a su esposa expresó: «No quiero que Martica se entere porque se pone muy nerviosa».
Terminó la canasta, Batista se puso de pie y «Silito» se le acercó de nuevo.
—No, no, después… Ahora voy a comer.
La cena pareció no tener fin. De nuevo en la sala de estar, Batista solicitó un mapa de Cuba, le dieron el que confeccionó la gasolinera Esso, y pidió que le indicaran el lugar del desembarco. El jefe de la Marina se apresuró a hacerlo.
—Bueno, Pancho, vamos a mandar 40 hombres —ordenó al jefe del Estado Mayor.
—Yo enviaría 2 000 hombres y los desplegaría desde Niquero a Cabo Cruz. Acorralaría a los expedicionarios contra la costa y los obligaría a rendirse o los aniquilaría —se atrevió a decir «Silito».
—«Silito», tú estás loco. El asunto es empujarlos hacia la Sierra Maestra y obligarlos a internarse en las montañas. ¿Tú no sabes que en la Sierra no hay quien viva?
«Silito» no se atrevió a contradecirlo. Con el dictador cualquier discusión estaba perdida de antemano. Expresó en sus memorias: «Batista pretendía saberlo todo y de todo pretendía saber más que nadie. Sabía de economía, de periodismo, de literatura, de cocina, de pesquería, ¡de todo!».
Alegría de pío
Presionado por el viejo Tabernilla, Rodríguez Calderón y otros altos oficiales presentes, Batista accedió a cambiar la orden. Un batallón del Regimiento 7 Máximo Gómez, destacado en la fortaleza de la Cabaña, se enfrentaría, con el apoyo de la Rural, a los expedicionarios llegados en el yate Granma. Mandaría el batallón el comandante Juan González, hasta poco antes miembro de la ayudantía del mayor general Tabernilla.
Pasaron los días. El 5 de diciembre, cuando los expedicionarios avanzaban por la zona de cañaverales de Alegría de Pío, Fidel, dado el estado de agotamiento de la tropa, decide hacer un alto pese a que el lugar no era el más adecuado por tratarse de un bosque pequeño y poco tupido. Allí se desencadenó la tragedia. Una compañía del Ejército, a las órdenes del capitán Moreno Bravo, penetró por sorpresa en el lugar y abrió fuego a ráfagas sobre los combatientes.
Todos los caminos de Alegría de Pío quedaron bloqueados por patrullas del Ejército. Rugían los aviones y explotaban las bombas. Los soldados peinaban los cañaverales y prendían fuego a los sembrados donde sospechaban que se ocultaban los rebeldes. Era una cacería organizada contra los antibatistianos. En días subsiguientes, la aviación lanzó octavillas con un llamado a que se entregaran con la promesa de respetarles la vida.
En resumen, tras el desastre de Alegría de Pío y las escaramuzas posteriores, de los 82 expedicionarios llegados en el Granma, 21 resultaron muertos; excepto tres, todos asesinados por la soldadesca. Otros 21 quedaron prisioneros. De los 40 que lograron sobrevivir y no fueron capturados, 21 se incorporaron a las filas del Ejército Rebelde entre el 18 y el 27 de diciembre de 1956; otros seis lo hicieron en el transcurso de 1957. Los 13 restantes tuvieron diversos destinos. De los 16 hombres que formaban el Estado Mayor de la expedición, llegaron a las montañas solo tres, incluido Fidel. De los tres jefes de pelotones, sobrevivieron dos, y de los nueve jefes de escuadras, solo dos continuaron la lucha.
Con todo, el régimen no quedó satisfecho de la actuación del comandante González. El general Robainas Piedra, inspector general del Ejército, le ordena que regrese a La Habana. González, en presencia de su plana mayor y en posición de atención, pide a Robainas que le permita permanecer en el teatro de operaciones. Robainas no accede. Le dice: «Le he transmitido una orden del Presidente y su obligación es cumplirla». Aun así, González recurre al Estado Mayor. Pide que le autoricen una semana más en la zona, tiempo que estima suficiente para capturar al cabecilla rebelde. Ni modo. Le ordenan que regrese de inmediato y que deje a cargo de la Guardia Rural lo que queda por hacer.
Batista en sus memorias (Respuesta, 1960) dice que González «se limitó a fortificar con sacos de arena su posición». Elogia, en cambio, la actuación del capitán Moreno Bravo. González fue relegado a un puesto oficinesco en el Cuartel General del Ejército. Moreno Bravo, uno de los hombres que dio escolta a Batista en su entrada en Columbia el 10 de marzo de 1952, fue premiado con la subdirección del Presidio Modelo, en Isla de Pinos, donde permaneció hasta el triunfo de la Revolución.
Matthews sube a la sierra
Reinaba el desconcierto. Ni siquiera los militantes del movimiento revolucionario clandestino sabían de la suerte de los expedicionarios del yate Granma. El régimen y la prensa insistían en que la expedición había sido aniquilada y que Fidel estaba muerto. No faltaban los que aseguraban haber visto su cadáver. Francis L. McCarthy, corresponsal de la UP, reportó que Fidel estaba muerto y enterrado.
El teniente coronel Pedro A. Barrera asume la jefatura de operaciones y con fuerzas numerosas, sitúa su mando en Las Mercedes. La tranquilidad es absoluta; reina el sosiego en la Sierra Maestra y sus estribaciones. Se ha disuelto la guerrilla de Fidel. Así lo informa Barrera al Estado Mayor, y el alto mando militar toma sus palabras como ciertas y el Gobierno invita a periódicos y revistas de todo el país a que envíen sus reporteros a la zona. Llegan en vuelos especiales y ya en la Sierra se les organiza un amplio recorrido. No se ve la sombra de un guerrillero ni se escucha un solo disparo. No existen alzados, afirma Barrera, y el Estado Mayor, con la aprobación del presidente Batista, decide la retirada de las tropas.
Pero el Ejército Rebelde, que iniciaba entonces su «etapa nómada», como la llamó Che Guevara, se movía en las sombras. El 10 de diciembre, Raúl y cinco compañeros habían reanudado la marcha hacia la Sierra Maestra, que aún no se divisaba. Uno de ellos decidió entregarse. El 12 llegaron a las primeras estribaciones de la cordillera e hicieron contacto con otro expedicionario que, enfermo, se hallaba al amparo de una familia campesina. Con esa familia, este grupo comió por primera vez luego de pasar una semana alimentándose con zumo de caña y vegetales crudos. Fue allí que intuyeron que Fidel estaba vivo y que como ellos iba también camino a la montaña.
Reanudan la marcha al día siguiente. Al cabo de varias jornadas, almuerzan en un pequeño caserío. No pueden pagar, pero Raúl deja constancia escrita de la deuda para honrarla en el futuro. Tras otros dos días de marcha agotadora, llegan a La Aguadita con un hambre atroz. Comen en la casa de un campesino, y Raúl vuelve a dejar constancia de «esta ayuda prestada a cinco miembros del “Movimiento 26 de Julio”» en un documento que firma como Luar Trosca. El 18 de diciembre, en Purial de Vicana, se encuentra con Fidel y sus dos compañeros, y el 21 el campesino Guillermo García arriba al lugar con el grupo de Juan Almeida, seis hombres entre los que figuran Che, Camilo y Ramiro Valdés. Desde Purial de Vicana hacen contacto los guerrilleros con el movimiento clandestino de Manzanillo, que les remite la primera ayuda. Allí, en la casa del campesino Ramón «Mongo» Pérez, que mata un puerco para ellos, celebran la Noche Buena. El 25 prosiguen la caminata para internarse en la montaña, pero antes el grupo —repárese en que nunca fueron 12, como se repite con insistencia— firma un documento en el que agradece la colaboración del campesinado.
El 17 de enero de 1957, la guerrilla toma el pequeño cuartel de la Marina de Guerra ubicado en la desembocadura del río La Plata, primera victoria del Ejército Rebelde. Cinco días después, la vanguardia de un batallón de paracaidistas cae, en Llanos del Infierno, en una emboscada preparada por los rebeldes. Aun así el régimen sigue negando la existencia del grupo guerrillero. Es entonces que Fidel planifica, para el 17 de febrero, la primera reunión nacional del Movimiento 26 de Julio y, para el mismo día, una entrevista con Herbert Matthews, influyente editorialista de The New York Times y un periodista que había entrevistado a Churchill, Roosevelt y Stalin, entre otros líderes mundiales.
Matthews sube a la Sierra Maestra y entrevista durante tres horas al jefe rebelde. La entrevista que, en tres partes, aparece a partir del día 24, pone en ridículo a la dictadura batistiana, que niega la veracidad del encuentro, pese a la foto que inserta el periódico, donde se aprecia al guerrillero mientras conversa con el periodista.
Era ciertamente una foto poco nítida, y Batista convocó a Rafael Díaz Balart, líder de la juventud batistiana en el Congreso, para que corroborara o desmintiera si el personaje que acompañaba a Matthews en la foto era su excuñado. «No, Presidente. Ese no es Fidel. Fidel es lampiño; este tiene barbas».
Lleno de júbilo por la «revelación», Batista redactó una declaración y llamó a Santiago Verdeja, su ministro de Defensa, para que la suscribiera y entregara a la prensa. El ridículo fue total. Lo curioso es que Batista, inmutable, no se cansaba de repetir después a sus íntimos: «Este Verdeja es un irresponsable».
Fuentes consultadas:
Álvarez Tabío, Pedro. «El desembarco del Granma». En Memorias de la Revolución, I. La Habana, Imagen Contemporánea. 2008 p. 204-218.
Leonov, Nikolai S. Raúl Castro; Un hombre en Revolución. La Habana, Ed Capitán San Luis. 2015. 482 p.
Taborda, Gabriel E. Palabras esperadas; Memorias de Francisco H. Tabernilla Palmero. Miami. Eds Universal. 2009. 264 p.