Frente a los daños de Matthew, resalta el espíritu generoso de los guantanameros. Autor: Haydée León Moya Publicado: 21/09/2017 | 06:40 pm
No quiso decirme su nombre. Dice que puede ser el de muchos que por las inmediaciones de Yumurí, en la carretera que enlaza a Maisí y Baracoa, a orillas del Atlántico, y más allá, han salido a brindar lo poco que les dejó el huracán y lo mucho que les sobra en generosidad.
Vengo todos los días de allá, como a tres lomas de aquí, a saludarlos y traerles un «buchito» de café. Ayer fue a los que estaban limpiando la vía, hoy a los eléctricos, que están devolviendo la luz, aunque allá en mi casita de guano nos alumbramos con un candil, porque mire usted qué distante vivo de donde pasa el tendido eléctrico, confiesa el hombre mientras ofrece su aromática bebida a todo el que se le acerca.
Tal desprendimiento es una manera de retribuir el agradecimiento a quienes, venidos de muy lejos, tienden sus manos. Pero ese altruismo también tuvo rostro en aquellos que en medio de la desgracia que vivían, o viven tras el paso del huracán Matthew, pensaron, o piensan, primero en los demás.
Las historias abundan. Recuerdo ahora la del joven que en Boca de Jauco, mucho antes de llegar a Maisí, sostuvo, alzando en sus brazos durante más de una hora, a dos niños cuya estatura no sobrepasaba la altura del agua que el huracán lanzó hasta dentro de una de las grutas que sirvieron de refugio a los habitantes de esa zona.
Los mismos lugareños que ahora te recuerdan el desfile de personas que llegaban allí, casi desde toda Cuba, cargados de alimentos y ropas para sus familiares damnificados y ante la imposibilidad de continuar en jeep, motos, camionetas y camiones, emprendían su ruta a pie, subiendo lomas y atravesando ríos crecidos durante ocho horas.
Viene a mi mente también la historia del muchacho aquel que, un día después del paso de Matthew, cargaba sobre sus hombros agua del Río Seco (ese que paradójicamente se desbordó, rompió alcantarillas y aisló a mucha gente), porque dejó vacía hasta el fondo la cisterna de su casa y, en un acto de desespero y amor, guareció allí a un par de ancianos de la vecindad, por temor a que lo intrincado del lugar donde viven impidiera su evacuación. Pero, narran por allí, la Defensa Civil, finalmente, y a tiempo, los llevó a buen resguardo.
Cuentan que también en la Playita, cerca de Cajobabo, otro joven que después de Matthew vive a la luz de la luna y del sol en su casa sin techo, y antes, con cubierta pero igual de maltrecha, entregó a las autoridades un portafolio que encontró a orillas del mar con documentos y una cuantiosa suma de dinero.
En la calle Martí, en el centro mismo de la devastada Baracoa, una mujer fue a ofrecer, a una escuela en ruinas, las poquísimas tejas que el huracán le dejó prendidas a su techo.
Es algo parecido a lo que muchos reporteros vivimos en La Llana y en el Marrón, dos comunidades de la costa sur guantanamera, donde la gente recolectaba por los caminos y en los alrededores de las casas cuantas tejas o trozos de ellas encontraban, y luego se las repartían a partes iguales.
Allí mismo, una anciana sentada entre las ruinas de su casa dijo estar angustiada por no saber de la suerte de la gente que vive en la ciudad de Guantánamo. Y saltó de alegría cuando una colega le dijo que allí no había sucedido nada.
Son historias de gente que no se desalienta, que es buena porque sí. Historias que también revelan la estirpe del cubano que vive en las lomas, aun en las más adversas circunstancias. Y no son pocos, ni siquiera los menos.