La destrucción en Baracoa fue paralizante, pero su gente comienza a reponerse para recomenzar la restauración del curso de sus vidas. Autor: AP Publicado: 21/09/2017 | 06:39 pm
Lo que más duele cuando un desastre natural nos cambia el mapa de la vida, es ver cómo, allí donde habitaba la memoria —hecha de las pequeñas costumbres de los días—, hay de pronto un amasijo de roturas en vez de cuna mansa para sentirnos a nosotros mismos.
Eso es lo que más duele cuando un desastre natural nos toca. Porque la memoria, los amores, los desvelos, las esperas, los sueños, todo lo mejor que uno es, descansa casi siempre en las pequeñas cosas: en el camino habitual, en el jardín o en el balcón, en los espejos, en el escaparate lleno de telas o diminutos recuerdos de familia, en los libreros y en las fotografías, en la esquina tibia y en el sagrado techo.
Ahora, cuando a Cuba le duele sobre todo Guantánamo, es muy difícil que la imaginación nos ponga con exactitud en el dolor de quienes han perdido las innumerables cosas donde hasta hoy habitó la suerte. Para eso hay que estar bajo la piel de los vulnerables perdedores, los que tras el paso del huracán miraban atónitos, casi paralizados, el paisaje de la devastación.
Afortunadamente, como todo dolor tiene su contrapeso, lo que alivia es la posibilidad de remontar la cuesta, de abrir los brazos a la luz, a la cobija, a la solidaridad que vendrá abriéndose paso desde todos los lugares de la Isla.
Lo que alivia es haber resguardado las vidas, sin las cuales no se hubiera podido reemprender la hechura de los caminos, de las paredes, de los balcones, del sagrado techo.
Lo que alivia es que Cuba nunca le ha pedido permiso a su pobreza para restaurar lo que se le rompe, para levantar incluso lo que nunca había tenido, para dar a sus hijos, una y otra vez, contra todo zarpazo fiero, el paisaje donde lo mejor de nosotros encuentra sentido.