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El protector de un milagro

Un joven desconoce por qué le tocó estar tan cerca de cierta joya dueña del aire. Lo cierto es que un colibrí —ser huidizo que en su vuelo estático es capaz de mover sus alas a una frecuencia de 80 veces por segundo— confió en la mano de un hombre para salvar su vida

Autor:

Alina Perera Robbio

Esta conversación con Sándor González Vilar (La Habana, 1977) merecía haberse entablado desde hacía mucho tiempo y por múltiples razones.

En una casa parecida en sus entrañas al afán creativo del «pintor» —como puede ser llamado este joven, de manera simple pero también honorable por parte de cualquier vendedor o vecino que pase—, se va dibujando la historia de un cubano que siempre quiso dibujar, aunque reconoce alegrarse de todo paso dado antes de tomarse en serio un arte donde ha podido deslizar la intensidad y hermosura de su espíritu.

Evoca con gratitud sus años de estudio para formarse como técnico medio en Química Industrial, universo que en su entender siempre queda y ayuda para cualquier cosa que uno haga en la vida. Y desde luego recuerda como hoy su ingreso posterior y casi inmediato a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana.

La tesis con la cual se graduó de la academia fue una casa, a tamaño natural, cubierta con dibujos suyos, hechos cuando tenía tres, cuatro años de edad. Su madre los había guardado en carpetas y él hizo con ellos un collage inmenso, y encima de esas creaciones colgó sus pinturas de aquel momento.

Sándor alimenta a Pancholo con miel. Foto: Cortesía del entrevistado.

Sándor, con su imaginación y sus herramientas de trabajo, se ha convertido en el creador de las casas creciendo como flores; de las ciudades árboles o empinadas hasta el vértigo en medio de la tempestad, o milagrosamente en pie o a punto de estallar. Es el pintor de torres que se empinan, de sillas que esperan, de escaleras recurrentes. En su mundo creado impera una furia vertical, una fuerza que sobrecoge y atrapa. Es el hombre que pinta escudos patrios —uno de ellos está estampado sobre su brazo izquierdo gracias al conocimiento depurado que él tiene de la técnica del tatuaje, experiencia en la cual incursionó, secretamente en un inicio, desde los días de su adolescencia.

Pero Sándor no ha pintado, que yo sepa, colibríes. Y ese es el motivo de mi encuentro con él: un colibrí que él ha salvado y al que puso por nombre Pancholo, que se posa sobre varillas que el joven sostiene y desde la cuales el animalito se alimenta o simplemente permanece unos instantes.

—¿Cómo fue posible, si ese ser huye hasta de la mirada?

—Estoy conversando con un grupo de niños, y veo que un zunzún viene dos veces a la mata que está justo frente a mi casa. «Ahí hay algo raro», me dije; y cuando me asomo veo que el animalito está haciendo un nido. Me quedo vigilando eso, sin decírselo a nadie en el barrio, algo difícil porque allí conozco a todos, especialmente a los niños.

Sándor pudo ver el nido terminado, luego dos huevos diminutos; y una noche, el pico de un pichón. Días después un niño descubrió al recién nacido e intentó atraparlo, pero el ave salió volando; y sin tener todavía fuerzas para ese despegue cayó cerca de un cesto de basura.

«Desde el nido hasta la caída fueron solo cinco metros, recuerda el entrevistado. Cogí esa cosita entre mis manos sin saber qué hacer. Casi no tenía plumas. Y pedí consejo a unos amigos que habían tenido muy cerca a un colibrí.

«Pensé que él moriría, y en el desespero busqué una caja de cartón vacía, le puse encima una mallita, y mandé a arrancar de la mata el nido».

—¿Y el nido de qué lo hacen?

—De todo lo que se encuentran: de pelitos, de algodón, ellos usan mucho los cabellos. Pero te decía que me hice de esa caja, luego busqué un palito y con él le eché miel en el pico. Cuando sacó la lengua, pensé: «Bueno, vivo está». Se fue parando. Lo puse en el nido. La madre lo buscaba, hasta que lo vio, se posó en la mallita, metió el pico a través de ella, y le empezó a dar comida.

«Yo había puesto la malla de manera que pudieran tocarse los picos porque así es cómo se alimentan. Me dije: “Si la mamá le viene a dar comida tengo la pelea ganada”. Así transcurrió un mes: el colibrí comía del comedero que puse encima de la caja, y también de lo que le traía su madre».

La criatura diminuta se familiarizó con su protector. Lo sentía acercarse y dejaba de piar. El pintor dejaba que la madre fuese la primera en dar la comida, y luego él llegaba con la miel. El pichón empezó a planear dentro de la caja. Pero había que soltarlo para que no perdiera habilidades naturales. Y eso hizo Sándor que, por cierto, debía emprender un viaje hasta la provincia de Santiago de Cuba.

Desde Oriente, al siguiente día de estar ausente de La Habana, llamó para saber de Pancholo. Le contaron que el protegido había pasado la noche en la parte trasera de la casa, se había estirado bajo el sol del amanecer, y emprendió vuelo.

«Estuve en Santiago como diez días —rememora Sándor—; mi mamá no había visto más al colibrí. A mi regreso comencé a llamarlo con un sonido que él conocía bien, y como a los 20 minutos apareció el personaje y se me posó delante. Entonces busqué el palito y empecé a darle comida.

«Ahora, como se están acabando las flores, algunos están regresando y a cada rato ves una bronca entre ellos por mi territorio (ellos son muy territoriales), porque aquí tienen comida gratis».

—¿Y cuántos se acercan?

—Una vez había tres machos y una hembra peleando. Al final la hembra resultó la ganadora. Cuando ellas se disgustan son temibles, y los machos salen haciendo un chillido rarísimo. Ahora mismo los que están viniendo son cuatro, entre ellos una hembra joven, la mamá de Pancholo (que le pusimos Soraya, y se lleva muy bien conmigo porque criamos a su hijo juntos), y otro macho que parece ser el papá. La hembra es más delgada, tiene el pecho gris, el macho tiene el pecho verde azulado, y Pancholo es más azul.

—¿Y él por dónde anda?

—Ha venido en estos días. Hace un rato estaba por ahí. Pero regresó más arisco, con miedo a los perros, sabrá Dios dónde esté viviendo.

—¿Cómo asumes esta historia?

—No sé por qué me tocó a mí. Mira que le he dado vueltas… Los mismos cenagueros —que son mis amigos, porque allá en Soplillar, Ciénaga de Zapata, tengo familia y más de un proyecto comunitario— están asombrados de lo que logré, porque saben que de solo tocar un pichón este muere, se infarta, porque la mamá no suele regresar al nido después que tocan a su hijo.

—Mueren porque son muy frágiles…

—Son puro corazón, y un susto los parte a la mitad. Tú los tocas y parece que no tienes nada, y cuando ellos se te posan encima te paralizas, porque sabes que si pestañeas ellos se asustan y desaparecen.

«Dejé a Pancholo libre. Nunca quise una mascota. Me dije: “Esto es parte de la vida. Esto tiene que seguir…”».

Sándor no se explica por qué un milagro se dejó ver tan de cerca por él. Habla de otras personas amantes de la naturaleza, quienes tal vez hubieran merecido más este privilegio. Y no habla de él que, sin embargo, si ve pasar una lagartija siente, como quien advierte una señal rotunda, que a partir de ese momento «todo estará bien».

Síntesis de una historia de creación

Sándor González Vilar es graduado de Artes Plásticas en la especialidad de Grabado (curso 1997-2000), en la Academia de Bellas Artes San Alejandro, de La Habana, miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac).

Fue profesor de la Cátedra de Dibujo y la Cátedra Latinoamericana de la Academia de Bellas Artes San Alejandro; y es miembro fundador de la Brigada Artística Martha Machado.

Ha realizado 39 exposiciones personales, y cuenta en su haber con más de 130 exposiciones colectivas, tanto en Cuba como en el extranjero. Ha participado en más de 50 murales junto a las principales figuras de las artes plásticas cubanas, entre los cuales se encuentra El Arca de la Libertad, ubicado en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, desde el año 2006. También ha tomado parte en la realización de múltiples escenografías.

Ha ilustrado revistas y libros entre los que sobresale Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. Igualmente ha concebido portadas de discos, diseños textiles, afiches, y su trabajo ha estado presente en filmes como Linha de Passe, de Walter Salles, Brasil (2007); La Anunciación, de Enrique Pineda Barnet, Cuba (2008); y Casa Vieja, de Lester Hamlet (2009).

Su obra forma parte de colecciones privadas en Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Cuba, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Haití, Inglaterra, Italia, México, Santo Domingo y Venezuela, así como de diversas instituciones de la Isla y otras partes del mundo.

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