Entre los orgullos de Silvio y de sus 21 hijos de cuatro matrimonios, 24 nietos, 16 bisnietos y cuatro tataranietos, está hablar de Quintín Banderas, de su padre Juan y de toda una familia que se sumó a la guerra organizada por José Martí en 1895. Autor: Pedro López Weittía Publicado: 21/09/2017 | 05:43 pm
«Compay, parece mentira que usted sea cubano de nacimiento. ¡Puede creer que no me voy! Un primo hermano del general de división Quintín Banderas, un hijo y nieto de invasores de Maceo, no abandona a su patria cuando más lo necesita. Váyase usted si quiere, que esta es mi tierra, ¡y aquí me muero!».
Tengo ante mí, sentado en un sofá de su modesta casa del municipio habanero de Arroyo Naranjo, con 107 años cumplidos y desgranándome sus recuerdos, a Silvio Banderas Cosme, primo segundo del general de división y veterano de las tres guerras por la Independencia de Cuba, Quintín Banderas Betancourt.
La digna respuesta con la que inició la conversación ocurrió luego del 1ro. de enero de 1959, cuando el administrador de la Nicaro —un cubano de apellido Soler, casado con una americana— le dijo en secreto una mañana: «Banderas, vaya y busque a su familia más allegada, y vengan con las ropas que tengan puestas, que los vamos a llevar a todos para Estados Unidos, donde no les faltará nada».
«Supe por mi padre muchas historias de la contienda de 1895, porque él integró la columna invasora de Máximo Gómez y Antonio Maceo, en unión de su primo hermano Quintín Banderas. Estuvieron juntos hasta el fin de la guerra».
Silvio Banderas cumplió los 107 años el pasado 12 de noviembre. Nació en Majaguabo, San Luis, Santiago de Cuba, ese día de 1906, en el lugar donde también naciera Antonio Maceo.
Entre los orgullos de su vida —y de sus 21 hijos de cuatro matrimonios, 24 nietos, 16 bisnietos y cuatro tataranietos— está hablar de Quintín Banderas, de su padre Juan y de toda una familia que se sumó en 1895 a la guerra organizada por José Martí.
A su edad sorprende su lucidez y memoria de elefante. Trabaja en La Nueva Esperanza, una finquita de su propiedad, de una caballería de tierra, a la que llama «mi conuco», situada en El Calvario, en el municipio de Arroyo Naranjo, donde pernocta en un bohío pequeño, sin luz y sin agua. Allí se dedica al cultivo de plátanos, yucas y árboles frutales.
Cada dos o tres meses retorna a pie hacia su verdadera vivienda, en el reparto Fraternidad, del mencionado municipio, donde reside con su esposa Flor Marina Torres Cagigal y parte de la familia.
Al momento de la entrevista rodeaban a Silvio sus hijos Flora, Iris, Sergio, Luis, un yerno y algunos de sus más jóvenes descendientes, nietos y bisnietos, que ven y admiran en él todavía al «roble» del hogar.
«Nunca he fumado ni tomado alcohol. Tengo una buena salud, una mente clara y una memoria tremenda para mi edad. Vine para La Habana en 1983. Mi esposa de hace años —con la que tengo 11 hijos— es Flor Marina Torres Cagigal. ¡Mejor no la quiero, callada, santa, fiel, una mula trabajando y cuidando lo nuestro!
«A los 90 años me sentí enfermo y un médico dijo que yo estaba muy delicado. Vi que iba a postrarme en una cama, y como soy un gajo de Quintín Banderas, cogí un machete y una guataca y me fui para el surco a producir, para seguir viviendo. Lo demás lo puso mi familia “y aquí usted me ve”, como decía Benny Moré en una de sus canciones.
«Mi padre, Juan Banderas, primo hermano de Quintín, y mi madre, Juana Cosme, me hablaron de ciertos lugares que después leí en los libros de historia y conocí personalmente. Actualmente en mi conuco ando pa’ arriba y pa’ abajo, sin dolor de hueso y sin bastón. Y me gusta hablar a los míos de aquellas aventuras de la independencia que aprendí de mis abuelos y mis padres.
«La madrina de Maceo se llamaba Margarita. No recuerdo el apellido. Maceo la adoraba y era muy adolescente cuando vio que le dieron 20 azotes y la mataron. No he visto nunca en ningún libro que el Titán de Bronce lo dijera, pero, según mi padre, ¡jamás olvidó aquel crimen! Mi abuelo paterno me contó que el General Antonio siempre soñaba con eso y que una vez, aún muy joven, se despertó gritando: “¡Me han matado a mi madrina y eso no tiene perdón!”.
«Otra vez, en plena manigua, volvió a recordarla, y sentado en su hamaca dijo que la esclavitud era “la mancha principal de la historia”. Me decía igualmente mi viejo que a veces, cuando Maceo partía, machete en mano, al combate, se le oía gritar: “¡Madrina Margarita, ya es hora de castigar tus latigazos!”».
Otras anécdotas
«Quintín Banderas nació en Santiago de Cuba el 30 de octubre de 1834 y murió asesinado en La Habana el 22 de agosto de 1906. Llegó a general de división y estuvo en contra de la Enmienda Platt. Por ser un patriota firme fue que lo mataron, ya con 72 años. Yo entonces tenía cinco meses de nacido.
«Mi abuela materna, Eufemia Carrión Grajales, una pobre negra esclava, era prima hermana de Mariana Grajales. Cuando yo era muy niño, le dijo a mi padre: “Ese vejigo es mío” y ayudó a mi madre a cuidarme. Mi abuelo materno era Eustaquio Cosme, un hombre de Maceo que peleó a las órdenes suyas junto a mi propio padre. Al desembarcar el Titán por Duaba, Eustaquio era uno de los mambises que lo estaba esperando para ayudarlo y lo buscó por el monte un tiempo.
«Después del Pacto del Zanjón, cuando Maceo salió del país en barco, contó Quintín que se quitó el sombrero que tenía puesto, y lo tiró, decepcionado, al mar.
«General, ¿cómo bota usted así al agua una prenda valiosa que le da sombra a su cabeza? ¿Quiere que me tire al agua para traérsela?», le preguntó un acompañante. El Lugarteniente General le puso la mano en el hombro y le contestó: “Hermano, muchísimo más hemos perdido en la manigua… déjelo, que yo vendré a buscarlo, y si no lo encuentro, me pondré la selva cubana de sombrero, ¡no hay sombra mejor que la de la Patria!”.
«Cuando el propio Maceo descubrió que los revólveres y fusiles de una expedición eran de un calibre y las balas de otro, comentó airado: “Esto es obra de nuestros ambiciosos vecinos del Norte. ¡Preferible es ser mil veces español, que una sola vez americano!”.
«Mi padre me decía que en el combate de Coliseo, Matanzas, el 22 de diciembre de 1895, dirigido personalmente por el General Arsenio Martínez Campos, solo murieron dos insurrectos: una pareja de gemelos que cabalgaban juntos en un caballo, al otro día de haberse unido a la tropa mambisa. Los mató una misma bala de cañón del enemigo español. ¡Qué destino, nacieron y murieron el mismo día! Y me contó también que en aquel combate le mataron los caballos a Máximo Gómez, a Antonio Maceo y a Bernabé Boza, jefe de la escolta del Titán de Bronce.
«El 21 de febrero de 1896, en San Juan y Martínez, Pinar del Río, se sumó a la Revolución el cura de ese pueblo, Ramón Ventín. ¡Ve la memoria que tengo! Era español y tenía 82 años.
«Quintín, mi abuelo paterno, y mi padre contaban que al sargento mambí Pablo Hernández, poco después de ser ascendido a subteniente por su coraje, una bala española que le entró por un lado de su rostro, estando de perfil, le arrancó sus dos ojos. No se quejó y enseguida pidió que le apuntaran su fusil hacia el enemigo, para dispararle las pocas balas que le quedaban.
«Y una tarde, en Güira de Melena, a fines de 1895, a un nutrido grupo de españoles apresados, el General en Jefe Máximo Gómez les dijo: “Ni Maceo ni yo sabemos matar prisioneros de guerra. Respetamos al enemigo vencido, y mucho más si es valiente como ustedes”».
Práctico de Raúl en la sierra cristal
Entre sus orgullos también está el declararse uno de los prácticos del entonces Comandante Raúl Castro en las montañas del II Frente Oriental Frank País. «Un día me dijeron que él quería verme, porque le informaron que yo era “práctico de mina y monte” de la Nicaro, en Mayarí Abajo, trabajaba en agrimensura y me conocía la Sierra Cristal como la palma de mi mano».
Cuenta que el Comandante rebelde le dijo que confiaba en él como primo segundo del general de división Quintín Banderas, y que necesitaba avanzar rumbo a Bayate y hacerlo sin cruzar ningún caserío, batey o poblado.
«Salimos de la sabana de los Moreiros rumbo a Bayate, rompiendo monte, sin que nadie nos viera. Le pedí quedarme en su tropa, pero me dijo que yo le ayudaría mucho más desde mi ranchito. Más tarde vinieron a buscarme y me dijeron que el jefe guerrillero quería que yo lo ayudara a conseguir comida para los rebeldes. La historia de cómo lo hice lleva muchas páginas de periódicos. Sergio, este hijo mío que usted ve aquí, tenía nueve años y me dio una mano en ese quehacer de abastecer de carne a su tropa. En distintas ocasiones reuníamos el dinero entre un grupo de familiares y amigos, la comprábamos y la cargábamos clandestinamente en serones. A los que me acompañaban les advertía que cuando los caballos se cansaran y no pudieran seguir loma arriba, entonces los dejábamos y seguíamos a pie, pero ¡una tarea de los Banderas no se quedaba sin cumplir!»