Miembros de la Guardia Rural mientras ocupan armas y uniformes de los asaltantes. Autor: Cortesía del Museo de los asaltantes Publicado: 21/09/2017 | 05:36 pm
BAYAMO, Granma.— Era domingo bien temprano en la mañana y nadie se explicaba aquel alboroto. La confusión había comenzado con unos disparos, luego se sintieron las sirenas «enloquecidas» de los carros de la Guardia Rural, que circulaban por toda la ciudad como pidiendo a gritos sangre para limpiar el agravio.
¿Quiénes eran aquellos audaces jóvenes que «habían osado» hacerle frente a la tiranía en la propia madriguera del ejército local? ¿Cuáles serían sus destinos después de que la muerte de un sargento despertara la desmedida sed de venganza de los oficiales?
Tan solo unas horas más tarde los bayameses tendrían respuestas para ambas interrogantes cuando, aquel propio 26 de julio de 1953, aparecieran los cadáveres de dos de los jóvenes protagonistas de la acción, a quienes siguieron en apenas tres días ocho asesinatos más.
Primeras víctimas
La acción del asalto —aunque todavía no ha podido precisarse con exactitud— apenas duró unos minutos, no más de 20. En ella no hubo caídos de ninguna de las partes; solo el asaltante Gerardo Pérez fue alcanzado por una bala en una pierna, pero logró escapar.
Sin embargo, el disparo certero que diera Ñico López al sargento Gerónimo Suárez minutos después de la retirada causó tal consternación en los miembros del ejército que la decisión sería rápida y clara: diez revolucionarios muertos por cada oficial que fuera baja.
Comenzaba así la cruel persecución, devenida cacería humana, torturas y muertes.
Las primeras víctimas fueron Mario Martínez Arará y José Testa Zaragoza, quienes no lograron, como otros asaltantes, recibir el apoyo de algunas familias bayamesas, pues ni siquiera llegaron a salir de los alrededores del cuartel.
Tres vecinos cercanos del cuartel —Delio Aguilar, Manuel Tamayo y su tía— pudieron presenciar horrorizados la brutal muerte de Mario.
En 1961 Delio relató a la revista Bohemia: «Ya eran cerca de las ocho de la mañana, los tres mirábamos por las rendijas de la madera y entonces vimos cómo un grupo de guardias había capturado a uno de los muchachos; era rubio. Cuando se viró de frente a nosotros sangraba por la boca.
«Al ver aquello la tía de Tamayo empezó a llorar y gritó: ¡asesinos!, mientras el mártir crispaba las manos sobre la tierra», concluyó Aguilar.
Un destino similar sufriría esa misma mañana José Testa, al intentar escapar en un ómnibus que se dirigía al aeropuerto de la Vega —actualmente reparto Aeropuerto Viejo.
Sobre su captura y asesinato existen varias versiones, pero todas coinciden en que la bala mortal provino de las manos homicidas del teniente Juan Roselló, jefe de la guarnición atacada, apodado en la ciudad como «la hiena de Bayamo».
Roselló pretendió obligar a otro soldado a cometer el crimen, pero este le respondió: Mire teniente, yo no mato hombres indefensos.
«¡Cobardes! —explotó finalmente Roselló— ¡Esto se hace así!» —extrajo su revólver 38 y lo vació en el pecho del joven y la sangre le salpicó».
Esta anécdota fue publicada al triunfo de la Revolución en la revista Bohemia, para describir la sangre fría de aquel teniente que lució orgulloso durante tres días el uniforme ensangrentado.
El lunes 27, después de haber permanecido tirados durante todo el domingo en las barracas del cuartel, los cuerpos de Mario y Testa fueron enterrados sin identificación, como individuos «desconocidos».
Testimonio de un «muerto vivo»
«Terminando la acción cogí un ómnibus que iba con destino a Manzanillo para de ahí tratar de llegar hasta Campechuela a la casa de unos parientes. Me acompañaban mi hermano de crianza Hugo Camejo y Pedro Véliz», relató años después Andrés García, quien milagrosamente escapó de la muerte para rememorar luego el trágico final de sus compañeros.
«Un policía que iba en el ómnibus sospechó de nosotros porque teníamos los zapatos enfangados. Sobre las nueve de la mañana nos detuvieron en Manzanillo y nos trasladaron al cuartel de Bayamo.
«Allí los golpes y vejaciones fueron constantes hasta que, en la madrugada del 27, nos sacaron del cuartel. El sargento De la Paz y el cabo Maceo nos llevaron en un jeep hasta el callejón de Sofía, al fondo del cementerio del pueblecito de Veguita, a unos 67 kilómetros de Bayamo en dirección a Yara. Estábamos seguros de que nos asesinarían.
«Comenzaron con darle culatazos a mi hermano Hugo y, aunque estábamos maniatados, me incorporé para interponerme y evitar con mi cuerpo el atropello, pero me alcanzaron con la culata de un fusil en la sien y caí inconsciente.
«Sobre las cinco de la tarde empecé a recuperar el conocimiento, estaba terriblemente adolorido y con una soga que me apretaba fuerte el cuello, al parecer en la posición en que quedó y al ser yo el que estaba atado al extremo de esta no logró estrangularme.
«El cuadro era espantoso, mis hermanos de lucha yacían inertes, estrangulados a mi lado… A rastras alcancé la manigua, pero alguien me vio saltar la cerca próxima a la cuneta y poco después fui perseguido por los soldados.
«Imposibilitado de huir, porque físicamente no podía, me tiré boca arriba en un gran plantón de hierba guinea. ¡Quería verle la cara a mis asesinos!, pero ellos pasaron aprisa pensando que yo podía escapar y no me vieron».
Al día siguiente, 28 de julio, mientras Andrés, bautizado luego como «el muerto vivo», era socorrido por un campesino de la zona, sus dos hermanos de acción —Hugo y Pedro— eran sepultados en una fosa común en el cementerio de Veguita.
¿Muertos en combate?
Ese lunes 28, también en Bayamo, cuatro cadáveres sin nombre eran inhumados en el cementerio local. Todos habían sido encontrados en la finca Ceja de Limones, ubicada a unos diez kilómetros de la ciudad.
A pesar de que el ejército se empeñaba en declarar que los fallecidos habían caído en combate durante un tiroteo efectuado en el lugar, sus voceros nunca pudieron dar respuesta a dos interrogantes: ¿cómo prueba el ejército qué clase de armas usaron los atacantes si no pudo ocuparlas?; ¿qué combatiente que muere disparando puede ocultar el arma con la cual se defiende? Necesariamente se aferra a su arma y muere con ella, no la oculta.
A esta realidad se unió el testimonio de Juan Olazábal, testigo presencial que se hallaba en el cuartel en el momento en que se tomaron las decisiones, quien relató:
«Había un combatiente que ya le habían dado cuatro palizas y lo tiraron al calabozo, pidió un cigarro pero no se lo fumó; lo sacaron para torturarlo y él repetía “¡mátenme!”, le dieron un tiro.
«El teniente ordenó entonces que sacaran tres más, que iban vivos, los cuales aparecieron muertos junto con el primero en Ceja de Limones».
La identidad de los cuatro jóvenes asesinados solo se conocería meses después gracias al riguroso trabajo del administrador del cementerio, quien a cada féretro le puso un número y ese número lo hizo coincidir con las fotos que le hiciera a los cadáveres el fotógrafo Rolando Avello. Él también narró su vivencia.
«Fui con el ejército a lo que se llamaba Casa de Tablas, en la finca Ceja de Limones, para retratar a los asaltantes. Ellos hacían como que se sorprendían al encontrar los muertos que estaban tirados en aquellos matorrales, pero enseguida me di cuenta de que sabían muy bien dónde estaban, y cuando vi lo tupido de la manigua pensé que era imposible haberles metido tantos tiros en el cuerpo en un lugar con esas condiciones».
Los muchachos eran Pablo Agüero, Luciano Camejo, Freire Torres y Lázaro Arroyo. Sobre estos dos últimos, Chango, uno de los sepultureros, señaló: «Recuerdo a Freire, estaba muy tiroteado y Lázaro estaba muy golpeado, tenía la cara como un boxeador al que le dan muchos golpes».
Desaparecidos y encontrados
Rolando San Román y Ángel Guerra fueron los últimos dos jóvenes que engrosaron la lista de los diez asesinatos perpetrados con suma agilidad e insensible convicción por el ejército batistiano en Bayamo.
Sin embargo, sus muertes, 60 años después de la acción, continúan siendo un enigma.
Ambos desaparecieron los primeros días sin saberse nada sobre sus paraderos y, paradójicamente, sus nombres aparecieron semanas después en el listado de muertos de los asaltantes al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba.
San Román apareció entre los fallecidos en un hospital santiaguero, pero el cadáver de Ángel nunca se encontró.
Fue tanto el odio que desplegaron aquellos guardias henchidos de rencor por no haber capturado más asaltantes, que descargaron su furia ciega contra un inocente de apellido Millán, cuyo único delito era su juventud y, solo por ello, se convirtió en sospechoso.
La historia, no obstante, se encargó de colocar a sus mártires en el sagrado sitio desde donde sus ejemplos perduran, nos cuidan y nos guían.
Fuentes bibliográficas:
Investigación, Sucesos y preparativos del 26 de julio de 1953.
Investigación sobre el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de José Leiva Mestres.
La Historia me Absolverá.
Periódico Juventud Rebelde (2001, 2003 y 2009).
Entrevistas a Yosnai Cabrera y Ana Hernández, especialistas del complejo museográfico Los Asaltantes-Parque Museo Ñico López.