Estelvino Rodríguez Montano, hermano de Nemesia. Autor: Juan Carlos Dorado Publicado: 21/09/2017 | 05:19 pm
Ellos no tienen paz en la sonrisa y pocas veces pueden hablar sin que veas al dolor subirle entre los poros y luego apretarle el pecho hasta que se encorvan, sin querer, a mitad de las palabras. Y uno se queda así, como queriendo no mirar, como deseando tragarse el sufrimiento sin importar demasiado que le estalle dentro; uno se queda así, paralizado, y con la mirada extraviada, también, en abril de 1961.
Es difícil preguntar sobre la muerte, escuchar historias de mercenarios ametrallando toda la Ciénaga y revivir los días en los que decenas de familias apenas respiraron proyectiles y aviones B-26. Entonces, de repente, a uno le parece que ya no está en la sala, sino en cualquier espacio de Soplillar, hace 51 años, refugiándose de la invasión, huyendo del pueblo encima de una camioneta o yendo a buscar armas para abofetear el ataque.
Leovigildo García Martínez es uno de esos hombres que hoy cuenta la historia aunque se le tuerza el alma. Recuerda las escenas con nitidez y las narra sin muchas pausas, como si fuera mejor que los recuerdos salieran todos de un tirón. «A las 12 de la noche llegó la invasión. Sentimos un tiroteo; el viejo mío se levantó y, parado en el portal de la casa, dijo: “Eso es un ataque”. No nos acostamos más, la vieja hizo café y permanecimos en vela.
«Temprano comenzaron a pasar los aviones. Eran B-26 con las mismas insignias de los de aquí: color verdeolivo con la bandera cubana pintada en la cola. Iban de un lado a otro sin parar. Yo tenía entonces 14 años y trabajaba con el viejo mío tirando madera en los camiones de la Empresa Forestal, cuando aquello Parque Nacional».
Leovigildo era apenas un adolescente al que le faltaban por entender demasiadas cosas. Fue sorprendido por intrusos que intentaron violar su tierra. «Aquí se quedaron pocos, yo entre ellos. El Batallón 339 de Cienfuegos llegó como a las 11 de la mañana, con el teniente José Luis Conlledo al frente. Nos orientaron no salir del pueblo y tener mucho cuidado, porque los mercenarios ya habían matado a una familia por las cercanías.
«En una casa grande agruparon a la gente y cercaron el batey a la redonda para custodiarlo. Cuando aquello, aquí existía una pista y decidieron llenarla de polines por si los invasores decidían aterrizar en ella.
«Recuerdo que por el batey pasaron dos muchachos, Balbinito y Felipe Iraola —explica Leovigildo—. Venían de El Jiquí y le dijeron al viejo mío: “Nosotros vamos para Jagüey Grande a buscar armas para fajarnos”. El viejo les dijo: “Ustedes están locos; deben esperar una orden y no ir para allá así”. “No, no, nosotros nos vamos”, le dijeron los muchachotes y así lo hicieron.
«Se llevaron el camión de un tío mío, pero ya los mercenarios estaban tirados en una cantera cercana, llegando a Pálpite, y cuando los vieron los cogieron presos e instalaron una calibre 30 arriba del camión.
«Las Milicias estaban del otro lado de la carretera, con Pálpite en su poder y comenzaron los enfrentamientos. Tenían mejor ubicación y les hicieron como siete u ocho bajas en un momentico y entonces los invasores dieron para atrás.
«Metieron el camión por un camino conocido como El Cocuyo y siguieron con los muchachos como prisioneros. Los cogieron de prácticos para salir por donde no hubiera tropas y si se negaban, los mataban. Los dejaron amarrados toda la noche y dicen ellos que escucharon los tanques nuestros avanzar hacia Girón.
«El tío mío fue el primero en escaparse; llegaron a una casa y se cambiaron de ropa. Allí se pusieron guapos unos con los otros: que si iban para Aguada, que si para Girón. En medio de esas discusiones, un poco más adelante, se les fueron los demás».
Las anécdotas le salen de entre los labios con una rapidez que sorprende; apenas respira todo el aire necesario y ya comienza a contar otra historia, y después otra: «Al Batallón 339 se le habían acabado las balas el 17 por la noche, porque es como yo le digo: cuando no eres un guajiro crecido en el monte no conoces los sonidos y así pasó con esos muchachos: sentían el ruido de un cangrejo y ya le entraban a tiros.
«En la mañana el teniente llamó al viejo mío: “Oye, debemos cogerle el tiempo al avión, cuando vaya a cargar, y aprovechar para ir a buscar las balas al central Australia”. Les fue muy bien en la ida, pero de regreso tuvieron que tirarse porque ya venía un B-26. Por suerte no le dispararon al camión, pues si lo hacían volaba por la carga de municiones.
«Cuando llegaron a la cantera recogieron un paracaídas. Mi hermanita tenía cuando aquello siete u ocho meses y la vieja mía le hizo una hamaca con la lona para dormirla, porque ella estaba acostumbrada a eso. Ya el 19 por la mañana todos celebrábamos el triunfo. Nos reunimos en la casa y la gritería fue horrible. Pero la cosa no terminaba: todavía quedaban mercenarios regados en el monte».
El rostro le fue cambiando a la par de las narraciones, y cuando habló sobre la victoria la expresión fue diferente y empezó a enderezar un poco el cuerpo. Con palabras más felices contó sobre la captura de los mercenarios: «Aquí en Soplillar agarraron unos cuantos. Recuerdo a uno que decía ser del batey cuando lo atraparon caminando por la pista. Aseguraba ser el barbero, pero yo le dije al teniente Conlledo: “Oye, yo soy de aquí compadre, el único barbero del pueblo es pariente mío y no es él”. De esa forma lo descubrieron.
«En la Boca de la Zanja comprobamos que algunos durmieron arriba de unos arabos; al parecer les tenían miedo a los cocodrilos, no sé; lo cierto es que construyeron unas tarimas sobre los palos para descansar, no en el suelo.
«La única víctima en la invasión de por aquí, por fatalidad, fue la madre de mi esposa Lucía, también hermana de Nemesia, cuando atacaron el camión donde viajaban. Los demás permanecimos aquí mientras todo sucedía. Muchos de los de esa época han fallecido, pero todavía quedan en el pueblo algunas personas con historias de aquel momento».
Bien sabe Leovigildo del sufrimiento de las pérdidas aunque no lo viviese en carne propia, y cuando confesó «Eso es todo lo que puedo contarle», supe que el dolor se le había evacuado de los músculos, pero aún así, en su sonrisa no encontré la armonía que hubiese querido; tampoco la hubo en la de Estelvino.
Doloroso silencio
Es como si aquel ataque por Bahía de Cochinos hubiera despoblado a Soplillar de las carcajadas. Por eso hay un silencio extraño en el pueblecillo; por eso en la casa de Estelvino Rodríguez Montano también retumbaron las evocaciones contra las paredes. Él no pensó demasiado para responder: «A nosotros nos dieron la orden de abandonar la zona e irnos hacia Jagüey Grande. Nos montamos en un camioncito y salimos. Eso fue más o menos a las siete de la mañana.
«En el camino, el avión nos atacó. Hirieron a mi abuela en una cadera, a mi hermano en la pierna y mataron a mi mamá. La enterré y a las pocas horas ya estaba de regreso en Soplillar». La suerte de la invasión fue bien dura para la familia Rodríguez Montano, porque perdieron demasiado cuando apenas levantaba el alba del primer día. Luego de eso, confesó Estelvino, le importó poco lo que sucediera con él.
«En esos momentos no pensaba en mí. Si me mataban, bueno… Por eso me quedé con los milicianos que cuidaban la pista aérea. Al día siguiente llegó un batallón de lanzacohetes, con Roger García al mando; necesitaban prácticos para salir hacia Girón y me fui con ellos.
«El objetivo de las Milicias era impedir a los mercenarios ocupar la zona. Avanzamos por el monte, por los caminos viejos, porque por la carretera se estaba combatiendo. Así fuimos sin dificultades hasta El Helechal, donde por la tardecita estuvo Fidel junto a los combatientes.
«Se subió encima de una pila de traviesas, a las cuales nosotros llamábamos polines, y allí habló a todos los que nos juntamos allí. Nos comunicó de la derrota del enemigo, pero todavía debíamos recogerlos y sacarlos de aquí. Anunció que él iba en el primer tanque hacia Girón, pero no lo querían dejar montar y entonces él se paró y dijo: “Las órdenes se cumplen y esto es una orden”. Entonces todos salimos detrás de él.
«A las tres de la mañana llegamos a Girón —rememora—. Ya los combates habían cesado una hora antes y entonces nos dieron la orden de quedarnos en los caminos, de no entrar al monte, porque los mercenarios se entregarían solos.
«Estuve dos o tres días en el proceso de captura, pero después salí para Jagüey. Un pariente nos avisó de la muerte de mi abuela y nos dieron un salvoconducto, pues todavía la carretera estaba copada. Afortunadamente no sucedió lo peor: mi abuela se curó, pero no caminó nunca más».
Cuando Estelvino detuvo la historia señaló un retrato que colgaba en la sala y atinó a decir: «Mira, esa es mi mamá». Fue demasiado duro. Hubo silencio. Mucho. Y cuando quisimos echar a andar, nos dimos cuenta de que también teníamos el cuerpo encorvado.