24 de febrero de 2012
Mi Brother de toda la vida:
Nunca pensé tener que escribirte esta carta. Compartimos el mismo desapego por el intercambio epistolar, cosa de sobra demostrada durante nuestras respectivas misiones internacionalistas o —más conclusivamente— en la experiencia única de los últimos veinte años. En otras palabras, solo condiciones extraordinarias como las actuales me harían escribirla.
Si las condiciones fueran ordinarias estas cosas debería de estártelas diciendo personalmente, y muchas ni siquiera te las tendría que decir. Debería de ser suficiente para ti con esa lucha a brazo partido contra una enfermedad que busca devorarte, pero ha de añadirse a ella el enfrentamiento a una dolencia humana mucho más letal: el odio.
El odio que no me permite retribuirte todos tus esfuerzos con ese merecido abrazo que quisiéramos darte los Cinco.
El odio que no me deja unir mi risa a cada una de las ocurrencias que brotan de tu inmenso coraje.
El odio que me obliga a adivinar por la fuerza de tu aliento, a través del teléfono, el accidentado desplazamiento de las líneas del frente en esta batalla que libras.
El odio que me impone la angustia de no poder acompañar en tu cuidado a todos los que te quieren; y que me impide estar ahí para apoyar a Sary y a los muchachos.
El odio que me niega el presenciar cómo se crecen nuestros sobrinos, que se han hecho hombres y mujeres en estos años. ¡Qué orgulloso te puedes sentir de tus hijos!
El odio que no me permite simplemente abrazar a mi hermano. Que me obliga a seguir desde un absurdo y distante enclaustramiento un proceso del que debería ser parte, como cualquier otra persona que ha cumplido una sentencia de encarcelamiento, de por sí suficientemente larga, dictada precisamente por el odio; pero aun para él insuficiente.
¿Qué hacer ante tanto odio? Supongo que lo que hemos hecho siempre:
Amar la vida y luchar por ella, tanto la nuestra como la de los demás. Enfrentar todos los obstáculos con una sonrisa en los labios, con la broma oportuna, con ese optimismo que nos inculcaron desde la infancia. Echar palante, guapear, no rendirnos nunca; siempre juntos y bien cerca, por más que se empeñen en separarme de mis afectos para castigarnos con ello a todos.
Hoy me vienen a la mente aquellos hermosos días de tus tiempos de atleta. Tú en la piscina y nosotros en las gradas, gritando tu nombre mientras tú braceabas, y el sonido de nuestras voces que te llegaba intermitente cada vez que asomabas la cabeza para respirar. Luego nos contabas como a veces escuchabas tu nombre entero, a veces el principio y a veces el final. Entonces nos entrenamos para esperar a que sacaras la cabeza del agua y en ese preciso momento todos, al unísono, gritábamos tu nombre. No podías vernos, pero el clamor de nuestra presencia llegaba a ti y sabías que estábamos contigo aunque no pudiéramos intervenir directamente en la lidia que se desarrollaba en la piscina.
Hoy la historia se repite. Mientras te enfrentas con todas tus fuerzas a este reto te sigo animando, ahora sumado a la familia que entonces no habías construido. Aunque no puedes verme sabes que estoy ahí, junto a los tuyos que son los míos. Sabes que este hermano, desde su insólito destierro, desde la angustia de la separación forzada, en las condiciones de libertad supervisada más absurdas, desde la dignidad de su condición de patriota cubano como lo eres tú y desde el cariño sembrado por la sangre y las vivencias que nos unen; está y estará siempre contigo. Cada vez que asomes la cabeza podrás sentir mi clamor junto al de mis sobrinos.
¡¡Respira Brother, respira!!
Te quiere tu hermano.
Rene