Alejandro, feliz el día que sostuvo la conversación más reciente con nuestra colega. (A la izquierda, su mamá; detrás los abuelos maternos, y en el extremo derecho, la tía Olga.) Autor: Roberto Morejón Guerra Publicado: 21/09/2017 | 05:05 pm
Desde el año 2003 no conversaba con Alejandro Domínguez Díaz. Entonces estaba él en la recta final de su décimo grado; y ahora lo tengo frente a mí, graduado como ingeniero informático en la Universidad Agraria Fructuoso Rodríguez, de San José de las Lajas, actual provincia de Mayabeque.
Es trabajador, hace ya meses, de la delegación provincial de Recursos Hidráulicos, donde tuvo como primera tarea diseñar un sistema para controlar la caída de las lluvias. Me cuenta que su labor ayudará a decidir en qué momento un embalse de agua podrá, o no, aliviar sus volúmenes. «Uno no puede dormirse con eso, porque los daños serían tremendos», habla mientras le noto muy cambiado: más optimista, más seguro de sí.
Algunas cualidades parecen no haber sido tocadas por el paso del tiempo: su hablar especialmente fluido, su inteligencia, y una sonrisa impecable.
—¿Cómo sientes que ha transcurrido tu vida hasta hoy?, indagué en el 2003. Y él: «Perfectamente, a pesar de los impedimentos y de todo lo que tuve. Con la familia mantengo las mejores relaciones (dijo respetuosamente y provocó aquella primera vez la risa de los suyos). En cuanto a los médicos, son para mí como hermanos. A ellos les debo la vida».
—¿Qué es lo que más te gusta hacer?, proseguí entonces.
—Divertirme y estudiar.
—¿Cómo ha sido tu relación con otros niños que no tienen tus problemas? ¿No te has sentido disminuido, no te has sentido diferente?, insistí.
—Siempre conversamos sobre otros temas. Asuntos relacionados con la escuela, no con el problema mío. Y hay niños que a veces hacen preguntas, pero yo siempre encuentro una respuesta.
—Sé que piensas estudiar una carrera universitaria, afirmé a sabiendas de que la meta todavía era lejana.
—Quiero estudiar Informática. En realidad no sabía mucho de eso hasta que llegué a noveno grado e instalaron computadoras nuevas en la escuela. Mientras yo esperaba por que me recogieran, me pasaba todo el tiempo en el laboratorio.
—¿Te sientes acompañado?, cerré un diálogo con alguien cuya vida todavía tenía pendiente la solución de grandes desenlaces.
—Nunca me sentí solo. Y no creo que las personas que me quieren me abandonen.
Obstáculos y empeños
A este joven, al nacer, se le detectó una malformación congénita conocida como Mielomeningocele*, por cuenta de la cual camina con dificultad y sufre otras limitaciones físicas. Esa afección, sin embargo, no dañó la capacidad intelectual ni los anhelos de quien la tiene.
Llegar al presente ha sido para Alejandro una historia preñada de obstáculos y saltos difíciles: al ver la luz de este mundo, los médicos pensaron que iba a morir. La primera intervención quirúrgica le fue realizada a las 48 horas de vida. Y luego vinieron otras que ya suman cerca de una veintena.
Para asombro de María Elena Díaz, la madre, un día el niño, muy pequeño, aprendió a nadar. En otra ocasión decidió hacer un triciclo para moverse en el barrio, y hubo que ayudarle hasta verlo realizado con lo que se había propuesto. Los médicos dijeron que el muchacho, a pesar de sus lesiones medulares, sería lo que él quisiera.
Él hizo el preescolar en su casa de San José de las Lajas porque su madre temía dejarlo en la escuela. Pero un día empezó a querer ponerse el uniforme y a relacionarse con otros niños de su edad. María Elena no tuvo más remedio, después de hablar con los especialistas, que arriesgarse y llevarlo a un aula.
Lo matriculó en una escuela de tres pisos, creyendo que Alejandro no pasaría del primer grado. Pero el niño llegó al segundo grado, cuyas materias se impartían en un aulita del piso último. Hasta allí el alumno llegaba en minutos, auxiliado de los pasamanos y de una muleta especial.
Cuando María Elena evoca cómo fue que su hijo pudo llegar al preuniversitario, no olvida su lucha desde los días en que Alejandro estudiaba el séptimo grado y ella temía que no se avizorara una solución para cuando él terminara la secundaria.
«Las opciones que iban apareciendo no nos satisfacían —recuerda—: ¿Cómo iba a matricular en una escuela de oficios (esa era la opción que en teoría había para él) si su situación física no le permitiría ser carpintero o algo parecido? A eso súmale que el preuniversitario estaba muy lejos y no había cómo llevarlo hasta allí diariamente. La situación se tornó desesperante.
«Pasé por todos los niveles, hasta llegar al Consejo de Estado, con una fe que nadie me pudo arrancar. Afortunadamente, el Comandante en Jefe Fidel dio la indicación de que Alejandro fuese matriculado en el preuniversitario de San José de las Lajas, y que los profesores le garantizaran sus estudios en la casa».
Los docentes iban en busca del alumno día por día, incluso los sábados. Llegaron a ser como de la familia, aunque nunca hicieron concesiones en el rigor académico. El mismo rigor que asumió el estudiante en el momento de someterse a las pruebas de ingreso, y así poder matricular en la Universidad.
Alegrías de Alejandro
—¿Cuándo te graduaste como universitario?
—El diploma lo recibí el 8 de julio del año 2010. Era la primera graduación de Informática que se hacía en esa universidad. Me pidieron decir unas palabras. Y lo hice con satisfacción, en un acto que quedó excelente.
—¿Cuántos profesores de la Fructuoso Rodríguez habrán pasado por tu hogar?
—Unos cuantos, y la mayoría venían muchas veces desde bien lejos. La profesora que me dio la asignatura de Cálculo, por ejemplo, es de Madruga. Venía a eso de la una de la tarde y se iba sobre las tres para la universidad, donde tomaba un ómnibus con el cual llegar a su casa. Durante cinco años todo fue así.
—Muchas personas ayudaron…
—Unas cuantas. Y la universidad hizo grandes esfuerzos para que el transporte nunca fallara, y para que los profesores llegaran hasta mí a pesar de que en algún momento llegó a haber déficit de ellos.
«En una primera etapa los maestros llegaban hasta donde yo estaba gracias a un jeep. Después lo hacían en una moto. Así pude hasta examinarme en casa, con la misma exigencia académica que enfrentaban los demás. En mi carrera también apoyaron mucho los estudiantes, y unos cuantos amigos.
—¿Te atrasaste como estudiante?
—Nunca. Un mismo profesor que impartía clases en la universidad era el que me atendía personalmente. Pero si por alguna razón no podía visitarme, se apoyaba en un alumno ayudante que casualmente podía ser un amigo mío de aquí de San José de las Lajas.
—Hablemos de tu trabajo.
—Siempre voy. Me gusta. Y siento que lo que hago es muy necesario. Nadie me ha señalado límites.
Valió la pena
Alejandro, en lo físico, luce mejorías notables. «Es posible que muy pronto lo vuelvan a intervenir quirúrgicamente —anuncia la madre—. Los médicos están buscando para él una mejor calidad de vida».
María Elena también está muy cambiada desde aquel diálogo nuestro del año 2003. «Entonces te sentí abrumada —le confieso—. Hoy luces más tranquila».
—Ahora, si siento que me abrumo, será por el trabajo. Porque Ale va cogiendo su camino. La vida me demostró que yo tenía razón. Que lo que hice valió la pena. De no haber sido tan enérgica defendiendo el futuro de mi hijo me hubiera pasado los días pensando en lo que pudo haber sido y no fue. Yo di el salto; me arriesgué, y pude triunfar.
«Te confieso mi resistencia a que Alejandro, una vez graduado de la universidad, fuera a la reunión de ubicación laboral. Seguramente no lo van a ubicar, pensé. Pero él fue a su reunión y le asignaron su centro laboral como a cualquier otro estudiante. Se presentó solito en el trabajo. Y por lo que me cuenta, por la frecuencia con que va, sé que allí se siente bien, que lo quieren, que valoran su voluntad y esfuerzo.
«Él se crece, busca soluciones, trata de insertarse en un medio para ver cómo puede ser útil. Él tiene algo que vale mucho y es su decisión de imponerse. Porque la vida de por sí es muy difícil, y si encima de eso no nos imponemos…».
Gratitud
El 17 de junio del año 2010 Alejandro escribió estas líneas dedicadas al Comandante en Jefe Fidel Castro:
«Le escribo para comunicarle algo que me sucedió y en lo cual usted ha tenido mucho que ver para que lo consiguiera. Realicé la defensa de mi tesis para optar por el título de ingeniero informático. Todo me fue bien, a pesar de que estaba un tanto nervioso por la tensión de varios meses de preparación (…), pero ya terminé mi etapa de estudiante y soy universitario.
«Espero que la noticia que tenía para darle lo ponga tan alegre como a mí, a fin de cuentas este logro también es suyo.
«Le dejo un fuerte abrazo y mis mejores deseos de bienestar y salud para usted. Cuídese mucho.
«Alejandro».
*Mielomeningocele es una anomalía congénita contemplada dentro del grupo de las malformaciones del cierre del tubo neural. Es la forma más severa de la espina bífida, una enfermedad donde la columna vertebral no se cierra completamente durante la formación del niño dentro de la madre. Entre las secuelas neurológicas, se encuentran la parálisis de miembros inferiores y la incontinencia urinaria.