En las mejores temporadas las diferentes jaulas han concentrado hasta un total de cien ejemplares. TRAMOJO I, Taguasco, Sancti Spíritus.— Como trapo viejo las jutías atraviesan a cada rato la piel de Pedro Arturo Méndez. El campesino muestra las cicatrices de su cuerpo con el orgullo de un gladiador invicto.
Hay gente para todo, hubiera sentenciado mi abuela si conociera a este espirituano que interactúa cotidianamente en el patio de su casa con alrededor de 40 ejemplares de estos animales, de especies conga y cariblanca, tan representativos de la fauna cubana.
A pesar de lo inusual de su afición desde la infancia, con casi 50 años recibe el abrazo de la naturaleza por contribuir a preservar uno de los mamíferos más amenazados por la indolencia humana en nuestra Isla. Cuida las jutías en cautiverio para luego devolverlas a lugares protegidos, lejos de los cazadores furtivos.
«Mi familia cree que voy a enloquecer porque me tiro de la cama a las dos de la madrugada ante el chillido de estos animales», cuenta Pedro, testigo del nacimiento de cada nueva cría. Gracias a sus desvelos muestra asombrosos resultados en la reproducción, si se toma en cuenta que varias de sus ju-
tías han parido hasta dos veces al año, según afirma, suceso nada común fuera del medio natural.
En las mejores temporadas las diferentes jaulas han concentrado hasta un total de cien ejemplares. La más grande pesó diez libras. Todavía se ve obligado a inhalar una bocanada de humo para revivir la tarde cuando perros intrusos le desguazaron parte de aquella camada. «Yo soy duro para llorar, pero ese día por poco se me aflojan los pantalones».
Dentro de la jaula juguetean. Las madres intercambian sus cachorros a la hora de amamantarlos.
Ante el espectador distante estos roedores se muestran como criaturas pasivas. No obstante, cuando Pedro entra en la jaula a la hora del alimento, las hembras gruñen como perras para alejar cualquier amenaza contra sus hijos. «El momento más apretado resulta el de las curaciones, después que se fajan entre ellas».
Sin embargo, «yo soy incapaz de maltratarlas, a pesar de los mordiscos». El criador, sin rencores, limpia después sus propias heridas. «Sí, a mí me gustaría repartir planazos, pero entre quienes me proponen comprar o comerse mis animalitos».
El jutiero disfruta cuando combina el gustico que deja el café con orgullosas explicaciones de su particular oficio, el cual alterna con las labores en la cooperativa, incluso cuando llega más cansado.
«Casi nadie sabe que el macho se distingue porque deja una mancha en el piso al secarse su orine. Mucho menos se conoce que cuando paren cortan el cordón umbilical con los dientes. Las jutías criadas en cautiverio son más mansitas, les cuesta un poco más de trabajo subir a matas. A pesar de ello, se adaptan rápido a la manigua».
Con todos esos conocimientos el guajiro ha hipnotizado al resto de su familia. No resulta extraño observar a su hija acompañada de una jutía mona en el borde del balance, mientras barre la sala. Lamentablemente, el criador solo ha logrado algo de apoyo en instituciones como la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre.
A pesar de tantas vicisitudes, Pedro y sus parientes esperan el momento final: ese en el que cada animalito entra a la manigua como impulsado por el primer suspiro, como acabado de salir del vientre en que fueron engendrados. Las heridas por las mordidas, laten en los brazos del jutiero. Su cuerpo agradece otro regalo a la supervivencia.