Al pasar los días, la situación de los pobladores de Oviedo comenzó a tornarse cada vez más difícil. La guerra arreciaba, y cada vez era mayor la escasez de alimentos y medicinas, utilizadas exclusivamente para los soldados y para las familias de la oficialidad. Las reservas compradas por mi madre, disminuían con rapidez dado que éramos nueve. Mi madre y mis tías comenzaron a racionar los alimentos.
Como si fuese poco, los ataques de los republicanos también arreciaron, con aviones de bombardeo que dejaban caer su carga mortal sobre la ciudad. Nosotros queríamos que siguiesen bombardeando los aviones republicanos, pues como eran los nuestros, pensábamos que cuando entrasen en la ciudad, mi padre saldría de la cárcel. Eso no impedía que sintiésemos miedo, ¡mucho miedo!, cuando las sirenas de las fábricas y las campanas de las iglesias anunciaban la llegada de los aviones. Entonces teníamos que bajar las escaleras corriendo para guarecernos en el sótano del edificio donde vivíamos y esperar allí, reunidas todas las familias de los distintos pisos, hasta que los aviones se retiraban. Las bombas hacen un sonido especial cuando van bajando por el aire, es como un silbido aterrador; ese era el momento de mayor miedo. Nos abrazábamos a mi madre y esperábamos. Cuando se escuchaba el estallido, sabíamos que esa bomba no nos había tocado a nosotros.
Las paredes del sótano fueron forradas con colchones de las casas para proteger a los allí refugiados, por si explotaba alguna bomba en la acera. Varias veces tuvimos que pasar más de una semana en el sótano, con escapadas mínimas a las casas, casi siempre en las noches, para regresar inmediatamente. En una ocasión, una bomba explotó en la ventanilla del sótano que daba a la acera de la calle y la pared cayó sobre las familias hacinadas en el salón. Los colchones protegieron sus cuerpos y no hubo más que heridos, entre ellos yo. Un pedazo de metralla que saltó de la bomba cayó sobre mi muslo y me hizo una pequeña herida, de la cual salía la sangre en abundancia. Como casi no había con qué curarla, solo un desinfectante que mamá utilizaba, la herida no pudo ser suturada y cuando sanó, mucho después, siempre dejó una marca en forma de círculo. Pero otros salieron peor, con heridas en la cara y cuerpo, y mucha sangre perdida. Nunca podré olvidar ese día en que un bebé, hijo de una amiga de mi madre, sangraba por la cara y casi no se veían sus ojos. Después lo vimos vendado y no fue tan grave como parecía al principio.
El comedor de nuestra casa recibió el impacto de varias balas de cañón, dejando boquetes en la pared, además del destrozo de la mayor parte de la vajilla y los vasos. Inconcebiblemente, en una jarra de cristal había caído un pedazo de ladrillo sin romperla, y nosotros la guardábamos como un trofeo de guerra. Al paso de los días, ya los bombardeos no nos asustaban tanto y, aunque bajábamos al sótano, lo hacíamos con naturalidad, y siempre tratábamos de llevar las cosas más necesarias: sobre todo agua y algo de comer. En varias ocasiones nos sorprendió la llegada de los aviones en medio de la comida, así que cada uno cogía su plato antes de bajar al sótano, creo que lo poco que había para comer no era para desperdiciarlo por una bomba más o menos, así pensábamos.
Los días iban transcurriendo sin que los republicanos pudiesen tomar la ciudad, y la vida había que organizarla para poder sobrevivir sin enloquecer. Las escuelas estaban cerradas pues no se podía caminar por las calles. Mi madre decidió, con la ayuda de las hermanas, seguir con las lecturas y el estudio, además de enseñarnos las más diversas tareas: bordar, tejer, escribir cuentos cuando había electricidad, realizar juegos con las manos o las cartas, y otras muchas cosas. Había que entretener a cuatro niños, la mayor de diez años y la menor de cinco. En las largas estancias en el sótano, la tarea más repetida era la de tejer, pues hasta con la luz de un mechero se puede llevar el hilo de lana a las agujas. Llegamos a saber hacerlo muy bien, incluso mi hermano, el que era más difícil de controlar. Mi madre tejía con gran habilidad con cinco agujas, de pequeño tamaño cada una, con las cuales se tejen tapetes circulares y llegamos a aprender y manejarlas muy bien.
Lo otro más difícil era entretener los estómagos de esos niños, y los suyos propios, pues la comida iba siendo cada vez más escasa; llegamos a tener que desayunar cocimiento de alpiste, primero con azúcar y luego sin azúcar. Creo que todos pasábamos hambre, pero como es lógico, yo recuerdo la mía en particular. En el edificio había una madre sola con un niño de brazos, su esposo estaba en las filas de los milicianos de la República, y todavía le quedaban unas latas de harina lacteada para alimentar al bebé. El niño, como casi todos, no terminaba de tomarse el pomo de la leche y yo tenía la costumbre de quedarme a su lado mientras él ejecutaba la acción de beber, para cuando al final, si dejaba una onza o dos en el biberón, su mamá le quitaba el chupete para que yo tomase el resto. No sé si alguno de mis hermanos hizo algo semejante, pero yo recuerdo que esperaba ese momento con ansia, tal vez por ser entre todos, la más saludable y hambrienta. Cuando ya yo tenía veinte años y nació mi primer hijo en Cuba, me recomendaron darle harina lacteada; ya tenía dormida en mi memoria el hambre de aquellos días de la infancia, pero cuando probé el preparado que le iba a brindar a mis hijo, el corazón me dio un vuelco y comenzó a latir apresuradamente: tenía ante mí la niña de siete años que esperaba los restos del biberón del bebé vecino. Los olores y sabores, así como la vista, actúan como un resorte de la memoria en un momento dado, y eso me había ocurrido al olor y sabor de aquella harina lacteada de mi hijo.