Aquel 2 de diciembre de 1956 el Granma entró en la historia de la Revolución Cubana, que ya celebra el aniversario 50 de su triunfo. Hoy, JR ofrece un acercamiento a esa inolvidable gesta
Un grupo de hombres emprenden un peligroso viaje la madrugada lluviosa del 25 de noviembre de 1956. La proa de la pequeña embarcación enfila hacia un mar embravecido con olas fuerza cinco, debido a la entrada de un fuerte frente frío, mientras se aleja de las titilantes luces del puerto de Tuxpan. Fidel Castro Ruz va al frente; su destino: franquear las encrespadas aguas del Golfo de México y llegar a las costas cubanas para poner punto final a la más sangrienta y reaccionaria tiranía que oprimía a nuestro pueblo.
Ya son historia las luchas estudiantiles, el asalto al Cuartel Moncada, el presidio, la represión, las torturas, los difíciles días del exilio y la intensa preparación física, pero lo más importante es que, durante estos años, maduraron un método de lucha y trazaron el camino a seguir.
El Granma, débil embarcación, cruza el rompiente donde agitadas olas chocan contra la barrera coralina que bordea la costa. La pequeña nave comienza a convertirse en la heroína legendaria de esta peligrosa y casi suicida expedición. En su interior, cada espacio disponible está ocupado por pesadas cajas de balas, armamento, ropas, combustible y combatientes. Todo se acomoda y se reparte; si alguien se levanta, difícil le resultará ocupar de nuevo su sitio.
Se trata de un yate construido para llevar a bordo unas 20 personas, pero en esta ocasión soporta más de 80. Sobrecargado, se hunde y emerge entre la violenta marejada que lo sacude; el mar salta y se introduce por cuanto lugar encuentra posible, y a cada momento la angustia de un naufragio hace latir más intensamente los corazones de aquellos hombres.
Para Fidel y el pequeño grupo expedicionario, el problema a resolver es organizar y conducir al pueblo cubano a la victoria final mediante una revolución liberadora.
El Granma surge entre la espuma de las gigantescas olas; el viento del norte —furioso y agresivo— trata de frenarlo e impedir su verdadero destino y durante casi toda la travesía se muestra implacable como para corroborar que del norte vendrían siempre la mayoría de las embestidas.
En el transcurso de los días el mar continúa agitado; surgen nuevos contratiempos, el hambre, la sed, el mareo y la fatiga, junto al peligro de ser descubiertos por la aviación o la marina enemiga.
Una terrible noticia angustia al grupo expedicionario, por la radio de a bordo, el 30 de noviembre se enteran del fracaso del alzamiento de Santiago de Cuba.
Finalmente, a unas 13 millas del faro de Cabo Cruz, en la madrugada del día 2 de diciembre de 1956, se traza un nuevo rumbo en dirección nordeste con la esperanza de arribar a las costas cubanas.
Frente a los CayuelosUna línea oscura se perfila en el lejano horizonte, pero una incógnita se apodera del pequeño grupo de expedicionarios debido a que no se conoce con exactitud el lugar del desembarco, escogido por imperativos del momento. Todos se preguntan si es realmente tierra firme o un cayo.
Nuevas dificultades retrasan la ruta de la nave. Es rescatado un tripulante que cayó al agua y horas después el Granma encalla frente al lugar conocido como Los Cayuelos, ubicado entre Punta Coloradas y Punta Purgatorio, a unos dos kilómetros de Playa Coloradas.
Lentamente, en la medida en que se levanta la difusa luz del amanecer, comienzan a apreciarse los detalles de la costa. Es una interminable franja de manglares; una pared verde donde no se distingue ni un espacio libre, ni una abertura siquiera, solo una barrera inacabable que no facilita el acceso, ni permite apreciar un punto de referencia. Cuando prácticamente es de día, y la posibilidad de ser descubiertos por la aviación del tirano o por sus buques de guerra representa un peligro inmediato, la orden para desembarcar es necesaria y urgente.
Se lanzan al mar los primeros expedicionarios, entre ellos va Fidel. Algunos se hunden hasta el pecho; a otros de más baja estatura el agua casi los tapa; comienza la parte más angustiosa y difícil de estos primeros momentos. Todavía nuevas y mayores dificultades, y peligros, tendrá que sufrir el destacamento expedicionario.
Su peso corporal y del armamento que cargan, los hunde hasta el fondo cenagoso. El avance para alcanzar las primeras raíces del mangle se dificulta extraordinariamente. La prueba de resistencia que se le impone a cada uno es agotadora; la mayoría de los hombres han sufrido los embates de un mar violento durante una semana de travesía, casi sin alimentos ni agua. Pero la fatiga y la debilidad no son freno para la voluntad y el esfuerzo por avanzar hacia tierra firme.
Empapados y cubiertos de fango atraviesan la intrincada maraña de raíces del mangle costero. No bien han terminado de cruzar el medio centenar de metros que los separa de lo que creían la orilla, comienza una nueva lucha frente a un enorme muro vegetal formado por miles de raíces y follaje que, denso y tupido, se alza desde la misma superficie para volverse a hundir de nuevo.
Por esta impenetrable madeja de raíces, llenas de escaramujos que desgarran la piel y rasgan la ropa, es imposible avanzar en línea recta, pues las botas se enredan y se atascan en el fondo cenagoso y pestilente. El camino debe ser por las ramas más altas, pero a veces estas se doblan o resbalan ante el peso del combatiente, que se desploma en el agua, quedando trabado al igual que las armas y demás equipos.
Enterrados en el fangoEn ocasiones quedan enterrados en el fango hasta el pecho; cada paso logrado es casi una victoria, no obstante continúan avanzando hasta rebasar la franja de unos 40 metros de mangle rojo que crece a lo largo de esta costa; demoran más de una hora, en dura batalla, para vencer este inicial obstáculo. Una nueva dificultad, peor que la anterior, los sorprende; ante la vista aparece una espaciosa laguna cenagosa, bajo la fina lámina de agua tibia y salada se nota un fondo turbio y blando, presagio de temibles tembladeras de las que probablemente no se pueda salir jamás.
No hay punto de apoyo ni sostén posible en esta desesperante marcha. En cada movimiento el fango oscuro se pega obstinadamente al cuerpo de los expedicionarios. Cada paso representa un esfuerzo sobrehumano y agotador; la realidad de tener que conquistar cada metro y, peor aún, la cruel incertidumbre de no haber podido verificar con certeza el lugar dónde se encuentran solo es comparable con una terrible pesadilla. Por si fuera poco, voraces plagas de jejenes y mosquitos caen sobre ellos. Han caminado unos cuantos metros y la ciénaga no cede, no se acaba, en realidad no es tan extensa como difícil resulta vencerla.
Pedazos de raíces y troncos partidos de antiguos manglares emergen del lecho fangoso, movedizo y traicionero, y como punzantes agujas se clavan en las piernas y las botas de los que se atreven a cruzar por sus dominios; cada caída significa una lesión, un dolor agudo, una herida irreparable. Al final, de nuevo otra zona de manglares, esta vez la densa pared vegetal con raíces en forma de arcos entrelazados, convertidas en grandes jaulas entre guías, ramas y hojas, pero, al andar solo una docena de metros, tropiezan con angostos esteros de agua salada que fluye limpia desde el mar con su peculiar color rojizo, por la resina de la cáscara del mangle rojo que crece en esta zona.
Precario equilibrioCruzar por estos parajes tampoco resulta fácil, ya que el fondo, aunque firme, es más profundo y en muchos casos se necesita ayuda para pasar el armamento y evitar que se moje. Continúan la marcha en precario equilibrio sobre ramas y follaje, tratando de avanzar con aparatosas acrobacias dentro de aquel inacabable infierno.
No hay regreso posible. Es preciso determinar, conocer, decidir qué hacer. En ese momento, desde uno de los troncos más altos, uno de los expedicionarios divisa el fin del mangle, los ánimos se despiertan y se renuevan las fuerzas. Detrás del manglar se extiende una ancha franja intermedia antes de la tierra firme, en la que crecen, junto a diferentes plantas herbáceas, árboles como el patabán y la yana, helechos, bejucos y palma cana, entre otros, pero la más abundante es la hierba cortadera, que cubre prácticamente toda la extensión y semeja, desde lejos, un manto verde, bajo y ondulante.
Se abren paso por entre las hojas, filosas como navajas, que desgarran los uniformes y laceran las manos, la cara y todo cuanto tiene la desgracia de rozarse con ella.
Después de más de cuatro horas de una agotadora lucha, atraviesan los casi 1 500 metros hasta la verdadera costa. Los combatientes, agotados, pisan la tierra firme. Ya están en Cuba y se hace realidad la promesa de Fidel: «En 1956 seremos libres o seremos mártires».
Ha concluido la proeza del Granma, de la travesía y del desembarco. A partir de aquí nuevas experiencias, fracasos y victorias marcarán el destino de estos 82 hombres que, con su esfuerzo, su sangre y hasta con su vida, afirmaron la voluntad de lucha para lograr un camino que la historia, los hechos y la realidad se encargaron de demostrar que era el verdadero camino.
(*) En los años 70, el autor anduvo el mismo trayecto entre mangles y pantanos para vivir parte de la experiencia de los expedicionarios del Granma, la cual narra en este trabajo.