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Una familia entera contra el invasor

Testimonio de Miguel Valle Miranda, quien junto a su familia combatió la invasión mercenaria organizada por Estados Unidos en Playa Girón

Autor:

Juventud Rebelde

«Lo que Cuba puede dar y ha dado ya, es su ejemplo». (II Declaración de La Habana, 4 de febrero de 1962).

«Mi padre, Alejandro Valle, andaba con nosotros, también fusil en mano, por la Ciénaga de Zapata, combatiendo a los mercenarios. Han transcurrido 47 años, pero aquella experiencia de toda nuestra familia en Playa Girón —como la de muchas otras en Cuba— es sencillamente inolvidable».

Nos habla Miguel, capitán de navío retirado de la Marina de Guerra Revolucionaria, uno de los integrantes de la familia de los Valle Miranda, naturales de Güira de Melena y veteranos de la epopeya de Playa Girón.

Su padre, su padrastro y sus hermanos varones pertenecieron todos al heroico Batallón 180, encabezado por Jacinto Vázquez de la Garza, un teniente de Milicias de los del rombo de metal en la boina verde olivo, por ser graduado de la Escuela de Oficiales de Matanzas, a cargo del Capitán José Ramón Fernández.

El tronco de esa familia, Alejandro Valle —ya fallecido— pudiera ser considerado como un Marcos Maceo en los días «luminosos y tristes» de los combates de Girón, porque allí pelearon con él en el referido batallón, sus tres hijos: Alejandro, de 17 años; Miguel, de 20 —nuestro entrevistado— y Eloy, de 22.

En Güira de Melena quedaron, en tareas de defensa de la Revolución, la madre de aquellos milicianos, Ángela Miranda Suárez, y una de sus dos hijas, Candelaria —Candita— mientras que en El Gabriel, estaba la otra, Isa, alfabetizando.

Entre los más nobles orgullos de estos tres hermanos milicianos, estuvo siempre el instante aquel en que el padre, Alejandro, con sus 52 años a cuestas en las arenas de Girón, iba para su pozo de tirador y delante de él caminaba, con sus pasos largos y firmes, el Comandante en Jefe.

«Sí, Fidel. Figúrese usted la emoción de nuestro padre y el ejemplo que le daba el Jefe de la Revolución. Nos contaba el viejo que por su mente enseguida pasó la idea de que si el artífice del Moncada, del Granma y de la Sierra estaba también en la pelea contra la invasión, ¡él tenía que morirse allí!».

El hijo puso preso al padre

El joven miliciano de 20 años, Miguel Valle Miranda, que peleó en Girón en abril de 1961, en el Batallón 180. Foto: Cortesía del entrevistado. Ahora Miguel nos cuenta algo realmente insólito y ejemplarizante. Explica que él, con 20 años solamente, ya era muy recto y exigía la disciplina como todo un militar, al punto de que, cuando creyó que su propio padre Alejandro, soldado de su compañía —la segunda— había cometido un desacato durante la movilización en la antigua finca del vendido sindicalista Eusebio Mujal, lo tomó preso.

«Mi padre era del tercer pelotón, al mando de Ernesto Echazábal, de la segunda compañía. Tuve que hacerlo. No podía permitir que la disciplina, tan necesaria siempre, se resquebrajara. Por eso, con dolor de mi alma, lo hice, sin que me temblara la voz, para que los subordinados vieran cómo era la cosa», evoca Miguel.

Y aclara: «Yo no era así, tan estricto en la exigencia de la disciplina, pero no me arrepiento de haberlo aprendido de un hombre íntegro, Jacinto, el jefe de nuestro batallón».

Recuerda también Miguel que cuando su hermano Eloy se enteró de esto, fue a verlo inmediatamente, muy indignado, y le dijo: «Yo no puedo ver bien que tú, mi propio hermano, prendas al viejo. ¿Tú estás loco, cómo se te ocurre hacerle eso a papá?».

«Cuando él me habló así, en un tono totalmente descompuesto, olvidando mi responsabilidad militar, le contesté enérgicamente: “¡Tú también estás preso, coño! Aquí la disciplina es pareja, y el jefe soy yo, ¿no?”.

«Ante esa respuesta mía, mi hermano se fue a millón de allí, y después supe que lo de mi padre era un problema de mala interpretación, y todo quedó ahí».

Ningún Valle Miranda se raja

«Tengo que reconocer —continúa Miguel— que por las venas nuestras corre sangre de los Valle Miranda. Sí, porque la vieja, que murió a principios de la década del 80, era otra brava o, para decirlo como hablaba nuestro padre, “una nueva mambisa, como la madre de los Maceo”. Ella nos alentó a ser milicianos del Batallón 180, sobre todo a Eloy, que fue el último en integrarlo, un mes después de crearse el Batallón.

«Ella fue a despedirnos al parque de Güira, cuando partimos rumbo a Girón. Mi padre y ella estaban separados, pero nuestro padrastro, Manuel Amat Elejarde, “Manolé”, iba con nosotros también como miliciano del batallón. ¡Ese era otro corajudo!, para no decir la palabra más cubana». Falleció en 1988. ¡Éramos casi una familia entera contra el invasor!

«Pues bien —precisa—, cuando caminábamos los 62 kilómetros para entrenarnos, foguearnos y ganarnos la boina verde olivo, alguien le dice a mi hermano Eloy: “Tu papá se rajó”, y viró enseguida a ver por dónde se había quedado. Cuando llegó hasta él y le preguntó qué le pasaba y por qué se había rajado, lo mandó p’al diablo. Entonces le dio un abrazo al viejo y corrió junto a su gente, para no quedarse atrás, pensando: “¡Ningún Valle Miranda se raja, compadre!”».

El viejo creyó muerto a mi hermano

«De mi padre y mi madre todos aprendimos que ningún Valle Miranda se raja», dice Miguel. Foto: Heriberto González Brito Miguel rememora una anécdota muy triste de Girón, cuando habla del día en que al padre le dicen que han matado a uno de sus hijos, Eloy.

«Siempre el viejo —comunista desde 1934 y fidelista desde que supo que Fidel existía y luchaba por el pueblo— aseguraba que los comunistas verdaderos quieren sin hipocresía a su patria y a su familia, y no traicionan por ningún dinero del mundo. Y al oír que posiblemente mi hermano estuviera muerto, ¡imagínese qué noticia para él!».

Igualmente recuerda un relato del propio Eloy, cuando el 18 de abril, como a las diez de la noche, comenzaron a avanzar por el monte, a la izquierda de la carretera de Playa Larga, luchando contra el diente de perro, el mangle, los mosquitos, los jejenes y el miedo.

Andaban como perdidos. Y los mercenarios les cayeron a tiros, con todos los hierros. Fue violento aquello. Lanzaron contra ellos todo lo que tenían. ¡Hasta con mortero les tiraron!

«Y hubo que lanzarse al suelo. Lo malo del monte pasó enseguida a un segundo plano, porque estaba en juego el pellejo. Se acabó el miedo y empezó a aumentar el odio por el invasor. Para avanzar había que arrastrarse. Allí matan a un compañero, Pedro Rodríguez Santana y tienen varios heridos. Uno de ellos, Ricardo Iglesias, jefe de la Compañía. Hubo que mandarlo para la retaguardia. Los compañeros de mi hermano Eloy le pidieron que asumiera el mando y luego Jacinto, el jefe del batallón, lo ratificó.

«Como Iglesias y él andaban siempre juntos, se corrió la voz de que mi hermano estaba muerto. Y entonces Alejandro, nuestro padre, lo fue a buscar, para saber si era cierto aquello. Él nos contaba que caminó mucho, desde el camino que conduce a Buenaventura, hasta el otro extremo de Playa Larga, relativamente cerca de Girón.

«El viejo solía contarnos y contar a los amigos del barrio, que “iba con el alma en un hilo”. Que “apenas le pesaba el fusil FAL en la mano, y que ningún mercenario lo hubiera podido detener si no era matándolo. Decía que “lo que sí le pesaba era el corazón, hasta que lo vio en cuclillas, buscando un punto en un mapa, en un atlas”.

«Aseguraba nuestro padre que fue un momento muy duro. Y el propio Eloy nos decía que él se dio cuenta de que estaba allí porque lo había creído muerto y que llegaba ante él para estar seguro, pues no pensó encontrarlo vivo. Eloy nos explicaba: “Nos miramos, como un padre y un hijo en ese trance tremendo”. Y aclaraba: “Cuando confirmó que era yo, que vivía, las lágrimas le nublaron los ojos y se negaban a caer, porque, comunista al fin —así lo contaba— las sostenía ¡a coraje puro! Entonces se dio vuelta y partió, feliz, hacia el sitio de su compañía”».

¡Ese es mi hijo!

«Por último quiero contarle lo que mi hermano Eloy, con un enorme sentimiento de orgullo libre de petulancia, le decía a todo el mundo, al referirse a la experiencia hermosa de Playa Girón: “Al llegar a Güira de Melena, cuando faltaban varios kilómetros, el jefe del batallón nos informó que desfilaríamos, marchando, organizados y disciplinados ante el pueblo, que nos recibiría con júbilo, pero que si alguno de nosotros veía a un familiar, fuera quien fuera, no podía salir de la formación, ni mirar, ni saludar, ni gritar, ni hablar, hasta que terminara el desfile; que había que ser cumplidores de lo establecido hasta el último momento, tanto en la guerra como en la paz, que es más difícil. ¡Es una orden!”».

«El pueblo entero estaba allí. ¡Qué alegría! Era más grande aun la cosa que en las ocasiones anteriores, al regreso de las diferentes movilizaciones.

«Mi hermano recordaba: “Íbamos marchando y oí la voz de mi madre que decía, casi gritando: “Ese miliciano, sí, el negrito, el jefe, ¡ese es mi hijo mayor!” Y me dijo mi hermano que con un nudo en la garganta, tuvo que seguir indiferente por fuera, aunque por dentro le brincaba el alma y continuó dando la voz de mando: “Uno, dos, tres, cuatro”, como lo hacíamos al principio, apartados allá, por el cementerio.

«Óigame, en esas circunstancias no poderle dar un abrazo a la vieja, era algo muy duro, aunque en verdad lo reconfortaba saber que Ángela, mi madre, era una Miranda, de la estirpe de Mariana Grajales, de Celia Sánchez, de Haydée Santamaría, de Melba Hernández, de Vilma Espín, de Teté Puebla, y las mujeres así son de acero, compadre, de acero».

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