La tecla del duende
En la camagüeyana Santa Cruz nació nuestra tertulia número 18. Hablar de la felicidad fue la primera propuesta de Eilyng, su animadora, y resultó que muchos de los presentes teníamos en común el regocijo de los años de magisterio, y como máximo placer el de volver a casa y besar a los queridos.
La lluvia puso a prueba la vocación teclera de los invitados, pero la biblioteca municipal nos dio cobija en la noche del miércoles y nos premió el arte de los jóvenes Anabel y Pável, pareja de sueños y música.
La eterna Enma viajó desde Chambas hasta sus raíces santacruceñas para arrastrar familia y vecinos a esta tertulia inaugural, una cita perpetuada en el «vidrio» gracias a William y María Elena, los duendes fraternos de Survisión. (Reporte de Mileyda)
A los cinco años aprendí que a los pececitos dorados no les gustaba la gelatina. A los ocho, que mi profesora solo me preguntaba cuando yo no sabía la respuesta. A los diez, que era posible estar enamorado de cuatro chicas al mismo tiempo.
A los 12 años supe que cuando mi cuarto quedaba del modo que yo quería, mi madre me mandaba a ordenarlo. Y a los 15, que no debía descargar mis frustraciones en mi hermano menor, porque mi padre tenía frustraciones mayores y la mano más pesada.
A los 20 conocí que los grandes problemas siempre empiezan pequeños. Y a los 25, que nunca debía elogiar la comida de mi madre mientras comía algo de mi mujer.
A los 30 entendí que cuando mi esposa y yo teníamos una noche sin chicos, pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de ellos. A los 38, que siempre que estoy viajando, quisiera estar en casa; y siempre que estoy en casa, me gustaría estar viajando.
A los 39 advertí que tu compañera te ama cuando sobran dos croquetas y ella elige la menor. A los 42 me enteré de que una vida sin fracasos, es la que no tiene los suficientes riesgos. A los 55, que es imposible irse de vacaciones sin subir cinco kilos. Y a los 60, que es razonable disfrutar del éxito, pero no se debe confiar demasiado en él.
A los 63, me convencí de que no puedo cambiar lo que pasó, pero sí dejarlo atrás. Y a los 67, que si esperas a jubilarte para disfrutar de la vida, esperaste demasiado.
A los 81 aprendí que te amé menos de lo que hubiera debido. Y a los 92, que todavía me queda mucho por aprender... (Enviado por una abuela capitalina)
Reinier: Te beso, luego existo. Tu chiquita
My precious: Robaste mi centro de gravedad; ya no dudes: sin ti me caigo. Tu corazoncito
Todos deseamos llegar a viejos; y todos negamos que hemos llegado. Francisco de Quevedo