La tecla del duende
Recordar. Conmover. Compartir. Son los primeros verbos de la ternura que llegan a las manos para narrar el fin de semana último. Abuelos. De ellos y con ellos hablamos, porque abril nos trae la porfiada idea de homenajearlos. Y no hay asombro mayor o dicha más misteriosa, que la de verlos jugar, reír, abrir las puertas inefables de la existencia, a la curiosidad de sus nietos.
«Los hombres necesitan quien les mueva a menudo la compasión en el pecho, y las lágrimas en los ojos», dijo alguna vez un padre amoroso. Este fin de semana, en G y 21, ese raro estremecimiento acortó voces y gestos, humedeció palabras, nubló nostálgicamente la tarde. «Y es bueno que pase de vez en cuando, decía Nancy, porque de esas conmociones lindas aflora siempre lo mejor del ser humano».
Gilda repartió a su abuela María, que está aunque se haya ido tres meses antes de que ella se graduara. Como Yinet, a quien ya su abuelita no conoce, pero se pone muy contenta al verla.
«Aprendemos a ser padres cuando somos hijos, e hijos cuando somos abuelos», sentenció Carmen, mientras Walkiria advertía que no hay escuela como un día tras otro para saber ser madre de las madres. El buen Troadio nos narró enigmas con las energías de un infante ansioso, mientras el Moro, no hallaba mejores palabras que la foto de su nieta. Lili, con voz de encender amores, alisó el largo cabello de su bisabuela, «porque yo le prometí que sería ella, y ella me dijo que sería yo».
Pero al sol añejo del sábado siguió el antiguo amor del domingo. En el Centro Gerontológico de Colón, en Matanzas, una rueda de taburetes y sillones, con espacio en el centro para muñecas y soldaditos, armó una de las tertulias más insólitas que en la tecla han sido.
Luis Oscar (Sopita) conspiró durante semanas para que la peña saliera a pedir de alma. Más bien habría que llamarlo «Sopón», porque supo sazonar la sustancia del afecto para que todos quedaran enamorados.
Payasos con cuentos pícaros; aquella niña esbelta con su cuento de cuando vino el huracán y la abuela que se vistió «con ropas viejas, una camisa rota y un sucio pantalón», para cantar El Espantapájaros.
La abuela Hilda, orgullosa de sus cinco nietos, y el silencioso Evelio, doblado por los años, pero en pie y mirando al fondo de las cosas. Cira, que dio tela para las muñecas; y los que aportaron de sus escasos dineros para comprar regalos.
Allí estaban el abuelo de guayabera y bombín; y aquella gordita que se reía maliciosa mientras se balanceaba. Todos retratados en el lente de Aldo, el psicólogo, o esperando las dulzuras de Teresita, la directora, o las ocurrencias de Padilla, con sus 11 años de trabajo entre los mayores. Tejiendo historias para el libro de filigranas y estrellas que adornó Ana María.
En el CEGER, que de vieja nave de ambulancias evolucionó hasta hermosísimo hogar de los abuelos colombinos, se creció la ternura el domingo. Hubo un niñito, trigueño e incansable que se pasó todo el tiempo corriendo y saltando como si fuera el más feliz del mundo. Cuando preguntamos cómo se llamaba, antes que el nombre, alguien nos dijo: «Chico, ese es el nieto de Pancho, el veterano del centro».
HolguínPasado mañana, a las 10:00 a.m., los tecleros holguineros se reunirán en la UPEC. El lugar preferido o soñado: de eso hablarán.