Los que soñamos por la oreja
Lou Reed ha muerto. Sé que a muchos de los lectores de esta columna este nombre no les dice nada, a pesar de haber sido uno de los padres del rock contemporáneo. Lo mismo sucede con su grupo The Velvet Underground, banda capital en el devenir musical a escala internacional tras la edición del disco The Velvet Underground & Nico, un fonograma con icónica portada de Andy Warhol, y devenido obra influyente en mucho de lo que ocurrió después, en virtud del misticismo de que hizo gala.
El pasado domingo, el corazón de Lou se apagó a los 71 años. Nacido el 2 de marzo de 1942, en Freeport (Long Island), ya a fines del decenio de los 50 de la anterior centuria tuvo algún moderado éxito como compositor en una banda denominada The Shades, a la par que estudiaba Literatura en la Universidad de Siracusa. Empero, el gran momento de despegue de Reed fue cuando se unió a John Cale, para dar vida a The Velvet Underground y constituir una mancuerna creativa interesada en hablar de lo singular y lo perverso, es decir, del lado oscuro de lo humano.
Así surgieron memorables canciones por las que desfilan drogadictos, traficantes, transexuales, suicidas y sadomasoquistas, en parte provenientes de la Literatura Sucia de la Beat Generation, algo novedoso en la lírica roquera hasta este instante. Pero lo llamativo de la propuesta de The Velvet Underground no venía solo de las características del discurso letrístico, sino que también llamaba la atención por una perenne búsqueda en la experimentación sonora, en la que por igual se echaba mano a la fuerza del rock como a elementos de la música de vanguardia de figuras de la talla del compositor académico John Cage.
No creo exagerar ni un ápice al afirmar que The Velvet Underground, de la mano de Lou Reed y John Cale, consiguió romper con el orden establecido dentro del rock sesentón, a partir de destacarse por la fiereza de su música y la crudeza de sus textos. Cuando hoy reescucho trabajos de la agrupación como White light/White heat y Loaded, me maravillo con ese sonido armado en torno a estructuras redundantes, con letras que aspiraron a darle a la realidad más escabrosa la categoría de objeto literario.
La colaboración entre Andy Warhol y The Velvet Underground no se limitó al rol de mánager del grupo que el célebre pintor desempeñó, sino que abarcó la producción de happenings multimedia, denominados Exploding Plastic Inevitable, mezcla de actuaciones, películas, baile y música, que fueron grabados en varios cortos como expresión de las texturas contradictorias de la vida postindustrial urbana, y se valoran hoy como uno de los mejores ejemplos tempranos de la vanguardia posmodernista. Con esto, la música del grupo adquirió una amplificación no solo a nivel mediático sino también intelectual, mientras que el artista pop incursionó en nuevos modos de expresión hasta entonces desconocidos.
Tras la desintegración de The Velvet Underground en 1970, Lou Reed inició su carrera en solitario, en la que hay, por lo menos en mi criterio, más de un disco fundamental. En primer lugar, pienso que habría que referirse a Transformer (RCA, 1972). Producido por David Bowie, este fonograma legó para la historia musical temas como Sweet Jane, Vicious, Satellite of love y Walk on the walk side. Otros trabajos que me resultan de obligatoria mención son Metal machine music, Sally can’t dance, Coney Island baby, Take no prisoners, Magic & loss, hasta su última grabación, el incomprendido Lulu, realizado en compañía de Metallica.
Aunque en nuestro país muy pocos han aludido a la muerte de Lou Reed, nadie dude de que el mundo ha perdido a un gran cantautor y poeta. Fue alguien que le cantó al lado salvaje de la vida, desde su condición de ser un animal de rock & roll, que todo el tiempo estuvo en el filo o el límite. Composiciones suyas como Perfect day, Heroin, Waiting for the man o All tomorrow’s party van más allá de su propio valor artístico, para devenir símbolo y piedra fundacional. Artista de los que han alcanzado la gloria en tres minutos y pico, desde el pasado domingo él se ha trasladado al sitio donde van las divinidades. A nosotros nos queda su música y decirle, ¡hasta siempre, Maestro Lou Reed!