Los que soñamos por la oreja
En el listado de las muchas cosas por las que le doy gracias a la vida, en lugar cimero ubico mis recuerdos de infancia. Mi generación, la de los nacidos en la primera mitad de los 60, vivió una niñez a plenitud, que sentó las bases para la cosmovisión que hoy poseo del mundo. Entre las marcas de dicha etapa, las producidas en mí por la música escuchada entonces, resultan de las más indelebles. Cuando ya me estoy poniendo viejo, a cada rato me sorprendo repitiendo melodías descubiertas en aquella década y que tengo guardadas quién sabe dónde.
En el grupo de canciones que me han acompañado en la niñez, la juventud y la adultez, en primerísimo lugar figuran las compuestas e interpretadas por la argentina María Elena Walsh. Y es que Manuelita la tortuga, El Reino del Revés o El brujito de Gulubú son de esas creaciones infantiles que al transcurrir del tiempo no se nos vuelven tontas, sino que adquieren nuevos significados y lo que en un momento entendimos como una moraleja, con los años se nos convierte en una historia de amor.
No sé si fue el programa radial Tía Tata cuenta cuentos la vía que me permitió llegar a María Elena Walsh. Quizá el encuentro con ella se originó gracias a los LP de la artista, traídos a casa por un marino mercante amigo de mi familia y que, al saber de la preocupación de mis padres porque mi hermano y yo escuchásemos buena música para niños y con idéntica motivación para con sus descendientes, al regreso de varios de sus viajes por el mundo se nos aparecía con un vinilo de la Walsh, que ocupaba sitio de honor en la discoteca familiar, junto a álbumes de Barbarito Diez, Bola de Nieve y tantísimos nombres del panteón musical nacional.
Lo cierto es que me quedé prendado de las composiciones de María Elena, con las que me adentraba en un universo donde no había buenos y malos, solo gente con diferentes características. En un país de no me acuerdo, de Mambrú, Reina Batata, Mono Liso, perro Salchicha y un hada que curaba con ¡la Vacu na lu na lu!, tuve la dicha de que se tejiera mi crianza y el amor por la Música con letra inicial mayúscula.
Lo interesante es que hoy, cuando reescucho todas esas canciones y las aprecio desde otra perspectiva, no me maravillan únicamente por la belleza de su concepción sino también por el acabado trabajo que se denota en ellas en lo concerniente a sus orquestaciones o vestimenta sonora con que los temas son arropados. No son muchas las piezas ideadas para niños que gozan de semejante privilegio y que posibilitan hallar la complejidad que mora en lo que de forma aparente es simple.
La ternura que señorea en el repertorio infantil de María Elena, adornada con dosis de humor y picardía, hace que desde sus primeros discos en solitario (al concluir el dúo que mantuviese con Leda Valladares), álbumes como Canciones para mirar o Canciones para mí, encontramos piezas que continúan sirviendo para que niños y niñas se tomen de las manos y arrastren consigo en su viaje «a algunos grandes un poco cansados de ser siempre grandes».
No he hablado aquí del trabajo literario de María Elena, recogido en libros como Novios de antaño, Fantasmas en el parque y Doña Disparate, o del repertorio para adultos compuesto por la Walsh, donde habría que mencionar clásicos como La cigarra, un himno en la voz de Mercedes Sosa y donde metaforizó la capacidad de resistencia del pueblo argentino ante las dictaduras, o aquella de Los ejecutivos, demoledora crítica de la burocracia.
La creadora que alguna vez se definió como «desabrida, limpia y chúcara» nació el 1ro. de febrero de 1930 y hace solo unas semanas, el lunes 10 de enero, falleció a los 80 años, luego de un prolongado ingreso por causa de padecimientos crónicos que la aquejaban. Para gentes como yo, la sensación que nos deja es que con su partida empezó una ausencia más —algo a lo que tristemente ya nos vamos acostumbrando—, aunque en su caso, por fortuna, ese espacio vacío al menos puede reemplazarse con sus entrañables canciones.
Ahora, al oír a los muchachos de mi barrio mal cantar tanta bazofia sonora, sueño que María Elena llega hasta ellos manejando un cuatrimotor, para reeducarlos y enseñarles la maravilla que es el Reino del Revés.