Lecturas
El hecho conmovió a la opinión pública cubana en febrero de 1956. El cuerpo sin vida de Emilito Tápanes, de apenas tres años de edad, comido por las auras y las ratas, apareció siete días después de que desapareciera de su domicilio en el batey de la colonia cañera Dos Hermanos, del barrio de Jagüeyal, en Ciego de Ávila, distante unos tres kilómetros del lugar donde apareciera el infante. Su búsqueda había sido intensa durante la semana transcurrida desde su desaparición. Miembros de la fuerza pública y cientos de personas, consternadas, rastrearon día y noche, palmo a palmo, en un gesto espontáneo, la colonia cañera y sus alrededores hasta el hallazgo inexplicable en un campo de piñas de la finca Aguas Verdes del Barrio Sur, que había sido registrado ya más de una vez por los que lo buscaban. No se encontró nunca a los culpables del secuestro y asesinato, ni se precisaron las motivaciones, pese al interés, real o supuesto, que el presidente Batista y la primera dama dijeron tomar en el asunto y de la participación en el caso de avezados investigadores y competentes médicos legistas. Sospechas, conjeturas, detenciones… Nada. «Lo único cierto es que existía una criaturita de pocos años sacrificada, un hogar entristecido, unos padres desconsolados y una sociedad aterrorizada», escribe el historiador José Martín Suárez. Otra investigadora, Carmen Hernández Peña, luego de aseverar que el atestado legal que contenía los destalles de la desaparición de Emilito Tápanes fue sustraído, expresa que se trató de una muerte que quedó en la nebulosa, en las habladurías, en la leyenda. Un crimen sin castigo, en suma.
Los restos del menor aparecían al fin dispersos debajo de una guásima. Con ellos, un tenis y un pedazo del pulóver que vestía el día de su desaparición. En el propio lugar del hallazgo los forenses dictaminaron que la muerte databa de días y que ocurrió a consecuencia de un golpe en la frente. No se localizaron en el lugar los huesos del pie izquierdo ni los de las manos.
Un examen más detallado evidenció que el cuerpo presentaba signos de una presión en el cuello que, al ocasionar la fractura de vértebras, provocó la muerte por estrangulamiento. Aseguraron los forenses que el menor había sido sometido a bárbaros tratamientos antes de ser asesinado, con marcas de golpes en el cuerpo y un golpe contundente en la cabeza. La causa directa del fallecimiento, según el certificado de defunción de 13 de febrero de 1956, se atribuyó a un síncope cardíaco, y la indirecta, a homicidio por medio no determinado.
Escribe el ya aludido José Martín Suárez: «Comenzó entonces a circular una idea en el seno de la población y la prensa de que hechiceros desangraron y arrancaron el corazón al menor, quizá para usar el plasma en la curación de alguien que pagó a precio de oro el sacrificio, mutilando, además, otras partes del cuerpo, posteriormente tiraron el despojo debajo del mencionado árbol, lugar cuidadoso y reiteradamente registrado con antelación». Esto obligaba a pensar que los restos de Emilito fueron arrojados en el lugar donde aparecieron ese mismo día o la víspera y nunca en la oportunidad de su muerte.
Los ánimos se exaltaban. Para agudizar la situación se hacía pública la muerte a machetazos de un niño de seis años de edad cuando, en una finca cercana a Minas, se dirigía de la escuela a su domicilio, y se anunciaba la desaparición de otro menor en la ciudad de Camagüey, mientras que una calavera era encontrada cerca de La Turbina. Los hechos concernientes a los menores se tomaron como cosa de «brujos» o «santeros», y la calavera se adjudicó igualmente a cosa de «santería». Un suceso venido del ayer ponía la tapa al pomo. Treinta y dos años antes, también en Ciego de Ávila, la niña América Luisa, de unos tres años de edad como Emilito, y vecina de la colonia Soledad, del central azucarero Stewart (actual Venezuela) desapareció y fue encontrada mutilada y muerta, sin que se supiera nunca quiénes fueron los culpables.
Se inició una batida contra «santeros» y «brujeros». El tristemente célebre coronel Leopoldo Pérez Coujil, jefe de la plaza militar de Camagüey, asumía personalmente las investigaciones, primero por el secuestro de Emilito y después por su asesinato. Unas cien personas fueron interrogadas y más de un sospechoso corrió a buscar protección en el cuartel de la Guardia Rural, temeroso de un linchamiento. No adelantaban sin embargo las investigaciones. Nadie había visto gente sospechosa en la zona. Los detenidos, ante la falta de pruebas, eran pronto dejados en libertad. Se detuvo asimismo al abuelo de Emilito por haber sido el último miembro de la familia en verlo antes de su desaparición. Una comisión de vecinos del central Stewart, para el que tributaba la colonia cañera Dos Hermanos, pidió más acción a las autoridades y se organizó allí una colecta para allegar los mil pesos con los que se pensaba recompensar a quien aportase información que permitiera ubicar a los culpables.
Cundió el pánico en la zona. Los vecinos se recogían temprano, se encendían velas, se pedía protección a la Virgen de la Caridad del Cobre y los vendedores de amuletos y azabaches contra el mal de ojo hacían la zafra. Los niños eran llevados a la escuela y regresados por algún familiar o vecino. Fueron días terribles, y la tensión no bajó ni aun cuando se supo que el niño muerto a machetazos había sido víctima de su propio primo.
De pronto se abrió un camino cuando se supo que días antes de la desaparición de Emilito, un jamaicano llamado José, carbonero de la zona, había visitado su casa. En tono amistoso, pidió un vaso de agua, inquirió el nombre de los niños de la familia y puso una mano en la cabeza de cada uno de ellos a medida que lo identificaban. El hijo del dueño de la colonia, al saber de esa extraña visita, corrió a referirla en el cuartel de la Rural. Se decidió detener al sujeto. Cuando lo conducían al puesto militar, un Cadillac negro, último modelo pasó a toda velocidad por el lado del jeep en que llevaban al detenido que, sin ser interrogado, fue sacado del cuartel para que abordara el mencionado automóvil, aparcado ya frente a la instalación.
Otra extraña coincidencia. Días antes del secuestro visitó Ciego de Ávila el cocinero del jefe del Ejército, sujeto ese conocido en La Habana como «brujero de los malos, palero judío por demás». Se alojó en la casa de su amigo Francisco (Paquito) Jiménez, presidente del comité provincial del Partido Demócrata y propietario de la finca Aguas Verdes, donde aparecieron los restos de Emilito. «Pretenden perjudicar mi vida política», declaró Jiménez cuando la población y la prensa local lo sindicaban como autor intelectual del asesinato, cometido con el fin, se dijo, de cambiar la vida de Emilito por la de un connotado político demócrata a quien los médicos habían ya desahuciado.
Ocurrió entonces lo inesperado: la investigación aflojó cuando parecía que comenzaba a avanzar. Gabriel Vega, jefe de laboratorio del Gabinete Nacional de Identificaciones de la Policía Nacional, enviado expresamente por el presidente Batista para trabajar en el esclarecimiento de los hechos, dejó inconclusas sus pesquisas porque «por fuerzas ajenas a mi voluntad, fuerzas mayores, tengo que retirarme del caso».
¿Sacrificio ritual? Es posible en una sociedad roída por el analfabetismo y el racismo y en una región donde los miles de inmigrantes caribeños llegados para la zafra azucarera, debieron haber sido vistos con recelo por el hecho de ocupar un destino que debía ser para un cubano. Por otra parte, la prensa sensacionalista no era remisa a tildar de crimen ritual a lo que no lo era. Los ejemplos abundan, como el caso de la niña Cuca (1919) y en el propio año el del niño Manolo, en los que los periódicos se cansaron de aludir a la ferocidad macabra de los brujos que les arrancaron el corazón, y se vieron obligados a reconocer al final que Cuca murió a consecuencia del golpe en la cabeza que, por llorona, le propinó su madre, una desequilibrada mental, y que Manolo murió de una pedrada casual y luego, para que achacaran su muerte a los brujos, le sacaron el corazón.
La escritora Carmen Hernández Peña sembró una duda razonable. «… Supieron o conjeturaron en la época de los acontecimientos que eran los restos del niño por un tenis y un redal de la camisa que usaba. Me pregunto: ¿no habrán sido estos detalles identificadores sencillamente “plantados”. ¿Era en verdad Emilito Tápanes aquel montón de huesos? ¿No pudo haber sido secuestrado por allegados o hasta vendido por alguien de su propia familia a un matrimonio sin hijos y con solvencia económica? En el terreno de las hipótesis todo es posible. Pero es más fácil explicar la horrible muerte achacándola a sacrificios rituales…».