Lecturas
Decía don Manuel Márquez Sterling que periodismo y diplomacia eran profesiones excluyentes. Una verdad relativa, porque en América Latina al menos son numerosos los embajadores, enviados extraordinarios y ministros plenipotenciarios que salieron de las redacciones de los periódicos.
Sin ir muy lejos, el propio don Manuel fue un notable diplomático: el embajador que en 1913 hizo lo imposible por salvar la vida del presidente mexicano Francisco I. Madero, y con tal de protegerlo llegó a dormir en la celda donde mantenían cautivo al mandatario.
Más acá en el tiempo, nuestro canciller Bruno Rodríguez Parrilla y Rogelio Polanco, que fue embajador en Venezuela durante más de una década, pasaron por la redacción de Juventud Rebelde.
Del periódico El Mundo salió, en 1959, el embajador Carlos Lechuga, y no por eso se perdió al periodista que con los libros Itinerario de una farsa y En el ojo de la tormenta, logró aunar ambas cualidades, dando a su relato la viveza del reportaje y la seriedad documentada de la historia desde el sugerente ángulo diplomático de los acontecimientos. Al final de su vida trabajaba en un libro que desconoce el escribidor si llegó a concluir. Se trata de un panorama político, económico, social y cultural de los años 60. La crónica que, en 2004, publicó con el título de Primeras noticias de la victoria, sobre los días iniciales de la Revolución, es una página maestra y un testimonio de excepcional valor histórico. Entre otras cosas, cuenta en ella cómo, en la ciudad de Santa Clara, intentó entrevistar a Fidel, y fue Fidel, que avanzaba entonces hacia la capital, quien lo entrevistó a él, taladrándole con preguntas sobre la situación en La Habana, lo que pensaba la gente, el quehacer del Gobierno y el ambiente imperante en la Ciudad Militar de Columbia, donde el periodista había visto, detenidos, a altos oficiales del batistato.
«En otro instante Fidel me preguntó si yo adivinaba lo que él deseaba hacer en ese momento. Me quedé callado y entonces dijo con una sonrisa en los labios: Pues quisiera tomar un avión, llenarlo de libros para ir leyendo y volar muy lejos, como por ejemplo a Uruguay…».
Ya no recuerdo si fue el propio Lechuga o una de sus hijas quien me pidió la nota para la contratapa del libro Barcos de papel, que Ediciones Unión publicó en 2008. No existía hasta entonces un volumen que recogiera una selección al menos del periodismo de Lechuga a lo largo de sus siete décadas de ejercicio profesional. Dicho título, que compiló su hija Lillian, también periodista —de Bohemia y Juventud Rebelde— especializada en temas internacionales, empezó a llenar ese vacío y puso al alcance del lector algunas de las piezas del mejor periodismo cubano de todas las épocas, salidas de la pluma ágil de un autor que supo auscultar el palpitar de la vida y registrar el curso de su tiempo. Un periodismo sobre el que siempre será necesario volver, a fin de indagar cómo fuimos y saber cómo somos.
Fue intensa la vida de Carlos Lechuga. Nació en 1918 en el muy habanero barrio de la Víbora. Quiso estudiar navegación, pero terminó «tripulando barcos de papel en mares de tinta». En definitiva, no hizo estudios académicos de ningún tipo, sin embargo, desde muy temprano se convirtió en un lector insaciable que comenzó en el periodismo con 19 años de edad. Trabajó para la radio y también, a veces sin percibir un centavo por su labor, para los diarios El Mundo, Patria y Luz.
Fue reportero de Sociedades Españolas y de la Universidad de La Habana. «Cubrió» el Palacio Presidencial y se desempeñó como cronista parlamentario hasta que, en Bohemia, junto a Enrique de la Osa, fue fundador de la sección En Cuba. Ejerció en ella el periodismo de investigación e inició la modalidad de las mesas redondas. De nuevo en El Mundo asume la jefatura de su plana política y publica una columna diaria: Claridades. A partir de 1954 conjugó su labor en el periódico con espacios en el Canal 2 de la televisión. Es la época de El Mundo en TV y Telemundo pregunta, así como el espacio Claridades, con comentarios políticos. De esa época guarda el escribidor sus primeras imágenes de Lechuga. Mi familia lo seguía mientras desayunábamos.
Abordó en sus trabajos los temas del bonche universitario y el accionar de los grupos gansteriles. Abogó por el saneamiento administrativo. Se pronunció contra la corrupción política y reclamó el rescate de la riqueza nacional. No pocos fueron sus problemas cada vez que revelaba los chanchullos de algún politiquero. Lo amenazaron en más de una ocasión y fue incluso retado a duelo, rememoró su hija Lillian.
Se opuso a Batista y no cejó en su enfrentamiento a la dictadura. Defendió a ultranza la promulgación de una amnistía que incluyera a Fidel Castro y a los moncadistas.
Desde el Reclusorio Nacional para Hombres de Isla de Pinos, donde cumplía prisión por los sucesos del ataque al cuartel Moncada, escribía Fidel a Luis Conte Agüero el 12 de junio de 1954: «Sobran los dedos de la mano para contar los cubanos que nos han defendido en las horas duras y amargas de la adversidad como lo han hecho cívica y valientemente Roberto Agramonte, Ricardo Miranda, Pelayo Cuervo, José Manuel Gutiérrez, Ernesto Montaner, Carlos Lechuga, Enrique de la Osa y otros…».
Lechuga defendió la unidad de las fuerzas revolucionarias y la lucha en la Sierra Maestra. No ocultó su desacuerdo con el Diálogo Cívico que sentó en la mesa de negociaciones a representantes de la dictadura y de una oposición atomizada y pedigüeña. Estuvo entre los organizadores de la fracasada huelga del 9 de abril de 1958, convocada por el Movimiento 26 de Julio, y participó en febrero de ese año en la entrega al embajador argentino en La Habana de Juan Manuel Fangio, as del volante y cinco veces campeón de la fórmula uno, secuestrado por un comando del 26 en los días del 2do. Gran Premio de Cuba.
El 1ro. de enero de 1959, Lechuga anunció la fuga de Batista sin tener la confirmación del hecho. Lo cuenta él mismo en la crónica arriba aludida.
«El espacio informativo que yo dirigía en el Canal 2, El Mundo en Televisión, salía al aire desde las siete hasta las nueve de la mañana. Circulaban muchos rumores y parte del personal del noticiero fuimos al estudio antes del horario de trabajo y salimos al aire. Con algunos de mis contactos establecimos comunicación, pero nadie sabía exactamente lo que sucedía. La ciudad se llenó de llamadas telefónicas y así lo reflejé en el micrófono. Sabía del empuje de las fuerzas revolucionarias en Oriente y Las Villas, pero ignoraba los detalles. Por otro lado, palpaba la situación de incertidumbre que había en La Habana. Algo sucedía en Columbia según rumores que me llegaban. Compañeros del Movimiento de Resistencia Cívica y del 26 de Julio compartían ese criterio en las conversaciones que teníamos por teléfono en aquellas horas de tensión. En la medida en que avanzaba la mañana era evidente que muchas actividades comerciales habían cesado. Había rumores vagos de una huelga general. Pensé que lo que estaba sucediendo era el descalabro del régimen y estaba convencido de que, si Batista podía fugarse, y tenía todos los medios, no iba a esperar el triunfo revolucionario.
«Entonces por intuición, o si se quiere por eso que se llama olfato periodístico, lancé al aire la noticia de la fuga de Batista, calificándolo con los epítetos que se merecía de traidor a la patria, ladrón y asesino».
El 6 de febrero fue nombrado ministro plenipotenciario y enviado extraordinario en la delegación acreditada en la ONU. Debía coordinar o dirigir en Nueva York un centro de información que difundiría las verdades de Cuba. Pero el proyecto no funcionó por falta de dinero.
Lo designaron entonces embajador en Chile, donde todo el personal diplomático cubano había sido acreditado por el Gobierno batistiano. Asistió allí a la primera reunión de la OEA que se inventó contra la Revolución y que, aunque no pudo sancionar a la Isla, sentó las bases para aislarla políticamente y facilitar así la agresión militar.
Resulta imposible, por razones de espacio, enumerar todas las misiones diplomáticas que le tocó asumir a lo largo de su vida. Representó a Cuba en la ONU y fue su último embajador en la OEA. Su Itinerario de una farsa detalla la conspiración urdida por Washington para excluir a Cuba de esa organización regional, mientras que En el ojo de la tormenta revela detalles de las conversaciones secretas que sostuvo con un enviado de la Casa Blanca cuando después de la crisis de octubre el presidente Kennedy exploraba la posibilidad de normalizar las relaciones con Cuba, gestiones que quedaron truncas tras el asesinato del mandatario.
Carlos Lechuga murió en La Habana en abril de 2009.
(Con información aportada por Lillian Lechuga).