Lecturas
Cuando finalizó la Guerra de Independencia, en 1898, la hoja de servicios del mayor general Máximo Gómez registraba más de 200 combates, algunos de la envergadura de Palo Seco y Las Guásimas, Mal Tiempo y La Sacra…
Todo, en las guerras de Cuba, comenzó para él cuando el 26 de octubre de 1868, 16 días después de que Carlos Manuel de Céspedes se alzara en armas contra España, transformara el machete, instrumento de trabajo tradicional de campesinos y esclavos, en el arma más mortífera y temida que esgrimirían los cubanos a lo largo de su gesta libertaria. Fue en el combate de Venta del Pino o Pinos de Baire, punto situado a un kilómetro al oeste del poblado de ese nombre. Tenía galones de sargento cuando se le confió el mando de las tropas en ese combate. Al concluirlo, se había ganado los grados de general.
Fue allí donde por primera vez en la contienda libertadora, Gómez lanzó el grito de ¡Al machete! Había escuchado ya esa voz años antes, en su país natal, cuando adscrito a la caballería de Baní, «jinetes de lanza y machetes de cabo», tuvo su prueba de fuego, su primera macheteada, contra las huestes haitianas que sufrieron la carga decisiva de los dominicanos. Antes, mucho antes, en julio de 1762, Pepe Antonio Gómez y Bullones, alcalde mayor de Guanabacoa y capitán de milicias, al frente de 70 hombres mal armados, enfrentó a los invasores británicos que se apoderaron de La Habana y dirigió con éxito la primera carga al machete de nuestra historia.
«Más que a la fatalidad, teme el soldado al hombre que lo enfrenta cara a cara», escribiría aquel valeroso sargento que no demoró en convertirse en el más formidable estratega militar de la Revolución Cubana, y que, como buen estratega, sabía muy bien que, en una guerra, tanto como las tropas, importan las ideas y que una revolución se hace invencible cuando la anima una idea grande.
Fue un hombre al que, decía, jamás «el sol de Cuba calentó un día fuera del campamento o del campo de batalla», tanto en la Guerra Grande como en la de Independencia, y que terminaría confesando que nada en el mundo odiaba tanto como la guerra. Al enterarse de la muerte de su hijo Panchito al lado del mayor general Antonio Maceo, escribe a María Cabrales, viuda del Titán:
«Usted que es mujer, usted que puede —sin sonrojarse ni sonrojar a nadie— entregarse a los inefables desbordes del dolor, llore, llore, María, por ambos, por usted y por mí, ya que a este viejo infeliz no le es dable el privilegio de desahogar sus tristezas íntimas desatándose en un reguero de llanto».
Visita entonces el lugar donde, 20 años antes, nació su hijo, y busca en vano el rancho que acogió a la familia, pero solo ve monte; la naturaleza borró las señales de su cuna, los árboles crecieron de manera extraordinaria y solo reconoce las matas de mango. Escribe a su esposa:
«No quise tocar nada, y todo quedó respetado y tranquilo en aquel lugar solitario, en cuyas cercanías el vecino más cercano es el fuerte español del Río Grande. Dios me dé tiempo y medios para ir también a derramar una lágrima sobre su tumba».
Una anécdota lo retrata, como pocas, de cuerpo entero. Firmado ya el Pacto del Zanjón, Gómez se entrevista con Arsenio Martínez Campos, general en jefe de las tropas españolas de operaciones en la Isla, para, de acuerdo con la capitulación, pedirle un barco que lo llevara a Jamaica, donde lo espera su familia. Terminada la guerra, nada tiene ya que hacer en Cuba. Por eso quiere abandonar la Isla.
Le pide el jefe enemigo que reconsidere su determinación, que hombres como él son los que necesita el país en la etapa de reconstrucción que se avecina, y que, menos la mitra de un arzobispo, está dispuesto a concederle lo que quiera.
Imaginemos la escena. De una parte, Martínez Campos, con sus insignias de capitán general y diez o 12 condecoraciones sobre el lado izquierdo de la guerrera impoluta. De la otra, Máximo Gómez, casi en harapos.
«No es posible que viaje usted con esa ropa miserable… Yo le puedo prestar a usted la cantidad que necesite y luego me la pagará cuando quiera y pueda», dijo Martínez Campos.
Gómez se puso de pie para ripostar: «Recuerde, general, que si usted tiene entorchados, yo también los tengo, y que está usted obligado a respetarme. Estos andrajos con que me ve cubierto valen más que todo cuanto España pueda ofrecerme… No cambio yo por dinero estos andrajos que constituyen mi riqueza y son mi orgullo. Soy un caído, pero sé respetar el puesto que ocupé en esta revolución. Le explicaré: No puedo aceptar su ofrecimiento porque solo se recibe, sin deshonor, dinero de los parientes o de los amigos íntimos y, entre nosotros, general, que yo sepa, no hay parentesco alguno, y, por otra parte, es esta la primera vez que tengo el honor de hablarle».
Bajó Martínez Campos la cabeza. Llegaba a su fin el dramático encuentro, cuenta Enrique Collazo, testigo presencial de la reunión, y Gómez tenía «dentro de la polaina un pañuelo, si pañuelo se puede llamar aquel girón, lo usó un momento y Martínez Campos se lo arrancó casi de la mano, diciéndole: Ya que no quiere usted aceptar nada de nosotros, déjeme esto para conservarlo de recuerdo. Con gusto se lo doy, y no obstante ser tan poco, es mucho, porque no tengo otro», dijo Gómez.
En la noche del 25 de octubre de 1868, en un caserón de Jiguaní, aguardaba la hora del combate, con su estado mayor, el valeroso Donato Mármol. Ante él se presentó el sargento Gómez. Frisaba los 30 años de edad, tenía el bigote, la pera y los ojos negrísimos y lucía cara de gavilán. Portaba una carta en la que Carlos Manuel de Céspedes pedía a Mármol que lo incorporara a sus huestes con el grado de coronel. Acumulaba, ciertamente, experiencia militar ya que, como comandante, formó parte de las reservas dominicanas.
La reacción inicial de Mármol fue la de rechazarlo. «Para mandones, ¡sobramos!», replicó, pero lo pensó mejor y le dijo: «La columna del coronel Quirós viene sobre Bayamo y ya está en Baire. Vamos a impedir su avance. Usted mandará nuestras vanguardias. Escoja sus hombres y disponga lo necesario». Al día siguiente, Gómez entraba en la historia por la puerta ancha. Al poner en fuga la tropa de Quirós demoró el ataque español sobre Bayamo, en poder de los mambises.
Diría Gómez: «Para que la revolución me encontrase más y mejor expedito, acababa de cubrir con el polvo de la tierra los restos mortales de mi anciana madre. Quién sabe, pensé yo, si su espíritu me proteja… y yo, que acababa de enterrarla a ella, me propuse tener otra madre, la revolución».
Gómez quiso atacar al enemigo en las afueras de Baire. Comprendió que solo sorprendiéndolo podría vencerlo con aquellos campesinos inexpertos y armados solo con trabucos y machetes. Por eso, de madrugada, emboscó a sus hombres a cuatro o cinco leguas del poblado; los hizo acostar entre la maleza que bordea el camino real. Sus órdenes fueron precisas: «Nadie se levante, haga fuego o me siga hasta que yo grite ¡Al machete!».
Las horas pasaban y Quirós no daba señales de sí. A las 11 de la mañana, Gómez lo hizo caer en una ratonera cuando envió a algunos de sus hombres a caballo a tirotear el pueblo. Quirós, que suponía al enemigo apostado en Jiguaní, envió dos de sus compañías a perseguir a los que dispararon. No se habían separado aún de Baire los últimos soldados españoles y la tropa de Gómez saltaba sobre el camino y caía sobre ellos a machetazo limpio.
En su informe al capitán general, Quirós se diría testigo presencial de un combate que se extendió, según él, por siete cuartos de hora. Las dos aseveraciones eran falsas. El coronel español quedó bien resguardado en Baire y la carga al machete duró solo unos minutos. Igual fue de catastrófica: 200 españoles quedaron tendidos en el camino, «con heridas atroces de 20 y más centímetros, profundísimas, impresionantes para ellos que aún no conocían los temibles efectos del machete blandido por el guajiro cubano». Los que sobrevivieron llegaron aterrados a Baire y Quirós puso pies en polvorosa hacia Santiago de Cuba, perseguido por Mármol, mientras que Gómez era enviado a la zona de El Cobre.
Se dijo entonces que un mambí, de un machetazo, había cortado el cañón de un fusil. ¿Sería verdad?