Lecturas
En 1911, un año después de la muerte del proxeneta Alberto Yarini, asesinado en medio de un enfrentamiento entre chulos cubanos y franceses, José Miguel Gómez, presidente de la República, dispuso, mediante el Decreto 1158 de 26 de diciembre, el cierre de la zona de tolerancia de San Isidro, que fuera el feudo del chulo asesinado, y su emplazamiento en la barriada de Luyanó.
Refería el documento, suscrito también por Gerardo Machado, secretario de Gobernación (ministro del Interior) que se imponía trasladar dicha zona por encontrarse en «un lugar demasiado transitado, al extremo del litoral, con gran movimiento comercial, y muy próxima a la monumental estación ferroviaria que se construye en terrenos adquiridos por los Ferrocarriles Unidos… y en la que afluirá en breve plazo un crecido número de pasajeros a causa del movimiento de los trenes».
Señalaba el Decreto que la prostitución, que el documento califica de «servicio», afecta la higiene especial y la moralidad de las costumbres, así como el ornato, por lo que se imponía llevar la zona a un lugar adecuado, «apartado de iglesias y colegios y centros comerciales», con calles rectas y amplias que faciliten su vigilancia.
En virtud de esa disposición los prostíbulos de San Isidro se reasentarían en las manzanas enmarcadas entre las calles Pérez, Arango, Juan Alonso y Rosa Enríquez, en Luyanó. Escribe el destacado y laborioso historiador Rolando Rodríguez que, aunque las razones para el traslado expuestas en el Decreto podían ser atendibles, el movimiento de los prostíbulos había recibido el impulso de quienes a la sombra del poder se beneficiarían con el tránsito, y aquellos con intereses inmobiliarios en el espacio escogido.
Machado, hombre enérgico, asumió enseguida el cumplimiento de lo dispuesto en el Decreto 1158, y las prostitutas, presionadas por la Policía, tuvieron que salir del barrio. Pero, testaduras que eran y dando muestras de un envidiable sentido de pertenencia, no tardaron en volver a San Isidro. La persecución bajó y pudo implementarse la práctica de algunos oficios en determinadas calles, aunque se impuso el pago de alquileres más elevados que los anteriores por las mismas edificaciones que acogieron los prostíbulos.
Eran tiempos en que el Decreto 502, de 2 de julio de 1910, ordenaba que en los espectáculos teatrales, cinematográficos y otros caracterizados por el uso libre del lenguaje, los bailes, los gestos o lo grosero de la exhibición, se prohibiera la entrada de señoras y niños, y que se exhibieran en lugares habilitados en zonas de tolerancia. En el seno del Consejo de Secretarios (Consejo de Ministros) ocurrían profundos debates sobre cuál era la entidad competente para dictar las condiciones que debían reunir las zonas de tolerancia, si las alcaldías o la secretaria de Sanidad, y, por tanto, para autorizar dónde debían radicar o adónde trasladarse.
Escribe Rolando Rodríguez: «… Tanto aspaviento en favor de la moral popular, se veía en entredicho cuando se conocía que bajo la presión de políticos influyentes el coronel Francisco López Leiva, secretario de Gobernación, admitía la conversión de teatros y mal disimulados burdeles, ubicados extramuros de la zona, en “sociedades de recreo”, cuyo reglamento e inscripción en el gobierno provincial no permitía la acción de la Policía y la mirada de inspectores, que algunas veces por cubrir la forma o por chantaje censuraban la representación o impedían la exhibición de una cinta cinematográfica. En realidad, había más farsa fuera de las tablas que en estas». (Fuente: Rolando Rodríguez: República de corcho, T II.)
Corría el mes de mayo de 1951 e informaciones aparecidas en la prensa aludían a las comunicaciones de distintos grupos de acción, «los caballeros del gatillo alegre», como les llamó Fidel, en las que daban a conocer detalles sobre sus negociaciones para un acuerdo que enterraría los viejos odios y rencillas entre las bandas rivales.
Se acercaban las elecciones del 1ro. de junio de 1952 y Orlando Puente, secretario de la Presidencia en el gabinete de Carlos Prío, movía los hilos del llamado Pacto de los Grupos. A partir del momento en que se concertaran los contactos, las bandas depondrían las armas y se dedicarían a actividades políticas y sociales «constructivas». Lo curioso de este pacto es que no quedó constancia escrita de sus acuerdos.
Los atentados se sucedían a un ritmo de dos por mes cuando se iniciaron los acercamientos entre Gilberto Leyva, representante a la Cámara por la provincia de Las Villas, y José de Jesús Jinjaume, que había asumido la jefatura de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) en sustitución de Emilio Tro, ultimado en la llamada masacre de Orfila, el 15 de septiembre de 1947. Ya rendido, a Tro lo cosieron a balazos. Quince perforaciones en el tórax, dos en la región escapular, otras seis a flor de piel, tres en el hombro, otra en el muslo y otra más en la cara que le destrozó el maxilar superior y le vació el ojo derecho.
En una reunión posterior estuvo presente Pedro Suárez, excandidato a la alcaldía de Marianao, quien asistió en representación de Policarpo Soler y Orlando León Lemus, el Colora’o.
Las pretensiones de estos imposibilitaron llegar a un acuerdo. En un siguiente encuentro asistió, en calidad de mediador, Eufemio Fernández, exjefe de la Policía Secreta, quien sostuvo conversaciones con miembros de otros grupos y con figuras de la política, como el presidente del Senado Miguel Suárez Fernández, el llamado Zar de Las Villas —manejaba, se dice, 5 000 botellas—, otros parlamentarios como Rolando Masferrer y Baire López, y varios ministros.
Después de varias reuniones se llegó al acuerdo, avalado por figuras del Gobierno, que proclamó la terminación de la guerra de los grupos, con el compromiso de dar facilidades a sus miembros para que se reintegraran a actividades normales y resolverles la permanencia en el exterior o si preferían abandonar el país.
Acuerdos que no se cumplieron del todo. Con posterioridad al Pacto ocurrieron varios atentados, como el que sufrió el general retirado Genovevo Pérez, exjefe del Ejército, y el del exministro de Gobernación Alejo Cossío del Pino, acribillado a balazos en el café Strand, de Belascoaín y San José.
Victoriano Machín, que con su banda sembró el terror y la muerte en zonas del oeste de La Habana, había sido condenado a morir en garrote. Era el mes de noviembre de 1888 y La Habana, desde mucho tiempo atrás, no presenciaba una ejecución. El verdugo, que recibía el pomposo título de Ministro Ejecutor, tuvo que ser traído desde Camagüey,
donde residía. Se llamaba José Cruz Peña, era natural de la ciudad española de Badajoz, tenía 31 años de edad, y aunque ejercía su «ministerio» desde años antes, no había tenido ocasión de mandar a nadie al otro mundo.
Su llegada a La Habana fue todo un acontecimiento. Su paso desde el Muelle de Caballería hasta la Cárcel lo siguieron millares de habaneros, y no faltaron los que le pidieron el autógrafo. Era alto, de buena pinta, de pelo y bigotes rubios. Envaselinado y perfumado, vestía una chaquetilla azul fileteada en rojo de corte irreprochable.
Ante una multitud que nunca antes se vio en la ciudad se ejecutaría a Victoriano. El terrible bandido, con más de 30 asesinatos en sus espaldas, se portó, llegado el caso, como un cobarde; lloraba, suplicaba, se arrodillaba, se arrastraba por el suelo… Tuvieron que cargarlo para sentarlo en el cadalso, y una vez allí, con las manos atadas, trató de morder al verdugo, aquel pintoresco Ministro Ejecutor que, de tan acobardado que estaba también, cayó al suelo desmayado.
Entró entonces en escena Valentín Ruiz Rodríguez. Nacido en Matanzas, con 22 años de edad, cumplía una condena de 15 por homicidio y era el Ministro Ejecutor asistente, aunque tampoco había ejecutado a nadie. Frío, sereno, casi sonriente Valentín se acercó al garrote. Dio media vuelta a la palanca y terminó con la vida de Victoriano Machín para pasar a ser, a partir de ese día, el verdugo oficial.