Lecturas
Nunca tantas eminencias se habían dado cita en torno a la cama de un paciente en un esfuerzo desesperado por salvarlo. Poco podía hacer la ciencia sin embargo, y no quedaba al parecer más alternativa que la de esperar a que fuerzas invisibles mantuvieran encendida la llama de la vida en aquella naturaleza sana y vigorosa sostenida por una vitalidad descomunal y una asistencia médica fuera de serie. Esfuerzo inútil.
La existencia de aquel joven de 22 años de edad, estudiante de Arquitectura, se apagó lentamente el viernes 13 de febrero de 1953, a las 9:30 de la mañana, tras 29 días de desesperante agonía. Había sido baleado por fuerzas de la Policía Nacional en el transcurso de una manifestación estudiantil, el 15 de enero, hace hoy 70 años. Se llamaba Rubén Batista Rubio y es el primer mártir en la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista. Por ironías de la vida llevaba el mismo nombre del hijo mayor del dictador.
Ante el túmulo mortuorio instalado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana se mantuvo el incesante desfile de estudiantes y de hombres y mujeres del pueblo que silenciosa y ordenadamente rendían tributo a Rubén en una manifestación de dolor que desbordaba el límite de la familia universitaria y asumía implicaciones políticas que tocaban la sensibilidad pública. El sábado, a las 11 de la mañana, el féretro, cubierto por la bandera cubana, bajaba la escalinata universitaria en hombros de estudiantes.
Al frente del cortejo un grupo de muchachas vestidas de negro portaban una tela con un pensamiento de Martí: «La sangre de los buenos no se derrama en vano». La consigna, rigurosamente cumplida, era de absoluto silencio. Bajo el sol calcinante del mediodía cerca de 20 000 personas conformaron el séquito, en tanto que otros miles se agolpaban al borde las calles para verlo pasar en su trayecto hasta la necrópolis de Colón.
Tras los discursos de rigor, se entonó en el cementerio el Himno Nacional. La dirigencia estudiantil pidió a los asistentes que regresaran en orden a sus hogares. Parecía que así sucedería, pero de pronto estalló el tumulto cuando un automóvil que lucía los colores batistianos del 4 de Septiembre provocó una reacción de protesta. Un vehículo oficial fue detenido y destrozado a pedradas, y otro fue volcado, mientras que una lluvia de piedras caía sobre una casa que lucía en su fachada el retrato del general Batista. Una conmoción, generada por la muerte de Rubén Batista que no se limitó a La Habana, sino que se extendió a toda la Isla.
Esa mañana pudo ser como otra cualquiera, pero nada fue igual. La noticia corrió de boca en boca en el recinto docente, y sin que nadie lo orientara comenzó la protesta. Crecía el grupo de los indignados a medida que los estudiantes llegaban a la colina universitaria y a las 11 no había ya nadie en las aulas. Sin conciliábulos previos se suspendían las actividades académicas, y mientras los jóvenes interrumpían el tránsito frente a la Universidad, fuerzas represivas, al mando del teniente coronel Lutgardo Martín Pérez, se apostaban en las bocacalles aledañas y cerraban el cerco policiaco.
—¡Esto es intolerable! —exclamaban los oradores y todos sentían que Julio Antonio Mella estaba de nuevo en la calle y encabezaba la protesta de la nueva generación. Era el 15 de enero de 1953. Esa mañana, el busto de líder estudiantil asesinado en los días de la tiranía de Gerardo Machado, amaneció manchado de tinta y chapapote. Mella estuvo en el reducido grupo de fundadores del primer Partido Comunista de Cuba e impulsó en sus inicios la lucha antimachadista. Promovió la reforma universitaria y dio vida a la Federación Estudiantil Universitaria (FEU).
De ahí que su nombre, símbolo y ejemplo, tenga siempre vigorosa resonancia en la casa de altos estudios. Por eso la FEU, por encima de cualquier consideración ideológica y política, quiso erigirle aquel busto que quedó emplazado en la zona de parqueo de la plazoleta de San Lázaro, frente a la escalinata. Se le ubicó el 10 de enero de 1953, en ocasión del aniversario 24 de su asesinato. Cinco días después era profanado, lo que dio pie a acontecimientos que convulsionaron el país.
Por un momento la Policía pensó que los estudiantes marcharían a sus casas, pero no hubo arreglo posible. La fuerza pública se vio obligada a reforzar sus posiciones ante la acometividad de los muchachos que levantaban barricadas en la calle L, la emprendían a pedradas y botellazos contra las perseguidoras y vertían en el pavimento el contenido de varios barriles de chapapote para enseguida prenderles fuego. Columnas de humo denso y negro se elevaban hacia el cielo.
Un muñeco que representaba al dictador y donde se leía la inscripción de «Batista, asesino», era paseado por la céntrica esquina de 23 y L, lo que dio origen a un áspero intercambio de palabras entre un policía y un estudiante, que no tardaron en liarse en un encuentro cuerpo a cuerpo. Sonaron varios disparos y enseguida se dejó oír el tableteo de una ametralladora. La esquina quedó limpia y los jóvenes retrocedieron hasta 27 y L. Las fuerzas en pugnas, ambas con heridos, estaban separadas por escasos 50 metros. Recibe la Policía un camión con armas y parque. Llegan también varios carros de bomberos.
Desde balcones y azoteas, los vecinos, espectadores del prólogo de la tragedia, lanzaban papeles y tarecos a la calle para que los jóvenes avivaran las llamas. Un carrete de cables de la Compañía Cubana de Electricidad, lanzado por los estudiantes, se desliza por L hasta impactarse en 23 contra una perseguidora. Pese a que la Policía dispara por encima de las cabezas de los muchachos, no pueden evitarse los heridos.
Circula entre los jóvenes el rumor de que la fuerza pública, en violación de la autonomía universitaria, invadiría el recinto docente. La FEU toma entonces el acuerdo que para muchos parece desesperado: saldrían los estudiantes en manifestación y atravesarían la ciudad hasta el monumento a los ocho estudiantes de Medicina fusilados por los españoles en 1871. La radio da la noticia: «En estos momentos los estudiantes se concentran en la escalinata para salir en manifestación…». La ciudadanía de toda la Isla, en una atmósfera de zozobra, sigue los acontecimientos.
Forman los estudiantes cadenas con los brazos. Cantan el Himno Nacional y llevan la bandera cubana. A lo largo de la calzada de San Lázaro, la gente aplaude desde los balcones y no pocos antibatistianos se suman a la marcha. Llega el grupo sin contratiempos a la calzada de Belascoaín. Rebasa la calzada de Galiano. Prosigue y está a punto de llegar al monumento a los estudiantes, en la explanada de La Punta, su destino final, cuando, ya cerca de Prado, le sale al paso un nutrido contingente policial armado hasta los dientes.
Funcionan los carros de bomberos y los estudiantes responden a las balas con piedras y botellas. Quedan numerosos jóvenes tendidos en la calle derribados por los chorros de agua. Del zaguán de una casa sacan en hombros a un joven con una seria herida de bala en el vientre. Es Rubén Batista. Una larga agonía precederá a su muerte, un mes después.
El busto profanado de Mella es de yeso escultórico y fue modelado por el escultor Tony López, que lo regaló a la FEU. Al año siguiente de la profanación, el busto original fue sustituido por otro de bronce, obra también del mismo artista y donado asimismo por este a la FEU.
Hijo y nieto de escultores, López nació en Santiago de Compostela, pero proclamó siempre con orgullo su cubanía. Su estudio-galería radicaba en Galiano, 103 esquina a Trocadero. Hizo para la Universidad los bustos de Martí, Bachiller y Morales, Ramiro Valdés Daussá y Manolo Castro. Acometió además un busto de Guiteras e hizo la mascarilla de Jesús Menéndez.
Su padre fue el autor del busto de Mella que se intentó colocar en el túmulo que, en el Parque de la Fraternidad, guardaría las cenizas de líder estudiantil, empeño que no llegó a concretarse. Obra esa de la que se hicieron réplicas en pequeño formato que atesoran con fervor los mellistas. El busto profanado se halla en el local de la FEU en la colina universitaria.