Lecturas
El pasado domingo 21, en la página que dediqué a Ángel de la Torre, el llamado Tarzán cubano, dije que mis conocimientos sobre el personaje se detenían en junio de 1946, y que desconocía su vida después de esa fecha y cuál había sido su final, por lo que agradecería cualquier información sobre esto.
Ahora recibo la primera comunicación. Viene, sin firma, de la revista Mareamía que hace un cubano en México y en la que, me dice mi informador, se reproduce todo lo que domingo tras domingo vengo publicando en este diario.
Se precisa en la información recibida el segundo apellido de Ángel. Es Ángel de la Torre Díaz y se dice que era hermano del secretario del cardenal Manuel Arteaga Betancourt. Muchas personas acudían al Bosque de La Habana, donde se instaló, a conocerlo, y era todo un espectáculo, sobre todo para los niños, verlo trepar a los árboles y remar en su canoa. No faltaban sin embargo, los que iban al lugar a molestarlo e incluso agredirlo a pedradas, Tarzán nunca ripostó esas agresiones. Jamás le hizo daño a nadie.
«Hay un hecho de la vida de Ángel que si usted no cita es porque no lo conoce. Un hecho sencillamente espectacular. Saltó de la azotea del Diario de la Marina, en Prado y Teniente Rey, hacia la calle. La caída le provocó la fractura de varios huesos y empleados de la Cruz Roja lo recogieron y trasladaron a un hospital».
Estaba casado y tenia dos hijas bellísimas. Durante el Gobierno de Carlos Prío (1948-1952) obtuvo un nombramiento de profesor de Educación Física en el Instituto de Segunda Enseñanza de Marianao. Triunfa la Revolución y el capitán Juan Nuiry Sánchez, nombrado interventor de la Cooperativa de Ómnibus Aliados (COA), le da empleo como inspector y le pide que enseñe a marchar a los milicianos del sector.
Lo hace, pero ahí empiezan sus problemas y en una asamblea de trabajadores se le echa en cara la rigidez con que acomete las prácticas. Mi corresponsal, que ya para entonces había pedido su baja como oficial del Servicio Secreto del Palacio Presidencial y era inspector jefe de línea en la Ruta 9, lo defendió.
Tiempo después, tanto Tarzán como mi informante se fueron a Miami. Y allí se rencontraron una noche cuando mi corresponsal lo sorprendió mientras corría en taparrabos por Biscayne Bulevard. Conversaron y Tarzán dijo que hacía ejercicios. Marchó a Nueva York, y luego a Chicago. Desde allí llamó a su amigo y le dijo que se hallaba vinculado a un sindicato de ómnibus. En Chicago parece haber fallecido.
Hasta aquí llega la información sobre el Tarzán cubano remitida por la revista Mareamía.
Por indicación del musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala, el investigador Sergio Santana, autor del libro ¡Qué rico el mambo! (2017 y varias ediciones posteriores) me remite copia fotostática de la partida de nacimiento de Dámaso Pérez Prado. Acaso recuerde el lector que en mi página sobre ese popular compositor e intérprete (7 de agosto) recogí las diferentes fechas en que se pretende ubicar su nacimiento.
Pues bien, Dámaso Pablo de Jesús Pérez Prado nació el 11 de diciembre de 1917; es el día de San Dámaso. Pablo por el nombre de su padre y abuelo paterno, y que nació en la calle Tello Lamar número 166, Matanzas.
El documento aclara las dudas, incluso las que sembró el propio compositor cuando dijo a la periodista Erena Hernández que inquirió por su fecha de nacimiento: «Mejor te digo que nací en Matanzas, un 11 de diciembre de no sé qué año…».
Soloni Alba Hernández Gaspar procura información sobre el escritor, periodista y traductor Félix Soloni a quien aludí en la página correspondiente al pasado día 21.
Ya otras veces nos hemos ocupado de esta figura poco recordada, autor de las novelas Mersé (1924) y Virulilla (1927), y que en sus últimos años mantuvo en el periódico El Mundo, de La Habana, la columna La Habana Vieja, que le ganó sin reservas el favor y el agradecimiento de los lectores.
Crónicas muy breves, y, por lo general, escritas con la prisa que impone el quehacer periodístico, puro hueso, en la que el autor, de manera directa, sin otra apoyatura que su memoria y sin preocuparse a veces por los detalles, abordaba un hecho o un personaje de una Habana ya desparecida en el momento en que escribió, o que estaba a punto de desaparecer.
Aludimos a un hombre infatigable. No solo trabajó para El Mundo; lo hizo asimismo para otras publicaciones habaneras como La Prensa, La Discusión, Mundial, Carteles, Selecta, Bohemia… En 1932 fundó en esta capital la revista Noticias. Colaboró en Cine Mundial, de EE. UU. Precisamente en ese país pasaría una buena parte de su vida pues en Hollywood tradujo al español diálogos de películas y a partir de 1942 fue corresponsal en Nueva York del diario habanero El País y trabajó en el departamento latino de la International News Service. Regresó a Cuba en 1959, justo en el momento en que otros comenzaban a marcharse.
Un espacio considerable por su volumen y nada desdeñable por su calidad ocupan las traducciones dentro de la obra de Soloni. Se le calculan más de 300 obras traducidas, muchas de ellas, ya en su años finales, para la Editora Nacional de Cuba y el Instituto del Libro.
Soloni se empeñó en rescatar el ambiente cubano en toda su obra. Lo hace en sus ya aludidas novelas y también en un cuento como La ponina, suerte de copia fotostática de escenas de un solar habanero. En la misma cuerda está escrita otra novela suya, La bandolera, que llevada a la radio con el título de Tino Morejón alcanzó un éxito resonante. Algunas de sus narraciones se adaptaron al teatro. De Mersé hizo Soloni, con música de Ernesto Lecuona, una versión para opereta, y para otra opereta del mismo compositor escribió el libreto de Al fin mujer, con la colaboración de Jesús J. López.
Félix Soloni nació en La Habana, el 6 de febrero de 1900 y falleció en la misma ciudad, el 2 de agosto de 1968.
Conversé con ella una sola vez, pero volví a su libro infinidad de veces. El son no se fue de Cuba; Claves para una historia 1959-1973, de Adriana Orejuela, publicado en La Habana, en 2006, es la historia de la música popular cubana de esos años y un recuento de claves para la comprensión no solo de los procesos que coadyuvaron al desarrollo de géneros como el son, el bolero, el filin, el jazz cubano, sino también de la vida nocturna habanera a raíz de los cambios que ocasionó el triunfo de la Revolución. Su libro es fruto de una investigación pasmosa y concreción de un buceo infatigable en numerosas fuentes escritas y orales.
Nacida en Bogotá hace 57 años, se sentía comprometida, dice Pedro de la Hoz, con el destino de Cuba, con la cultura de la Isla, y de modo muy especial con su música que muchos, comenzando por ella misma, la asumían como una cubana más.
Adriana estudió Filosofía y Letras en su país natal. Publicó Cancionero de la salsa (1992) y en coautoría con Leonardo Acosta y René Espí Son de Cuba (2000). Escribió numerosos artículos y ensayos para publicaciones periódicas cubanas y extranjeras y asesoró documentales sobre música popular cubana como La Tropical y Música cubana.
Contra la falsa idea de que nuestra música entró en crisis con el triunfo de la Revolución y la salida de la Isla de algunos de sus exponentes muy valiosos, la autora documentó con argumentos irrefutables la vitalidad y renovación de la música sonera a lo largo de más de una década que culmina, apunta De la Hoz, con la consolidación de Van Van, la irrupción de Irakere y la fundación del Movimiento de la Nueva Trova.
En la opinión de Leonardo Acosta, el libro de la Orejuela constituye un tesoro de recuerdos y corroboraciones para los que vivieron la etapa que aborda y para los que no, será una cajita de sorpresas y descubrimientos y que demuestra de manera definitiva que el son no se fue de Cuba y que su libro vale más que mil venenosos eslóganes.
El escribidor acusa el tránsito de Adriana Orejuela y lamenta su partida física cuando aún mucho podía esperarse de su talento y laboriosidad.