Lecturas
Era una joya de la arquitectura civil neoclásica habanera, y, en opinión de especialistas, el mejor de los mercados que desde el punto de vista arquitectónico tuvo la capital cubana. Joaquín Weiss elogiaba su «típica arquería romana que rodeaba toda la manzana» y exaltaba los motivos de Palladio que, con discreción, se hacían notar en los pabellones de los ángulos y en el pabellón central, en tanto que el arquitecto José M. Bens, luego de calificarla de obra maestra, aseguraba que el edificio alcanzaba esa cualidad imponderable de maestría que tienen las obras de arte.
Se aludía así al mercado de Colón o Plaza del Polvorín, situado en la manzana enmarcada entre las calles Monserrate, Zulueta, Ánimas y Trocadero y que se construyó para dar servicio a la vecinería de la zona norte de La Habana, y que en la segunda mitad de la década de los 40 fuera demolido para emplazar el Palacio Nacional de Bellas Artes.
En efecto, el viernes 25 de julio de 1947, el doctor José R. Andreu, ministro de Salubridad en el gabinete del presidente Grau San Martín, anunciaba la clausura del mercado del Polvorín en el plazo impostergable de ocho días, empeño que databa, aseguró, de 1945 y que se había aplazado varias veces a instancias del alcalde Raúl G. Menocal, que había prometido la reconstrucción del inmueble.
Esa misma noche, en el Palacio Presidencial, el doctor Andreu precisaba ante la prensa que la orden de clausura se cumpliría bajo la supervisión del Ministerio a su cargo. Se trata de una medida que responde, añadió, a imperiosas exigencias sanitarias «por lo que ahora el Gobierno procederá al desalojo y de modo inmediato a la construcción del Palacio de Bellas Artes… que será uno de los más bellos de América».
El día anterior, inspectores de Salubridad sembraron el pánico entre los 500 comerciantes establecidos en el Polvorín y sus 1 500 inquilinos al repartir una diligencia de notificación en modelo mimeografiado y sin sello alguno que conminaba al desalojo inmediato. El Estado se abalanzaba sobre una valiosa propiedad municipal, sin que el alcalde Nicolás Castellanos, tal vez para evitar fricciones con el Ejecutivo, hiciera nada por impedirlo. Así, la alcaldía habanera dispuso el traslado de los vecinos para el mercado de La Purísima, en Luyanó, donde no cabrían, y para los comerciantes pidió al Ministro de Agricultura locales en los mercados libres construidos o en construcción. No quedaba para inquilinos y comerciantes del Polvorín más alternativa que la creación de un comité de lucha en pro de sus derechos. Se movieron rápido. Lo constituyeron el 27 de julio, pero perdieron la pelea.
La demolición de las Murallas comenzó en 1863, y a partir de ahí se dio inicio a la urbanización de una zona que se consideró de privilegio.
En el Polvorín las obras comenzaron en 1882, con gran júbilo de la vecinería para la que los principales mercados de abasto quedaban demasiado lejos, pero no fue hasta el 23 de marzo de 1885, hace ahora 137 años, que la plaza quedó inaugurada.
Obra de los arquitectos Emilio Sánchez Osorio y José María Ozón y del ingeniero José del Castillo, el edificio ocupaba un área de 8 083 metros cuadrados, y la empresa de Tabernilla y Sobrino, para adjudicársela, abonó más de 109 000 pesos oro, lo que le garantizaba la explotación del inmueble durante 25 años, a cambio de pagar 10 000 pesos anuales a partir del sexto año de explotación. Transcurridos esos 25 años, el inmueble pasaría a ser propiedad del municipio habanero, que era el dueño del terreno que adquirió expresamente para la edificación de un mercado. Otra condición acató Tabernilla para adjudicarse la plaza: la construcción con carácter provisional de un mercado de madera que estaría situado entre el edificio Balaguer y la calle Neptuno.
No puede precisar el escribidor el porqué del nombre de Plaza del Polvorín. Emilio Roig no lo refiere ni tampoco ninguno de los cronistas consultados, y hay quien llega a decir que «no media razón alguna» para tal nombre, criterio que no comparte el autor de esta página, quien es de la opinión de que sí debe mediar una razón que lo justifique. De cualquier manera, el nombre de mercado de Colón obedece a que se construyó cerca de donde se hallaba en las Murallas la puerta así llamada.
Fue un edificio construido con esmero. El municipio, como propietario, exigía a los constructores: «Las aristas estarán vivas sin espartillos, los paramentos no tendrán ni el más mínimo alaveo, estarán completamente pulidos, que al tacto de la mano se encuentre una superficie completamente plana...».
La puerta principal del mercado se abría sobre la calle Zulueta. Encima de esta sobresalía una cúpula de hierro que el furioso huracán de octubre
de 1944 dejó sin un solo cristal, si bien no afectó su estructura. Rodeaba el edificio un cinturón de comercios, algunos no tan pequeños, como el café Los Siete Hermanos y el bar-restaurante Los Industriales, frecuentado por turistas y nacionales que disfrutaban allí de su excelente carta-menú, conformada en lo esencial por platos de pescado y marisco. En el primer piso del edificio funcionaban las carnicerías. En los años iniciales del inmueble se encontraban en ese nivel una casa de cambio, un teatro chino y una centralita de los celadores que cuidaban el orden en la zona. Una escalera de 43 peldaños conducía al segundo nivel, ocupado por las viviendas, una enorme cuartería. Por el alquiler de una habitación, el inquilino pagaba entre cuatro y cinco pesos mensuales, y los comerciantes, nueve por sus pequeñas casillas.
El municipio obtenía unos 50 000 pesos anuales por la explotación del Polvorín; sin embargo, no puso nunca, en toda la historia del inmueble, un solo centavo para su reparación, ni siquiera después del paso de los huracanes de 1926 y 1944, que causaron en la capital destrozos inenarrables y dañaron seriamente el edificio.
Ya en 1928 Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Públicas del presidente Machado, se empeñó en demoler el Polvorín. Con su ir y venir de camiones y carretones cargados de mercancías, el trajín de carretilleros y vendedores ambulantes y la entrada y salida de los que allí hacían sus compras, aquel mercado ponía una nota nada grata en el entorno del Palacio Presidencial, inaugurado en 1920. Se quería su espacio para edificio de la Biblioteca Nacional, el Palacio de Justicia o el Palacio de Bellas Artes. El Polvorín no estaba inventariado como monumento nacional.
Govantes y Cabarrocas, el binomio constructivo al que tanto debe La Habana, proyectaron un edificio que aprovechaba lo mejor del inmueble original al conservar sus fachadas y los arcos romanos presentes en toda la manzana.
No pudo ser. Cuando ya se había reforzado la arquería y se trabajaba en una nueva fachada clásica por el costado del parque Zayas (hoy Memorial Granma) el Patronato de Bellas Artes exigió un edificio moderno, proyecto del arquitecto Rodríguez Pichardo, que contemplaba la demolición de gran parte de lo reparado. El arquitecto Pedro Martínez Inclán, con el peso de su autoridad, apoyó el proyecto de Rodríguez Pichardo, y adujo, tal vez con razón, la inconveniencia que suponía acomodar las plantas del nuevo edificio a las fachadas del viejo mercado.
Comenzó entonces la demolición de lo que los especialistas llaman la cáscara del edificio. Si hasta entonces habían sido tímidas las voces que se alzaban en defensa del Polvorín, ver caer sus arcadas a piquetazo limpio, fue más de lo que los habaneros podían soportar. Una parte de la historia de la ciudad caía con ellas. Pero ya no había nada que hacer. Se erigiría al fin el Palacio Nacional de Bellas Artes. Cosas del destino. Una reparación llevada a cabo hace unos pocos años en el lugar sacó a la luz algunas de aquellas arcadas que quedaron entonces incorporadas en la parte principal del edificio como muestra de una Habana que fue y se esfuerza por permanecer.