Lecturas
La calle San Rafael, en el tramo que corre entre el Paseo del Prado y Consulado —el que algunos, equivocadamente, consideran el primero de esa vía que, en verdad, se inicia antes de cruzar el Parque Central—, tiene una significación especial para bebedores, periodistas y poetas.
Allí, en un bar llamado El Refrigerador, propiedad de un asturiano de apellido Mantecón, comenzó allá por 1879 el expendio de cerveza americana, el laguer beer, que en sus primeros tiempos pareció tan amarga a los bebedores que muchos de ellos preferían que el cantinero se la endulzara con un chorrito de sirope, lo que hizo que el gran periodista cubano Víctor Muñoz aludiera en alguna de sus crónicas a la época en que se tomaba el laguer-sirope. Venía esa cerveza, procedente de Nueva York, en barriles, se expendía a «real billete» el vaso y antes de servirla el cantinero preguntaba al cliente si la quería con o sin, esto es, con sirope o sin él. Como a algunos parroquianos seguía pareciéndole una cerveza demasiado amarga, Mantecón les allegaba un platico con trocitos de jamón y lasquitas de queso americano, con lo que, hasta donde sabe el escribidor, nacía en La Habana el saladito, que ha dado ahora en llamarse tapa en algunos establecimientos y que, a diferencia de esta, se ofertaba como cortesía de la casa.
Arrebataba el laguer-beer la preferencia a la hasta entonces muy popular cerveza alemana marca T, que venía en botellas de barro.
Hacia 1888 los periodistas de La Habana Elegante y El Fígaro dieron vida, en los altos de El Refrigerador, de Mantecón, al Braseri Club, que atraía además la presencia de cuanto valía y brillaba en el periodismo de entonces: el Conde Kostia, Francisco (Pancho) Hermida, Eduardo Varela Zequeira y Alfredo Martín Morales, entre otros periodistas de a pie, a los que se sumaba algún que otro dueño de periódico, como el millonario Antonio San Miguel, propietario de La Lucha, víctima años después de un secuestro espectacular del que, en su momento, hablará el escribidor.
Aparte de lo agradable del ambiente, el Braseri tenía una ventaja adicional. Desde su balcón, asomado a San Rafael, podían sus habituales seguir las temporadas de ópera del teatro llamado todavía Tacón, aunque todos aquellos periodistas disfrutaban de entradas de favor en ese y otros coliseos, pero que en aquel balcón, libres de la exigencia de la etiqueta, podían entablar sin cortapisas las discusiones más acaloradas, sin contar que, como en las temporadas, se prohibía el tráfico por ese tramo de la vía, la música se escuchaba sin interrupciones de ningún tipo.
La tertulia se animaba en el Braseri después de las diez de la noche, y su momento culminante lo ponían las discusiones entre Hermida y el Conde Kostia, que compartían el cetro de la crónica teatral habanera. Hermida, que noche a noche recorría los principales teatros seguido de un perro sato canelo farandulero, que no se le desprendía desde que el periodista lo congratuló con una frita en la entrada del Alhambra, y que muerto Hermida seguía haciendo solo el mismo recorrido, presumía de sus viajes por medio mundo, y de haber conocido, en sus ciudades de origen, a un número indeterminado de celebridades, lo que parecía cierto, y en sus conversaciones sobre arte, citaba a Venecia, viniera o no a cuento.
Sucedió esto. Enrique Hernández Miyares, el poeta de La más fermosa y director de La Habana Elegante, preparaba un número de su revista dedicado a la Semana Santa y mientras, en el Braseri, distribuía los temas entre sus amigos, hizo reír a carcajadas a los presentes cuando dijo a Hermida: Usted, don Pancho, recuerde a ver si se encontró a Jesús alguna vez en Venecia y me escribe algo sobre eso.
En el Braseri Club dieron sus habituales una fiestecita de despedida a Julián del Casal la noche antes de emprender su viaje a España, y en el mismo sitio le dieron un cálido recibimiento cuando, triste y desencantado, regresó de la península sin haber cumplido su sueño de visitar París.
En el Braseri, escribe Federico Villoch en una de sus célebres Viejas postales descoloridas, «se concertó el famoso duelo entre Antonio San Miguel y Santos Villa, de La Discusión; allí nos leía Alfredo Martín Morales sus artículos de fondo de La Lucha, encantándonos con la exuberancia y pomposidad de aquella su exquisita prosa que manejaba como uno de los grandes maestros del habla castellana; allí nos deleitaba, y enseñaba Valdivia, recitándonos en francés los yámbicos sonoros y fustigantes de Barbief y los exquisitos poemas de Alfred de Musset».
En algunas noches, Mantecón subía al Braseri con gran desasosiego de no pocos de los presentes que mantenían con el asturiano deudas más o menos abultadas. Jamás reclamó su pago; antes bien, con tono casi paternal, decía al deudor: No se ocupe. Ya me lo saldará cuando publique su libro. Pero en aquella gente que llenaba el Braseri los libros fueron pocos y, salvo excepciones, muy escaso el dinero.
A fines de julio de 1940 fallecía en La Habana Emilio González, alias «Maragato», tras pasar unas cinco décadas detrás de la barra de una cantina y dejar un recuerdo grato en cuantos lo conocieron. Había trabajado en los más renombrados bares habaneros, y la prensa, dándole el título de Rey de los Cantineros, celebró su pericia en la elaboración del daiquirí y del mojito, en los que fue un verdadero maestro. Hizo dinero.
No siempre se habló de cocteles en la Isla. Primaron antes el meneado, el compuesto, el tren y el achampanado. El drake —aguardiente, agua, azúcar y yerbabuena— parece estar entre nuestros primeros cocteles. Era la época del auge de la ya mencionada cerveza alemana y del ciruelón, que se elaboraba con aguardiente, ciruelas pasas, cáscaras de naranja y yerbabuena y al que había que dejar reposar durante varios días antes de beberlo. Se bebía asimismo el tren —mezcla de cebada con ginebra—, creado por el cantinero José Segura Piquero Collante en el bar del hotel Biscuit, en Prado y Cárcel, y que servido en vasos pequeños y chatos gozaba de la preferencia de los cocheros que hacían piquera en esa esquina, la del actual hotel Packard y frente al café El Tiburón, en la esquina en chaflán de Prado y San Lázaro.
Hacia 1892 el vermut se disfrutaba con hielo muy picado, pedacitos de cáscara de naranja, alguna que otra uva y yerbabuena. Se bebía en vasos que tenían en el borde una especie de pequeña espumadera o colador y que Sanidad terminó por prohibir por antihigiénicos.
El martini conoció temprana celebridad, al igual que las cremas de Aldabó. Bares famosos fueron, además de los mencionados, Central, Albizu, Salón H, Ambos Mundos, Almendares, Europa, Luz, Miramar, Pasaje, La Marina, Sevilla, Dos Hermanos… José Leyva trabajaba en la barra del café Las Columnas, en Prado y Neptuno, cuando se desató un tiroteo entre José Strampes y Cecilio Acosta, en el que se involucraron otros antiguos integrantes del Ejército Libertador. Corría el año de 1899 y Leyva, a quien apodaban «El Ferrolano», tuvo tiempo de ocultarse tras el mostrador. Al cesar el duelo, obsequió a cada uno de los belicosos jóvenes un coctel de su invención y que llamó Fuego graneado.
Con la intervención militar norteamericana se crea el Cuba libre, en un bar habanero que no ha podido determinarse, y que es el coctel más bebido en el mundo. Por la misma época llegaba el daiquirí a La Habana.