Lecturas
El historiador Emilio Roig califica el suceso de «chusco y ruidoso». Ocurrió en el café de Escauriza, en la esquina de Prado y San Rafael, sitio de reunión de la aristocracia habanera, el 20 de febrero de 1844, martes de carnaval. No hubo tiros. Tampoco heridos, solo contusos, y sí cinco cubanos detenidos, tres de los cuales no tardaron en salir deportados para España acusados de conspiración.
Es lo que se llama la batalla del ponche de leche. ¿Por qué ese nombre? Veamos enseguida sus detalles.
«La Habana tiene fama de ser una ciudad muy alegre… La pasión dominante es el baile: todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o condición… Las mismas danzas se bailan en palacio que en el bohío de un negro, y hasta los cojos, que ya no pueden brincar, se contentan con menearse al son de la música. Todo el día se oye tocar las danzas ya sea en las casas particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyo sonido suelen bailar los paseantes…» escribe en sus memorias (1881) el colombiano Nicolás Tanco y Armero, erudito con vocación de negrero, que organiza el tráfico de chinos hacia La Habana y El Callao, y gracias a su empeño más de 200 mil esclavos amarillos «atraviesan las aguas negras».
Son varias las categorías de los bailes públicos que se organizan en la capital de la Isla, precisa el colombiano. Los que patrocina el Liceo Artístico Literario son refinados y de buen gusto, como corresponde a una institución que, en su tipo, es, a su juicio, la primera de América, libre de «ese egoísmo fatal» que mata a las sociedades similares en el continente y que sabe conciliar en todos sus actos la instrucción con el deleite.
«Los bailes dados en los salones del Liceo en tiempo de carnaval… son muy divertidos, particularmente los de disfraces y máscaras. Aunque a ellos no asiste la élite de la sociedad habanera, se reúne, sin embargo, allí una multitud de muchachas decentes que plantan su dominó y van a divertirse dando bromas a sus amigos y pretendientes. El golpe de vista que presentan los salones es magnífico».
Sigue, en escala descendente, el baile de Escauriza, establecimiento que toma el nombre de su propietario. La fiesta es allí una especie de intermedio entre la del Liceo y la del Circo. «Ni es decente como el primero ni las danzantes se permiten las libertades que en el segundo». Sin embargo, apunta Tanco en su testimonio, al Escauriza no van más que «las mujeres mal entretenidas de La Habana», y en cuanto a hombres «los que más frecuentan este baile son dependientes, tabaqueros y criollitos de mala vida». Añade que los disfraces son siempre los mismos, y las bromas, enteramente vulgares y de mal gusto.
«Es uno de aquellos lugares que se debe visitar una vez y nada más, y eso por el aliciente de ir a cenar enseguida a Lengrand o a Tacón, magníficos restaurantes que se hallan al lado».
Llega así el último escalón, la última carta de la baraja en lo que a salones de baile se refiere. Son los del Circo y de Sebastopol, «cuyos nombres están indicando las orgías de que son teatro esos lugares. No hay en efecto en el mundo donde se cometan más indecencias al bailar».
Entre las bromas vulgares y de mal gusto de aquellos carnavales de la colonia, recordaba Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas las siguientes: jeringas cargadas de tinta o de lechada de cal, según fuese negro o blanco el traje de la víctima; huevos rellenos de harina o de algo peor; mantequillazos, guantes repletos de arena que, amarrados al extremo de un cordel, venían desde un balcón sobre el infeliz transeúnte, causándole la impresión de un brutal espaldarazo, asnos de largas orejas recortadas en paño y cubiertos de yeso, que se marcaban en la levita del descuidado, a quien se corría después con los gritos de ¡burro! ¡burro!... vocerío salvaje acompañado de cuernos, bocinas, fotutos, trompetas, campanas, latas y pitos… mascaradas soeces que representaban cínicas pantomimas como «el boticario», «el comadrón»… gente con barba, disfrazada con un mameluco, jugando al trompo, agachada, o llevando ante sí, colgado, un panorama para enseñar…
En los bailes de carnaval, el teatro Tacón trocaba su semblante grave y aristocrático, inspiración de nuestros cronistas de salones, por el cariz repugnante y audaz de la antigua «escuelita», donde las muchachas esperaban por el sujeto que adquiría una papeleta para bailar con ellas.
Recordaba Álvaro de la Iglesia que en noches de carnaval ardía Tacón en luces y una abigarrada multitud pujaba por atravesar la puerta custodiada por un sujeto a quien, en virtud de su estatura, llamaban «Federico el Grande». Estallaba la música, la pasión azotaba la carne de los bailadores y un rumor bestial salía del grupo de los danzantes.
A don Pancho Marty, empresario del teatro Tacón, se le concedió, a cambio de cierto pago al municipio de La Habana, el privilegio exclusivo durante 25 años de ofrecer en dicho coliseo seis bailes de máscaras durante el carnaval, y para asegurarle mejor la ganancia se prohibió, a partir e 1844, que pudiesen celebrarse bailes de ese género en los salones o cafés situados en las inmediaciones del teatro. Todos debían cerrar sus puertas a las 11:00 de la noche. También el café Escauriza.
El catalán Francisco Marty y Torrens llegó a Cuba más pobre que una rata y se convirtió en uno de los hombres de mayor caudal e influencia de su tiempo, con acceso libre y directo al entorno de los capitanes generales. Fue un gran comerciante de esclavos y recibió del gobernador Miguel Tacón la concesión que le permitía explotar en su provecho el trabajo de los reclusos de la Cárcel de La Habana. Poseía, entre otros bienes, extensas fincas rústicas y numerosas propiedades inmuebles, así como dos astilleros donde se reparaban buques destinados a la trata negrera. Controló de por vida el monopolio del pescado en la capital de la colonia y era dueño de la pescadería El Boquete. Murió en 1866, en su casa de Prado, entre Ánimas y Trocadero, a los 80 años de edad.
El primer domingo del carnaval de 1844 entraba en vigor la orden de cierre, pero los concurrentes al Escauriza se negaron a abandonar el local a las 11:00 de la noche. Adujeron que beber un café o un ponche no entraba a competir con un baile de máscaras. El regidor Félix Ignacio Arango, que presidía aquella noche el baile del Tacón y que había ido a ordenar el cierre del café, no pudo hacerse obedecer y el Escauriza permaneció abierto toda la noche.
Un hombre como el capitán general Leopoldo O´Donnell no podía permitir el más mínimo menoscabo en su autoridad, y dispuso de inmediato la prisión de Arango en el castillo del Morro y
encargó al teniente alcalde tercero Fernando O´Reilly, que el martes siguiente presidiría el baile del Tacón, que ese día impusiera el cierre del Escauriza, a como diese lugar, a las 11:00 de la noche.
La que se armó fue de argolla. Entre gritos, insultos y silbidos, los parroquianos se negaron a abandonar el café, y uno de ellos, que saboreaba un vaso de ponche de leche, se lo puso de sombrero a O´Reilly, que quedó hecho una lástima pues vestía de negro. A esa altura, el baile se había interrumpido en el Tacón y el público se asomaba a los balcones o había salido a la calle. El parque Central era un hormiguero y San Rafael se volvió intransitable. No demoró el Capitán General en enterarse de lo que sucedía y a caballo y seguido por numerosa escolta de lanceros tomó la calle Obispo a todo escape.
El parque Central no era entonces como es hoy. Una calle de Obispo a San Rafael lo dividía en dos mitades. Frente al teatro, en el borde del paseo hasta donde hoy se halla el Payret, se veían formadas más de 200 sillas, y en la acera del Tacón y frente a Escauriza había mesitas con refrescos, dulces y frutas. Con la llegada de O´Donnell el púbico comenzó a arremolinarse. Ordenó el General a sus hombres que despejaran el área y la escolta lanzó sus caballos sobre las mesas. Entre gritos, corrieron los que las ocupaban y al final quedó el terreno cubierto de sombreros y bastones.
Esa fue la célebre batalla del ponche de leche, ganada por Leopoldo O´Donnell el llamado «Leopardo de Lucena», que consiguió al fin cerrar el Escauriza.