Lecturas
Transcurre el 15 período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas; se discute el tema 90 de la agenda «La situación en la República del Congo». Son las 10:30 de la mañana del 15 de abril de 1961 cuando el embajador de Irlanda, que preside el plenario, concede la palabra al doctor Raúl Roa para una cuestión de orden.
Afirma el Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba: «Acabo de recibir instrucciones del Presidente de la República, doctor Osvaldo Dorticós, y del Primer Ministro del Gobierno Revolucionario, doctor Fidel Castro, de denunciar a la Asamblea General de las Naciones Unidas, que esta mañana, a las seis y media, las ciudades de La Habana, San Antonio de los Baños y Santiago de Cuba, han sido simultáneamente bombardeadas por aviones B-26, de fabricación norteamericana, y procedentes de bases enclavadas en territorio norteamericano y en países centroamericanos satélites del Gobierno de los Estados Unidos. La Delegación de Cuba acusa…».
En este punto, el Presidente de la Asamblea interrumpe al Doctor Roa. Arguye que él tiene la obligación de hacer cumplir el reglamento y que espera que el representante de Cuba cooperará con la mesa. Alega que el Ministro cubano pidió la palabra para una cuestión de orden y lo que formula es una cuestión de fondo. Precisa: «Comprendo perfectamente sus motivos para plantearlo, pero no puede plantearlo de esa forma».
«Muchas gracias, señor Presidente, por su observación y ruego, repone Roa. Pero yo no puedo retirarme de esta tribuna sin antes acusar de manera formal y solemne, ante el más alto foro de las Naciones Unidas y la opinión pública mundial, al Gobierno imperialista de los Estados Unidos de ser el máximo responsable de este brutal atentado a la integridad territorial, independencia y soberanía de Cuba, que pone en gravísimo riesgo la paz y seguridad internacionales…».
El Presidente interrumpe de nuevo al orador y lo exhorta a ocupar su escaño. «Ya lo he dicho y me retiro», dice Roa, imbatible y enfático.
El nombre de Fidel
Con empleo de bombas de alto poder destructivo, lanzamiento de rockets y con ametrallamiento, ese ataque, a la misma hora y en tres puntos distintos de la geografía nacional, tenía como objetivo principal los aeropuertos militares cubanos a fin de aniquilar en tierra la fuerza aérea nacional y asegurarse así la supremacía del aire en el momento de la invasión. El Ejército y las milicias, vencido el primer instante de confusión —los aviones atacantes lucían las insignias de la Fuerza Aérea cubana—, reaccionaban sin desmayo aferrados a las antiaéreas y haciendo uso también de todas las armas posibles
—fusiles, pistolas y revólveres— en su intento de ripostar la agresión. Un hecho se producía sin demora. En muchas casas aparecía la bandera cubana y sus colores también desafiaban a los agresores. Un combatiente herido de muerte escribió con su sangre, en un pedazo de pared, el nombre de Fidel.
El Comandante en Jefe tuvo a su cargo la despedida de duelo de las siete víctimas fatales —militares y civiles— que ocasionó el bombardeo en La Habana, y proclamó el carácter socialista de la Revolución Cubana en aquel discurso que la multitud enorme y compacta que se concentró a las puertas de la necrópolis de Colón para decir adiós a los caídos cerró con las notas del Himno Nacional mientras levantaban los fusiles con los que horas después batirían al enemigo.
Porque aquel bombardeo era el preludio de la invasión y el país se ponía en estado de alerta, sin descuidar por ello producciones esenciales y sin abandonar lo concerniente a las tareas de la alfabetización, aquella campaña que en el transcurso de 1961 barrió el analfabetismo en Cuba, cuando más de 700 000 personas aprendieron a leer y a escribir.
Mientras el pueblo de La Habana enterraba a sus mártires, navegaba hacia Cuba la brigada invasora. Fidel tuvo la convicción de que el golpe principal sería por la Ciénaga de Zapata, y fue allí donde ordenó que se concentrara la respuesta principal, y tuvo, desde el inicio, la visión clara de que se imponía derrotar al enemigo en el menor tiempo posible para evitar así que estableciera una cabeza de playa desde donde pedir la intervención militar norteamericana directa. Ordenó, asimismo, que se le sometiera a ataques y hostigamientos constantes para no permitirles un solo minuto de descanso.
La mayor operación militar secreta
El 17 de abril, de madrugada, desembarcaba la tropa invasora en Bahía de Cochinos, Ciénaga de Zapata. Fue, aseguran especialistas, la mayor operación militar secreta, es decir, sin que se hubiera declarado el estado de guerra, que, hasta esa fecha, se lanzó contra un país.
La Brigada 2506, que así se identificaba la tropa invasora, contaba con 16 aviones B-26, seis C-46, ocho C-54, aviones de transporte ambos, y dos PBY (Catalina) capaz de aterrizar y amarizar. La proporción de pilotos de la fuerza enemiga con respecto a la cubana, era de seis a uno, y tenían tres veces más aviones de combate que Cuba. Los pocos pilotos cubanos volaban en aparatos que ellos calificaban de «patria o muerte», pues no estaban de alta ni de baja técnica; operaban simplemente gracias a la inventiva de los mecánicos y al coraje de sus aviadores.
Formaban parte de la Brigada seis batallones de infantería, un batallón de armas pesadas, una compañía de tanques y otros medios de combate con todas las estructuras de explotación, abastecimiento, ingeniería, comunicaciones, etc…, la misma estructura que en esa época tenía una unidad de las fuerzas armadas norteamericanas.
Venían entre los invasores 194 militares de la tiranía batistiana, cien latifundistas, 24 grandes propietarios, 67 casatenientes, 112 grandes comerciantes, 179 acomodados, 35 magnates industriales y 112 lumpens. Mil quinientos hombres, según se afirma en documentos norteamericanos desclasificados, conformaban la Brigada 2506. De ellos 1 197 cayeron prisioneros.
Hace unos 15 años discurría el escribidor sobre este tema con el general de división (r) José Ramón Fernández que, a las órdenes de Fidel, tuvo un papel protagónico en la victoria de Playa Girón, en la que, como capitán, condujo al frente a la Escuela de Responsables de Milicias constituida en batallón de combate. Le comenté que la prensa cubana insistía tanto en la cobardía de los invasores y en que la
agresión fue derrotada en menos de 72 horas —en realidad, 64— que abarataba la victoria.
—Yo no hablaría de la cobardía de un enemigo que nos ocasionó 176 muertos y más de 300 heridos, 50 de los cuales quedaron incapacitados de por vida. Combatió duramente y en algunos lugares lo hizo con más fuerza que en otros respondió el también entonces Vicepresidente del Gobierno cubano. Añadió: Pero posibilidades reales de éxito no tuvo nunca porque se enfrentaba a un pueblo que defendía sus conquistas sociales, su libertad y su soberanía.
Liquidada la invasión
A las 5:30 de la tarde del 19 de abril, Playa Girón, el último reducto de la brigada invasora, es tomada por las fuerzas cubanas. El Gobierno norteamericano organizó, armó y pagó la agresión. Oficiales de la CIA, a bordo de buques de guerra norteamericanos, como el portaviones USS Essex, supervisaron directamente la invasión. El presidente Kennedy, con dudas y escrúpulos, asumió el plan de invasión a Cuba que heredó de la administración anterior, elaborado por la CIA y el Pentágono, y creyó que el pueblo se sumaría a los invasores y que las milicias se sublevarían contra el Gobierno Revolucionario. Al final, accedió dar un apoyo aéreo a los expedicionarios, pero a esa hora ya no había invasores a los que apoyar. La invasión había sido liquidada. Reconoció Kennedy entonces su responsabilidad en los hechos. Una derrota dura para Estados Unidos, una gran humillación.
Algunos prisioneros murieron asfixiados cuando en un remolque cerrado se les trasladaba a La Habana. Fue un incidente lamentable. Otros salvaron la vida gracias al humanismo y diligencia de sus captores, como aquel que desesperado por los dolores de una úlcera sangrante, pedía a gritos que lo mataran. Fidel en persona se encargó de que un jeep lo trasladara a toda velocidad a un hospital donde le salvaron la vida.
Se juzgó a los prisioneros. Unos pocos debieron pagar por los crímenes que cometieron en época de la dictadura batistiana. Al resto, el propio Gobierno cubano, consciente de que no hacía nada con 1 200 «héroes» presos, les buscó una salida que fue aceptada por la población. Se les impuso como condena una indemnización de hasta 100 000 dólares y, como accesoria, una sanción de cárcel. Una indemnización no por necesidad de dinero, sino como una especie de castigo moral. Dos millones de dólares se recibieron en efectivo y se emplearon en la compra de incubadoras canadienses para la producción avícola, mientras que 50 millones se recibieron en medicinas y alimentos para niños.
No fue una sanción de odio ni de venganza. La victoria sobre el invasor fue el más importante premio para Cuba.