Lecturas
Cuandp pienso en la peonía recuerdo aquellos collares con que los milicianos bajaban de las montañas del Escambray, a comienzos de los 60, luego de haber participado en la lucha contra las bandas contrarrevolucionarias. La peonía es, en efecto, un bejuco leguminoso medicinal que en Cuba florece en diciembre (flores blancas o rojas, en espiga) y echa unas vainas en racimo que contienen granos esféricos, duros, lustrosos y de color rojo vivo con un lunar negro, que son muy solicitados para adornos.
Peonía es una voz que además designa en América al pedazo de tierra que por su menguada extensión puede labrarse en un día y, en otras latitudes, identificaba asimismo a las parcelas que luego de la conquista de un territorio se otorgaban a los soldados de a pie.
Pero no es de ninguna de esas peonías de la que estaré hablando enseguida, sino de la planta de la familia de las ranunculáceas (familia a su vez de las dicotiledóneas) que tiene hermosas flores grandes de bello color carmesí.
No suponga el lector que le endilgaré una clase de Botánica. Lo que trae hoy la peonía a esta página es que, en 1906, hace ya más cien años, un científico austriaco aterró a los cubanos con una predicción terrible: entre el 15 y el 16 de mayo de ese año la Isla desaparecería a consecuencia de catastróficos temblores terrestres y marítimos. Así, decía, lo vaticinaba la peonía. Según sus estudios, acometidos tanto en Viena como en Londres, ciudades en las que sostenía centros de investigación, las hojas de esa planta se enroscaban sobre sus tallos tan pronto se avecinaban movimientos anormales en la tierra o en el mar.
En uno de los artículos de costumbres que el historiador Emilio Roig de Leuchsenring escribió, en los años 30, para la revista Carteles, de La Habana, bajo el seudónimo de El Curioso Parlanchín, se recrea esta sabrosa historia. De ahí la tomamos.
El doctor Nowack, que así se nombraba el personaje, llegó a La Habana en febrero de 1906 y predijo el cataclismo en cuanto pisó tierra. Enseguida se dividieron las opiniones. El periódico La Lucha tomó en serio el vaticinio del vienés, difundiéndolo y calorizándolo, mientras que otro periódico, El Mundo, lo tiraba a broma, y el Diario de la Marina lo combatía muy seriamente oponiéndole las aseveraciones del padre Gangoitia, director del Observatorio de Belén, el único que había entonces en la Isla.
A nivel popular se manifestaba la misma reacción ante Nowack y su peonía. Los más, no le hacían caso, pero muchos, los de mayores posibilidades económicas, por supuesto, salieron del país a fin de salvarse de la tragedia anunciada y muchos más vivieron agobiados por la preocupación. El caso es que el asunto se convirtió en tema de conversación obligado en todos los lugares y para todos los sectores y la prensa informaba de los avances de los experimentos del profesor con las peonías sembradas en una quinta de Guanabacoa, propiedad de un tal Tariche.
Nowack, sin duda alguna, se tomaba en serio su descubrimiento. Era miembro de una noble familia vienesa que perdió su patrimonio a causa de las investigaciones del profesor. En un libro había recogido sus observaciones sobre la peonía y el modo de cultivarla y en sus dos institutos laboraban decenas de personas ansiosas de confirmar de una vez y para siempre la hipótesis de que era posible predecir los cambios del tiempo por las alteraciones que sufriera esa planta.
En Europa había tenido tantos detractores como simpatizantes y no faltaban los dispuestos a certificar la exactitud con la que, peonías por medio, Nowack era capaz de pronosticar el estado del tiempo. El príncipe de Gales incluso, durante una visita a Viena en 1888, se interesó en el asunto y dispuso que en el Jardín Botánico de Londres se estudiaran las propiedades meteorológicas de la peonía. Dos años después, sin embargo, el director de esa institución daba a conocer la nulidad de la investigación: la planta no servía para predecir el tiempo.
Aunque todo esto, con mayor o menor detalle, fue de conocimiento en La Habana de la época, el doctor Nowack continuaba sus investigaciones en la quinta de Guanabacoa y la fecha de su anunciada catástrofe se hacía cada vez más cercana.
El 26 de abril, en su famosa columna «Actualidades», del Diario de la Marina, escribía su director, don Nicolás Rivero, primer Conde del Rivero: «Desde ayer, gracias al doctor Nowack y a La Lucha, que publicó sus predicciones, no se habla de otra cosa que del próximo temblor terrestre o marítimo que habrá de sentirse con más o menos intensidad en nuestro litoral del 15 al 19 de mayo… Desde ayer no cesa de funcionar nuestro teléfono y llueven sin cesar recados y cartas en esta redacción… Las familias están alarmadas… En las casas del Malecón y en las del Vedado nadie duerme de noche. Se nos pide que digamos algo para tranquilizar los ánimos…».
Así las cosas, el Diario de la Familia añadió más leña al fuego de la alarma ciudadana al publicar en su edición del día 27 un despacho cablegráfico fechado supuestamente en Viena y que daba cuenta de que el Observatorio de esa ciudad anunciaba que muy pronto La Habana sería asolada por un terremoto.
Llegado a este punto, la Secretaría de Estado (Cancillería) pidió al cónsul cubano en Viena que de manera urgente remitiera informes sobre el doctor Nowack y sus peonías, y el padre Gangoitia, desde el Observatorio de Belén, trataba de calmar a los habaneros asustados. Declaraba a la prensa: «El mes de mayo de 1906 en La Habana será poco más o menos como los que han pasado… La ley que rigió en los 48 mayos precedentes no ha sido suspendida en el presente… Los fenómenos van hasta resultando al revés del pronóstico».
La revista El Fígaro, por su parte, pese a la inminencia de la supuesta tragedia, tiraba a bonche a Nowack y a sus peonías y después de presentar de manera satírica a una pareja que esperaría en la cama y amándose con pasión la destrucción de la ciudad y el fin de los tiempos, abordaba la actitud de los fuertes y supermachos, indiferentes a la predicción. «¿Temblores, inundaciones? —decían. Bueno, de algo hay que morirse y, por si acaso, dejemos de pagar el alquiler».
Porque algo de esto hubo también en esos días de pánico a juzgar por la denuncia que el capitán Inchaústegui interpuso en un juzgado correccional contra el doctor Nowack. El aludido, que era además abogado, acusó al profesor de ser el responsable de que las familias abandonaran el Vedado, dejando las casas vacías, y de que los alquileres y el valor de los inmuebles se hubiesen derrumbado en la zona.
Roig de Leuchsenring, en su artículo de Carteles, añade que en esos días en la popularísima montaña rusa del recién inaugurado Palatino Park «el doctor Nowack, sus predicciones y las peonías sirvieron mil y una veces de pretexto para que los novios, ante la perspectiva de la cercana catástrofe, se entregaran muy sabrosamente al rascabucheo».
Así llegó el 15 de mayo y transcurrieron los días 16, 17, 18 y 19 y no pasó nada, y el doctor Nowack se fue de Cuba como vino, con sus peonías a otra parte. Pero el cataclismo natural, que no existió, dejó paso a ese siniestro político que fue la segunda intervención militar norteamericana en Cuba que se prolongaría durante los tres años siguientes.
Sin embargo, quizá el profesor vienés, con peonías o sin estas, no anduviese tan desacertado.
Aquel 1906 fue el año del terremoto de San Francisco de California, que el 18 de abril cobró la vida de 315 personas, destruyó más de 500 bloques de edificios y dejó sin casa a unas 50 000 personas. El incendio desatado durante el seísmo, que duró solo 48 segundos, arrasó un área de seis kilómetros cuadrados, y se necesitaron tres días para aplacar las últimas candeladas. Un día antes ocurría el terremoto de Valparaíso, en Chile, con un saldo de 1 500 muertos, y el 16 del propio mes tenía lugar otro terremoto en la isla china de Formosa.
Cuba no se libró aquel año de las calamidades. Entre los días 17 y 18 de octubre un violento huracán atravesó La Habana, ocasionó muertes y cuantiosos daños desde Pinar del Río hasta Las Villas y puso los pelos de punta al pinto de la paloma.