Lecturas
El baile es ya, en 1820, el entretenimiento favorito de los habaneros. Muy recurridas son asimismo las tertulias, que transcurren con ceremonia y orden y en las que alternan mujeres agradables y hermosas y hombres razonablemente caballerosos. No se ofrece nada de comer ni de beber en ellas, salvo un vaso de agua, siempre que el asistente lo solicite. Ni padres ni maridos se oponen a que las mujeres de la casa se sienten junto a las ventanas de la calle para ver y para que las vean, saludar y ser saludadas. No son frecuentes las serenatas. Se pagan, en la puerta exterior del teatro, cuatro reales por la entrada, y se abona una suma adicional, ya dentro del coliseo, por el tipo de asiento que se escoge y su ubicación respecto al escenario.
Los padres de las muchachas, en La Habana del siglo XIX, arreglan el matrimonio de sus hijas con algún amigo que funge como una especie de corredor y se interpone y representa al pretendiente, aunque no es raro que la muchacha lo arregle por sí y ante sí, sin que los padres lo sepan. Si la familia se opone a su elección, puede ella recurrir al capitán general y solicitar que la «depositen» en un convento, de donde el hombre de su elección la sacará para llevarla al altar.
Viene a cuento ahora un sonado incidente.
Ignacio de Peñalver y Cárdenas, tesorero general de la Real Hacienda y del Ejército, se opuso a la solicitud de matrimonio de Sebastián Calvo de la Puerta y O’Farrill con su hija María Luisa, considerada como la mujer más hermosa de la ciudad.
Sebastián decidió raptarla y llevarla en depósito a otro lugar. Así, la Marquesa de Jústiz y su hija María Josefa, cuñada esta del pretendiente, planearon y ejecutaron la audaz acción en la iglesia de San Francisco, contando con la complicidad de la novia, que fue conducida a la residencia de las Jústiz.
El escandaloso enfrentamiento del Tesorero Real contra la Marquesa, cada uno con el poder de sus títulos y la inviolabilidad de sus espacios privados, dio motivo a la intervención del Capitán General, que confió la custodia de la joven al convento de Santa Teresa hasta que se logró llevar a cabo el matrimonio sin consentimiento del padre, poco antes de que el contrayente partiera hacia Luisiana en una campaña militar.
Hasta aquí lo sucedido.
No festejan las familias acomodadas las bodas de sus hijos. No hay, tras el enlace matrimonial, baile ni banquete. La ceremonia tiene lugar en la iglesia, muy temprano en la mañana, y no demoran los recién casados en salir de la ciudad a fin de pasar la luna de miel en el ingenio o en alguna de las fincas de los suyos o de algún amigo. Sí se come y se bebe en los velorios. En una de las habitaciones de la casa donde se vela al fallecido se reúnen los visitantes con los familiares del difunto y, lejos de la compostura y el silencio que supone un pésame, reina allí la mayor algazara. Cada cual habla acerca de lo que le viene en ganas y lo hace en voz alta, como si estuviera en la plaza pública, hasta que a las doce de la noche amigos y dolientes pasan al comedor donde el jamón y el champán mitigarán un tanto el dolor. En otra sala de la casa mortuoria esperan las mesas de juego a los que quieran echar una partida de cartas.
El tiempo puede matarse en las casas de juego si no satisface el programa del teatro. Mientras las casas de vivienda, aun las de los más acomodados, disponen de muebles corrientes en su sala de estar —un sofá, mesas rinconeras, sillones y sillas dispuestos en hilera, con una lámpara colgada al centro— las casas de juego, situadas siempre cerca de las murallas, lucen una decoración esmerada en sus espaciosos y bien iluminados salones. Sin necesidad de que la inviten, cualquier persona blanca puede entrar en ellas; baila, si ese es su deseo, pues hay música, o se sienta a una de las mesas de juego. Son casas que pertenecen por lo general a gente de conducta respetable y acuden a ellas padres de familia en compañía de su esposa e hijas. La opinión pública apenas es adversa a esos garitos. El juego es una adicción generalizada, al igual que el hábito de fumar. Fuman aun en la calle, y sin que nada les importe, hijas y esposas de médicos, abogados, alcaldes y oficiales reales, aunque paradójicamente los caballeros afirmen que ninguna dama fuma. Un tercio de la población se encarga de fabricar los cigarros y los otros dos tercios se los fuman. La costumbre de mascar el tabaco, además de fumarlo, propicia el uso universal de la escupidera.
El juego es la distracción principal y las peleas de gallos la diversión favorita, escribe el colombiano Nicolás Tanco y Armero en sus memorias. Advierte la afición por el teatro. Tanco fue el organizador del tráfico de chinos y vivió en La Habana entre 1853 y 1855. En 1899 funcionaban en La Habana 1 400 casas de tolerancia, de las cuales solo 462 se encontraban registradas.
Precisa Tanco: «La Habana tiene fama de ser una ciudad muy alegre, donde todo hombre de comodidades goza; donde el pueblo se divierte constantemente y es por esta idea, muy general, que se le ha llamado el París de América. Eso no deja de ser exacto…».
Todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o condición, desde el niñito hasta las viejas, desde el capitán general hasta el último empleado. Las mismas danzas se oyen en un palacio que en un bohío. Todo el día se oyen tocar las danzas, ya en las casas particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyos sonidos suelen bailar los paseantes. En los naipes, el tresillo desplaza al monte y lo juegan hasta las mujeres. No hay pueblo en la Isla, por pequeño que sea, donde no exista una valla de gallos que frecuenta lo mejor de la sociedad.
El habanero promedio se levanta temprano y desayuna con una taza de chocolate. Almuerza a las diez de la mañana: sopa, huevos con jamón, pescado, carne, vino y café, de los que da cuenta con apropiado rigor. La comida es a las tres de la tarde y raramente dura más de una hora. Hay café y tabacos en la sobremesa y la conversación va languideciendo hasta que los comensales se retiran para la siesta. Una hora después, la vida empieza a moverse de nuevo. Se pide la volanta para pasear por la Alameda, esto es, el actual Paseo del Prado, o para salir a cumplir con determinados deberes sociales. Las corridas de toros, que solo tienen lugar de vez en cuando, gustan sobremanera cuando los animales son de los llamados «toros de muerte», excitados previamente con las explosiones y las luces de los fuegos artificiales. En el portal del Palacio de los Capitales Generales intercambian y ventilan sus asuntos los hombres de negocios y el espacio oficia como una especie de bolsa o lonja del comercio.
Temas de interés público se discuten con vehemencia en La Habana. Tan pronto sale a la palestra un asunto que incumbe a la colectividad, los ánimos se dividen y la efervescencia es violenta, pero momentánea; enseguida todo se aplaca y la multitud feroz, presta poco antes a destrozar a un semejante, se hunde en la apatía como para recuperar fuerzas para la explosión siguiente. Falta en aquella Habana de 1820, advierten los viajeros, sentimiento de comunidad, el espíritu de empresa social.
En 1827 entran 1 053 buques al puerto de La Habana. De ellos, son estadounidenses 785 embarcaciones, en tanto 71 son ingleses, 57 españoles, 48 franceses, 24 holandeses, 21 daneses y 14 alemanes, entre otros. Los informes reportan asimismo el arribo de dos barcos rusos.
Tienen los mercados sus casillas bien provistas. Cada una de ellas paga al municipio un impuesto de un real a la semana y otro real por cada caballo cargado que entra al mercado. Se sobrexplota a las bestias de carga, pero, menos mal, los memorialistas acotan que sus dueños bañan los caballos todos los días. Son excelentes los pavos y las codornices que se consumen en La Habana, al igual que el pescado. El precio de la carne y el pan está regulado por las autoridades municipales. La libra de carne de res cuesta alrededor de 50 centavos de dólar actual y los habaneros la consumen con un entusiasmo casi patriótico. La carne, el pescado, las aves y las legumbres son provisiones que aporta la Isla. El bacalao y el tasajo, esenciales en la dieta del esclavo, se traen del extranjero, al igual que el jamón, la harina de trigo y el arroz.
Muchos productos de la Isla se reexportan hacia México, que tiene restringido su comercio exterior. En barcos españoles se rembarcan mercancías por tres millones de pesos, y una cifra similar alcanzan las exportaciones. Por la variedad y riqueza de su suelo, la Isla está llamada a ocupar un rango más elevado que el de una simple colonia azucarera, opinan los especialistas y precisan que si la tierra que permanece virgen y desocupada se dividiese en fincas o estancias pequeñas entre gente dispuesta a cultivarla, la riqueza y la población de la colonia aumentarían en un grado más alto que si su superficie se cubriese de azúcar y café. Se impone, además, establecer manufacturas de diversas clases a fin de producir artículos de subsistencia y hacer producciones adecuadas al país y para la satisfacción del mercado sudamericano, al que comerciantes cubanos tienen un acceso favorable
La vida es cara en La Habana. A muchos viajeros les parecen chocantes los altos precios de los artículos de primera necesidad. Hay en la mesa criolla una desordenada profusión de manjares. En fondas, posadas y hoteles la comida por lo general es buena y abundante, pero molesta a algunos el exceso de grasa. Y el ruido causa no pocos disgustos. Mercaderes, Obispo y Muralla son las calles comerciales por excelencia. Algunos abanicos pueden llegar a valer el equivalente de 150 dólares. Si la habanera va de tiendas, no penetra en el establecimiento ni desciende de la volanta siquiera, sino que obliga al tendero a salir a mitad de la calle con aquellos géneros o artículos que la dama cree necesitar, y lo mismo ocurre cuando acude a refrescar a un café. Excepto en los hoteles principales no se emplea el hielo en La Habana para enfriar el agua. Los pordioseros necesitan de una licencia del Ayuntamiento para pedir limosnas; se requiere de una licencia para casi todo y la policía y los inspectores de impuestos vienen siempre por la «mordida», que pretenden justificar con lo bajo de sus ingresos y la carestía de la vida.
Cuba sigue siendo, en estos años, «la vaca lechera» de España: menos de la mitad de lo que en la colonia se recauda por concepto de impuestos, licencias y permisos, se queda en la Isla. El resto, que es lo gordo, se envía a la península.