Lecturas
Refiere la crónica habanera que a fines del siglo XVII las hermanas Francisca, Ana y Teresa Aréchaga y Casas, oriundas de la ciudad, quisieron profesar en La Habana como monjas dominicas, y su hermano Juan, Oidor que fuera de la Real Audiencia de México, contribuyó a hacer realidad ese deseo al construir un convento para ellas. Eran los tiempos del muy ilustre Diego Avelino de Compostela, Obispo de Cuba, que impulsó la construcción de no pocos templos en La Habana y localidades vecinas —cinco solo en la calle que terminaría llevando su nombre— y confió la supervisión de la edificación del nuevo convento a Dionisio Rezino y Ormaechea, primer cubano que alcanzó la dignidad episcopal. La obra finalizó en 1689 y tardarían todavía dos años para la consagración del templo. Tres monjas fueron sacadas de su clausura en el convento de Santa Clara para asegurar su funcionamiento.
Se trata del convento de Santa Catalina de Sena, donde fue depositado el corazón de Fray Gerónimo Valdés, Obispo de Cuba entre 1706 y 1729, y reposaron los restos de Rezino, Obispo Auxiliar de La Habana. Se ubicaba en las manzanas enmarcadas por las calles Compostela, O’Reilly, Aguacate y Empedrado, pues la actual calle de San Juan de Dios se cerró para extender la obra. La iglesia y la sacristía ocupaban el lado sur del edificio, es decir, se asomaban a la calle O’Reilly. En ella ofició Félix Varela por lo menos en dos ocasiones.
Una, como subdiácono, y otra, ya como presbítero cuando el 8 de diciembre de 1813 pronunció el sermón de la festividad de la Purísima Concepción. Tenía cerca la casa de sus padres, en Obispo entre Aguacate y Villegas. Una tía de Varela fue Madre Superiora del convento.
¿Recuerda el lector este inmueble? Difícil. Fue demolido en 1924, seis años después de que las monjas se trasladaran para el nuevo edificio erigido en la manzana comprendida entre las calles 25, 23, Paseo y A, en el Vedado. Al trasladarse llevaron consigo la urna con el corazón de Fray Gerónimo, cuyos restos descansaron siempre sin embargo en la iglesia parroquial del Espíritu Santo, y remitieron a la Catedral los despojos de Rezino, en cuyo sepulcro se lee, en latín, lo siguiente: «Dr. D. Dionisio Rezino. Obispo de Adramite. Primero de la Patria. Primer Auxiliar cubano de la Diócesis. Primero para todos, último para sí…». Compostela lo propuso para Obispo Auxiliar. Cuando llegó el nombramiento ya Diego Avelino había muerto y tocó a Rezino asumir lo que, por ausencia del Obispo en propiedad, se llama en la Iglesia Gobernador de Sede Vacante. Tenía a su muerte 66 años de edad y seis de episcopado.
LA METROPOLITANA
En parte del espacio que ocupaba el viejo caserón de las Catalinas se edificaron, hacia la esquina de O’Reilly y Aguacate, el edificio de oficinas llamado de La Metropolitana, por la compañía de seguros de ese nombre que era la propietaria del inmueble, y, hacia Compostela, una suntuosa sucursal del National City Bank of New York, que es ahora agencia del Banco Metropolitano. Ambos establecimientos tienen su fachada trasera en la calle San Juan de Dios.
Frente a La Metropolitana se alzaba, por O’Reilly, el local de la librería Martí y por la misma acera, pero más hacia el medio de la calle, una mueblería con el pomposo de La Bolsa de los Muebles, y la librería Económica, y en la misma esquina de O’Reilly y Aguacate, perpendicular a La Metropolitana, el café de Revoredo.
Cerca, también en Aguacate 162 el hotel Roma, donde se alojó Tomás Estrada Palma, ya Presidente electo, a su llegada a La Habana. En la esquina de Aguiar, el bar Bilbao, y el bar-restaurante Lafayette, en el número 264 de O’Reilly.
Tenía cierta animación esa pequeña zona. El escribidor vio en las vidrieras de la librería Martí ediciones príncipe de Luis de Góngora y Miguel de Cervantes, entre otras glorias del Siglo de Oro español, a 300 pesos moneda nacional cada ejemplar. Cifra que hoy parecerá ridícula, pero respetable en aquella década de 1960, y que el poeta José Lezama Lima terminó comprando a plazos. Por cierto, el autor de Paradiso era visita frecuente de esa librería, en cuya trastienda animaba una especie de tertulia, y asimismo se le veía con frecuencia, al final de la tarde en el café de Revoredo, sitio que simultaneaba con La Lluvia de Oro, el célebre café de la calle Obispo.
Tres características esenciales tenía el Revoredo, afirmaba Lezama: «el maltrato, la peste y la carestía». En el restaurante del hotel Lafayette tenían lugar, en los años 20, los almuerzos sabáticos del grupo Minorista —Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Juan Marinello, Alejo Carpentier y Luis Gómez Wangüemert, entre otros— y allí surgió, se dice, el cubanito, el popular coctel que se elabora con ron blanco, jugo de tomate, jugo de limón, salsa inglesa y salsa picante y se puntea con sal y se sirve en un vaso donde antes se pusieron varios cubos de hielo. La Económica aseguraba siempre un rato agradable a sus visitantes, compraran o no compraran los libros en oferta. Cuando el escribidor empezó a visitarla todavía tenía en existencia ejemplares de las primeras ediciones de Analecta del reloj (1953) de Lezama, y de Un verano en Tenerife (1958) de Dulce María Loynaz… no se leía entonces tanto como ahora. En La Económica completó el escribidor las Obras Completas de José Martí, que todavía conserva; adquirió los tomos que le faltaban con los primeros honorarios que cobró en su vida como periodista, hace ahora 50 años.
Hoy, La Metropolitana, desmantelado y sin ventanas en espera de su remodelación, parece el sobreviviente de un bombardeo. El local del hotel Roma se derrumbó o lo derrumbaron, al igual que el de la librería Martí, donde hay ahora un parquecito de mala muerte. Las vidrieras de La Bolsa de los Muebles ya no existen; sustituyeron los vidrios por pedazos de madera envejecidos al cabo de los años por el sol y la lluvia. Después de permanecer cerrada durante larguísimo tiempo, La Económica es ahora un timbiriche del sector por cuenta propia. Del Lafayette, célebre también por sus chorizos con papas, queda aún en su fachada el anuncio lumínico que no anuncia ya ni ilumina.
UN DUELO IRREGULAR
A las 11 de la mañana del día 9 de diciembre de 1910, Silverio Sánchez Figueras, representante a la Cámara por la provincia de Matanzas, y el también parlamentario Severo Moleón, representante por Pinar del Río, combatientes ambos del Ejército Libertador, se batieron a tiros en la esquina de O’Reilly y San Ignacio, en La Habana Vieja. Uno de ellos resultó muerto. La disputa que provocó tan trágico desenlace había tenido lugar, seis meses antes en el propio Congreso de la República, y desde entonces todos los que seguían paso a paso el acontecimiento sabían que los contendientes, dondequiera que se encontraran, se acometerían de manera irremisible.
Ese día, Sánchez Figueras abandonó la redacción del periódico la Lucha, en O’Reilly entre Cuba y San Ignacio, luego de platicar con el político y periodista Juan Gualberto Gómez. Tomó la acera opuesta, la de los pares, y enrumbó hacia el local del semanario La Política Cómica, en San Ignacio. Llegaba ya a la esquina cuando por O’Reilly, buscando el Parque Central, avanzaba un coche y sin que el vehículo detuviera su marcha, Sánchez Figueras vio saltar, a pocos metros, al coronel Severo Moleón que, revólver en mano, no demoró en dispararle.
Sacó entonces Sánchez Figueras su arma y los dos contendientes avanzaron uno hacia el otro, de perfil, con los revólveres a la altura del corazón.
Sánchez Figueras resultó herido, pero no se detuvo. Hirió a su adversario. Moleón, que ya comenzaba a derrumbarse, retrocedió hasta San Ignacio y se desplomó sobre la acera. Agotadas sus balas, Sánchez Figueras llegó hasta su adversario. Quería martillarle la cabeza con la empuñadura del revólver. De pronto, alguien le gritó: «¡No haga eso, General, que está herido!». Sánchez Figueras detuvo el arma en el aire y miró al que lo interpelaba. Le dijo: «¡Yo como plomo, carajo!».
Tenía el estómago y los intestinos perforados.
TRAVESÍA
En los años 60 y quizá después las tarjetas que en O’Reilly consignaban el nombre de la calle, decían «Presidente Zayas». Ese era el nombre oficial de una vía que antes de ser O’Reilly se llamó Honda, Del Sumidero, Del Basurero y de la Aduana. El mal estado de la calle determinó las primeras de esas denominaciones, en tanto que el último obedeció a que en ella, cerca de los muelles, estuvieron durante algún tiempo las oficinas de la Aduana. Por cierto, el primer adversario de que se le diera a la calle el nombre de «Presidente Zayas» fue el propio mandatario, que, lúcido y matrero como era, supo siempre, como en efecto ocurrió, que nadie iba a dejar de decirle O’Reilly.
El nombre de O’Reilly se debe a que por ella hizo su entrada en la ciudad el general Alejandro O’Reilly, subinspector de las tropas españolas que llegaron a Cuba en 1763 en coincidencia con la salida del ejército de ocupación británico, que se habían mantenido en La Habana desde agosto de 1762. Reorganizado el ejército, el general O’Reilly abandonó la Isla. Más tarde se estableció aquí su hijo y creó familia que, tanto en la Colonia como en la República, sobresalió por su posición preeminente, los cargos que desempeñaron y sus obras de caridad.
Una foto de 1928, anterior al inicio de la construcción de la Avenida del Puerto, muestra el comienzo de la calle O’Reilly, aledaño al castillo de la Fuerza. Hay como una puerta de entrada. La vía avanza hacia la calle Monserrate, y pasa entre la Plaza de Armas y el frente del Palacio del Segundo Cabo: prosigue para dejar a su izquierda el Palacio de los Capitanes Generales y más allá el viejo edificio del convento de San Juan de Letrán que daba asiento al Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, por Obispo, y a la Universidad, por O’Reilly.
O’Reilly, una de las calles principales de La Habana Vieja, no ha tenido la suerte de Obispo, restaurada con esmero gracias a la ingente labor de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Mediante esa labor, muchos de los establecimientos de Obispo cobraron un esplendor y alcanzaron una condición que nunca tuvieron ni se pensó que tendrían. Tales son los casos de los hoteles Florida y Ambos Mundos, que de establecimientos con confort y facilidades mínimos para viajantes de comercio, viajeros en tránsito y gente del interior en trámites en la capital, pasaron a ser instalaciones de cuatro estrellas.
O’Reilly, entre desperdicios arrojados indiscriminadamente a la calle por sus vecinos y malos olores, espera su momento. Mientras tanto, bien valdría la pena pasarle la escoba de vez en cuando y programar una recogida sistemática de eso que hoy, con eufemismo, se llama desechos sólidos, término que pretende encubrir sin conseguirlo lo que siempre se llamó basura.