Lecturas
Me tocó conocer en estos días a uno de los hombres más desinteresados y modestos que existen. Se llama Rafael Rodríguez Ortiz, y quienes lo conocen le llaman Felo. Vive en San Antonio de los Baños, que él llama San Antonio del Ariguanabo, y tiene 74 años de edad. No posee título académico alguno, es un ser muy humilde, pero es una persona culta y sabia, con los ojos fijos en los libros y el corazón apegado a la tierra. Dicen que se sabe de memoria el último diario de José Martí —De Cabo Haitiano a Dos Ríos—, cuya primera edición (1941) conserva como su mayor tesoro. Un día quiso dar vida a un bosque a fin de reproducir en la floresta aquellos árboles y arbustos de los que el Apóstol habla en su diario de campaña. Las más de 50 especies que conoció en sus 39 días de manigua, precisamente los últimos de su vida, antes de convertirse en un blanco perfecto de un enemigo que se ocultaba en el alto yerbazal y caer ultimado por tres balazos, entre un dagame seco y un fustete caído, el 19 de mayo de 1895.
Escribe Martí en la anotación correspondiente al 21 de abril:
«A las 6 salimos con Antonio, camino de San Antonio. En el camino nos detenemos a ver derribar una palma, a machetazos al pie, para coger una colmena que traen seca, y las celdas llenas de hijos blancos. Gómez hace traer miel, exprime en ella los pichones y es leche muy rica […] ¡Pero qué triste noticia! ¿Será verdad que ha muerto Flor [Crombet], el gallardo Flor? […] Vi hoy la yaguama, la hoja fénica que estanca la sangre, y con su mera sombra beneficia al herido: «machuque bien las hojas y métalas en la herida; que la sangre se seca. […] ¡Ah, —Flor!».
El argentino Ezequiel Martínez Estrada, quien estudió como pocos este documento, expresa que, en sus páginas, la simpatía de Martí está por las plantas. «De los animales, digamos los pájaros, apenas se interesa, pero de las plantas sí, no de las flores». Puntualiza don Ezequiel: «De las plantas medicinales, alimenticias, aromáticas, industriales. Las enumera paladeando el gusto de sus nombres indígenas. Enumerar las plantas era una forma ritual de describir los lugares que veían por primera vez los cronistas…».
Dice nuestro Samuel Feijóo: «¿Cómo pensar en Martí, el último Martí, sino en su paisaje, con él, carne de su ilusión el paisaje en él, la única ilusión posible ya de la naturaleza en un poeta supremamente amoroso, atravesando bosques y ríos, fascinantes para el poeta romántico que vuelve a su patria a emprender la guerra liberadora, topando con grandes peñas, y con valles a los cuales las ramazones no dejan ver, salvo cuando el viajero escala un pico y puede dominar, veteado el rostro, un mundo de belleza vegetal vertiginosa? ¿No fue esto lo que vio y anotó rápido Martí en su Diario último días antes de perecer en su precioso paisaje?».
Claro que De Cabo Haitiano a Dos Ríos es más que eso. Decía Lezama Lima en 1960 que ese diario sería uno de los libros que él trataría de salvar ante una amenaza nuclear junto con La Biblia, la Metafísica, de Aristóteles, la Suma teológica, de Santo Tomás de Aquino, algunos de los Diálogos de Platón y determinadas obras de Shakespeare, así como El Quijote, de Cervantes, La Odisea, de Homero, La divina comedia, de Dante, y Las mil y una noches. Porque para Lezama ese diario es el más grande poema escrito por un cubano, donde las vivencias de su sabiduría se vuelcan en una dimensión colosal. Y es que, como afirma Cintio Vitier: «Leer el diario De Cabo Haitiano a Dos Ríos es como leer un texto sagrado».
Aunque llevaba tiempo acariciando la idea, la expuso en público por primera vez el 26 de noviembre de 1991, en ocasión de los cien años de la pieza oratoria martiana que se conoce como Con todos y para el bien de todos.
Al día siguiente, Felo solicitó al Poder Popular el pedacito de tierra que necesitaba. Se lo dieron. Era una parcela ubicada a la vera de la Autopista, donde se había depositado cualquier cantidad de relleno y, por tanto, no resultaba lo más idónea posible para el cultivo. A Felo se le cayeron las alas del corazón, pero tenía ganas de empezar y si eso fue lo que le dieron, allí fomentaría el bosque. Tuvo, sin embargo, un encuentro providencial. Enterado de lo que sucedía, el director de la Empresa Forestal fue a visitarlo en su casa. Tenía algo mejor que ofrecerle y quería que lo acompañara a verlo. El terrenito de dos hectáreas que le proponía a Felo estaba situado a la orilla de la carretera que va de San Antonio hacia Alquízar, en la misma salida de la ciudad del Ariguanabo. Esa era su ventaja principal: la cercanía, lo que en su momento facilitaría la visita de escolares y la población en general. La otra, la feracidad de la tierra, que Felo conocía bien porque sus tíos habían poseído fincas en la zona y en ellas había pasado buena parte de su infancia. Existía, sin embargo, un inconveniente. El terreno en cuestión estaba ocupado por un vertedero. Limpiarlo dificultaría el trabajo.
—¿Lo aceptas o no? —preguntó el hombre de la Forestal, y Felo, aun sabiendo en lo que se metía a causa del basurero, dijo que sí, antes de que le prometieran un buldócer para limpiarlo. En verdad, cuando la máquina llegó, ya Felo había puesto manos a la obra.
Un día le preguntaron sobre la fecha de inauguración del bosque. No tenía sembrado siquiera un arbusto, pero, decidido, fijó el día: 19 de mayo de 1994.
Escriben María Luisa García Moreno y Lucía C. Sanz Araujo en su libro Días de manigua:
«“De modo que el bosque martiano del Ariguanabo se creó […] en el 99 aniversario de la caída en combate de nuestro Héroe Nacional. Ese día, los niños de la comunidad sembraron 14 o 15 posturas de naranja, güira, almácigo, ateje, copey, majagua… y Felo, en sus palabras inaugurales dijo algo así:
«“¿Sienten el silencio?, ¿ven bien cómo está todo? Pues muy pronto el silencio va a ser roto por el trino de las aves y esto se va a llenar de flores, de frutos...”.
«Y así fue. El bosque martiano de Ariguanabo es un hermoso rincón de tierra cubana repleto de felicidad, de paz y de música, donde el canto de las aves se mezcla con la risa de los niños».
Sucedieron cosas curiosas en los primeros tiempos, recuerda Felo Rodríguez Ortiz. La población de San Antonio, con tal de que el bosque se poblara, acudía al lugar con posturas y semillas que no aparecían mencionadas en el diario martiano. Felo no las rechazaba y hoy, al fondo del bosque, hay un espacio destinado a fomentar el cultivo de árboles maderables y frutales, algunos venidos de lejos, como los de las nueces de Austria y la ciruela venezolana.
En realidad, Felo recibió el concurso de numerosas personas e instituciones, además de familiares y amigos. El gobierno de la provincia de Granma, en la porción oriental de la Isla, le abrió las puertas del territorio y puso un vehículo a su disposición para que colectara especies en la Sierra Maestra; el Jardín Botánico Nacional hizo importantes contribuciones, y Ramón Castro Ruz donó el caguairán o quiebrahacha.
Hoy en el patio de su casa, Felo ha fomentado un vivero a fin de dar respuesta adecuada a aquellos que buscan su ayuda para acometer su propio bosque martiano y mantener el equilibrio de las especies en el bosque original, algunas de ellas muy difíciles de conseguir en el occidente del país.
El vivero comparte espacio con un pequeño museo, donde el acontecer local se abre ante los ojos del visitante. Junto con el bosque, el museo será el otro gran legado de este amante de la historia, quien cuenta con el respaldo incondicional de su familia en cada uno de sus empeños. Hay allí un fusil de la Guerra de Independencia, cadenas de esclavos, un machete de la Guardia Rural, tres campanas —una de ellas de 1824—, un molino para elaborar harina y rollón… La casa que habita, con más de un siglo de construida, es también museable. Allí, donde radicó la primera clínica de San Antonio, las mamparas son originales, y hay un radio antiquísimo y relojes más viejos todavía que funcionan a la perfección.
La piedra es símbolo del ser y la cohesión. Su dureza y duración impresionan desde siempre a los hombres que ven en ella lo contrario de lo biológico, sometido a las leyes del cambio, la decrepitud y la muerte.
Más de 160 toneladas de piedra llevó Felo al bosque martiano. Son piedras que hablan y cuentan historias. Sirven de soporte a la autocaricatura de Martí y a la imagen que representa su caída en combate. Con piedras se hizo la réplica de la cueva de Juan Ramírez, que Máximo Gómez llamó «el templo» y que en su día sirvió de campamento al Apóstol y a sus compañeros. Hay un monumento a la mujer junto a una palma. Está la representación de Cinco Palmas, lugar del encuentro de Fidel y Raúl luego de la dispersión de Alegría de Pío. La yerba apresa el contorno del yate Granma: dentro crecen las siete especies de árboles cuyas maderas se emplearon en la construcción de la embarcación: jigüe, pino, cedro, caoba, majagua, roble y teca. Los Mangos de Baraguá, recordados por Martí en su diario, tienen también su representación en el bosque del Ariguanabo. Hay una réplica de las ruinas de la Demajagua. Se reproduce allí a escala el recorrido de 394 kilómetros que hicieron Martí, Gómez y sus acompañantes desde el desembarco, en Playita de Cajobabo hasta Dos Ríos, y una piedra que marca la caída en combate del Apóstol. El repicar de una campana, donada por Eusebio Leal, historiador de La Habana, saluda al visitante y marca el comienzo de los actos cívicos.
Muchos de esos árboles fueron plantados por importantes personalidades de las letras, la política y la ciencia. Y no son pocos los reconocimientos que ha merecido el bosque martiano del Ariguanabo. Se le distinguió como Institución Insignia de la Sociedad Cultural José Martí; tiene el reconocimiento de la Utilidad de la Virtud y la distinción de Excelencia del sistema de la agricultura urbana, suburbana y familiar.
Cuando Rafael Rodríguez Ortiz, Felo, abandonó el giro del comercio, en el que prestaba servicios en una tienda recaudadora de divisas, para irse a trabajar al bosque martiano, muchos lo tildaron de loco. Pero él se consideraba uno de los hombres más felices del mundo, al poder hacer realidad su sueño. Hoy todas las mañanas, hacia las ocho, sale de su casa vestido de azul, como se describe Martí en una carta que desde la manigua remitió a Carmen Miyares y a María Mantilla, y camina hasta el bosque para sembrar su semilla de amor a Cuba.