Lecturas
Escribir es mucho más que colocar una letra después de la otra. Se trata de un arte legítimo que demanda, amén de disímiles saberes, de una extraordinaria concentración. Muchos de quienes han dedicado sus vidas a dotar a las palabras de sentido literario se construyeron sus propios rituales creativos. Incluyen manías, supersticiones, fetiches, costumbres, rutinas…
«Ellos escriben en medio de un gran desorden organizado, a cualquier hora del día y en cualquier lugar; en el bar, la calle, el comedor y hasta en el baño público, y no necesariamente en un cuadernillo, sino sobre una tira de papel higiénico, la factura del restaurante, una cajetilla de cigarrillos o, simple y llanamente, en el borde de un periódico o revista», dijo con toda razón un periodista anónimo en el sitio digital Delaurbe.
Extravagancias de escribidores
Ernest Hemingway (1899-1961) escribía de pie y sobre una mesa a la altura del pecho, donde ponía su máquina Royal. Muchas de sus ideas literarias las garrapateó en servilletas de los bares que frecuentaba. Escribía unas 500 palabras por día, con una pata de conejo en el bolsillo a guisa de talismán. En la célebre entrevista que le hizo George Plimpton, el Premio Nobel de Literatura y autor de Adiós a las armas dijo que «el don esencial para un escritor es tener incorporado un detector de mierda. Ese es su radar y todos los grandes escritores lo han tenido».
Otro autor caprichoso para tomar la pluma fue Gabriel García Márquez (1927-2014). El padre de Cien años de soledad no podía escribir sin una flor amarilla sobre su mesa de trabajo y una temperatura a su gusto. Jamás colocó una coma sin antes recibir la visita de las musas. Pero cuando se inspiraba, «escribía y corregía, corregía y escribía hasta que su agente literario le imprimía el manuscrito casi a la fuerza», reseña el periódico Página 12.
El español Juan Ramón Jiménez (1881-1958), ganador del Nobel en 1956, era incapaz de construir un verso si no contaba con el más absoluto silencio. Su aversión por el ruido lo hacía cambiar a menudo de domicilio. Incluso llegó a forrar de corcho su departamento en Madrid. El simple canto de un grillo bastaba para irritarle. Se asegura que, en sus etapas de creación literaria, se encerraba en monasterios de clausura en busca de sosiego.
El dramaturgo irlandés George Bernard Shaw (1856-1950) fue un referente teatral de su época. Sus excentricidades para escribir lo llevaron a construir una especie de cobertizo, el cual colocó luego sobre un dispositivo giratorio que le permitía trabajar durante todo al día mientras contemplaba el recorrido del Sol.
George Bernad Shaw.
La rutina de la chilena Isabel Allende es distinta. En efecto, la autora de La casa de los espíritus comienza a escribir sus novelas el día 8 de enero de cada año. Sus sesiones frente a la cuartilla en blanco transcurren junto a una vela encendida. Tan pronto la llama se extingue, ella finaliza la jornada creativa, aunque una frase o un parlamento hayan quedado sin concluir.
Métodos increibles y curiosos
La técnica del belga Georges Simenon (1903-1989) para identificar a los personajes de sus obras era sumamente singular. Al tener a punto un nuevo argumento, el creador del comisario Maigret tomaba una guía telefónica, leía en alta voz y al azar varios nombres de los allí registrados, finalmente elegía, por su sonoridad o por su rareza, los que mejor le convinieran.
Un caso extraño fue el del novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850). Empezaba a escribir justo a media noche, en el más completo aislamiento. Lo hacía durante tantas horas que perdía la noción del tiempo. Los locales de trabajo del autor de Papá Goriot carecían de relojes y de ventanas, para no saber cuándo era de día o de noche. Eso sí, tenía siempre a mano una vasija repleta de café, de la que bebía hasta 50 tazas por jornada.
Su compatriota Víctor Hugo (1802-1885) no le iba a la zaga en cuanto a manías. Antes de plasmar algo sobre el papel lo repetía mil veces a grito pelado mientras daba vueltas por la habitación. Perezoso como muchos de sus colegas, cuando el plazo de entrega de una obra suya estaba por expirar se encerraba en su estudio ligero de ropas y le ordenaba a su criado no entregarle atuendo alguno hasta tanto no concluyera su tarea. En ese autoarresto domiciliario terminó en 1830 su novela Nuestra señora de París.
Otro galo famoso, Marcel Proust (1871-1922) convirtió su lecho en su bufete de creación. En efecto, el autor de En busca del tiempo perdido escribió durante la mitad de su vida bocabajo sobre las sábanas. Según este hipocondríaco testarudo, lo hacía así para «evitar que lo sorprendiera un súbito ataque de asma». Su lecho estaba siempre cubierto de diarios y papeles con anotaciones…
En cuanto a útiles de trabajo y favoritismos cromáticos, las preferencias de los grandes literatos varían. El irlandés James Joyce (1882-1941), autor de esa gran obra que es Ulisses, escribía con un lápiz azul, cuyo trazo le permitía atenuar el efecto de su cuasi ceguera; el norteamericano John Steinbeck (1902-1968) escogía lápices redondos, los cuales, por carecer de aristas, no le lastimaban la piel de los dedos. Al genial poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973) le encantaba escribir con tinta verde.
Papeles, vicios...
El tipo de papel fue un rasgo distintivo. El mexicano Juan Rulfo (1917-1986) escribió su novela Pedro Páramo sobre recortes de unos pocos centímetros de área. Les asignaba colores diferentes, en dependencia de la jerarquía del tema asentado en cada uno. Por su parte, Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, cortaba las hojas en estrechas tiras sobre las cuales escribía. Luego las pegaba con cera a la manera de un pergamino.
Si de vicios se trata, autores hubo que no podían crear sin esos. Marguerite Duras (1914-1996) escribía con una botella de whisky al lado. A Jean Paul Sartre (1905-1980), el tabaco, el café y el alcohol le fomentaban la imaginación. Gustave Flaubert (1821-1880), el autor de Madame Bovary, no tomaba la pluma sin haberse fumado antes una pipa. Scott Fitzgerald (1896-1940) tenía en la ginebra su principal estímulo creativo. Y Truman Capote, el autor de A sangre fría, comenzaba a escribir tomando café, luego pasaba al té, después a la menta y terminaba tomando martini.
Por su manía de persecución, el ruso Fiodor Dostoievski (1821-1881), autor de Crimen y castigo, escribía compulsivamente, casi sin dormir y andando de un lado a otro de la habitación. Mark Twain (1835-1910), el creador de Tom Sawyer, anotaba al detalle las palabras escritas durante el día. Y Thomas Mann (1875-1955) era tan obsesivo con los personajes creados para sus novelas, entre las que figura ese monumento llamado La montaña mágica, que incluso se imaginaba los rasgos que tendrían sus firmas.
Algunos autores se declararon incapacitados para escribir si no lo hacían vestidos con ciertas indumentarias. Benito Pérez Galdós (1843-1920) se echaba una capa sobre los hombros, una manta sobre las piernas y se tocaba con una boina azul. Alejandro Dumas (1802-1870) solo se inspiraba si se ponía sandalias y una sotana roja. Georges Louis Leclerc, el conde de Buffon (1707-1788), se vestía con puños y chorreras de encaje y una espada al cinto.
«Las manías de los escritores varían de acuerdo a su propia concepción del tiempo, el espacio, la comodidad, la felicidad… incluso se deben a su propia historia, recogiendo los olores y recuerdos más tristes o amables de su infancia y juventud para revivir las emociones», admite un popular sitio en internet.
Si de horarios y lugares para escribir se trata, Isaac Asimov utilizaba ocho horas al día los siete días de la semana. Le gustaba hacerlo en espacios sin ventanas y con luz artificial. El argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) solía meterse en la bañera tan pronto abandonaba el lecho. Allí meditaba acerca de qué detalle de lo soñado la noche antes merecía convertirse en cuento o en poema. Norman Mailer (1923-2007), el creador de la novela Los desnudos y los muertos, era excesivamente riguroso con su tiempo: solo trabajaba lunes, martes, jueves y viernes. Y la autora policiaca Agatha Christie (1890-1976) podía escribir lo mismo en el cuarto de baño que en la mesa del comedor.
Grandes escritores de épocas más recientes tuvieron también sus manías para escribir. El italiano Umberto Eco (1932-2016), autor de El nombre de la Rosa, tenía por costumbre alternar la redacción a mano con el uso del ordenador. Según declaró una vez, lo hacía en dependencia de su estado de ánimo, pues aseguraba que algunas situaciones literarias necesitaban de un tratamiento caligráfico, mientras otras pedían a gritos ser tecleadas.
Pero que nadie piense que las manías de los escritores terminan cuando sus obras son enviadas a la editorial. No. Anatole France (1844-1924) no se daba por satisfecho si a pie de imprenta no sometía sus materiales a una quíntuple revisión. Según escribió su secretario Jean Jacques Brousson, «en la primera corregía la mediocridad de las frases; en la segunda, las repeticiones; en la tercera, recortaba o podaba; en la cuarta, adornaba y pulía; y en la quinta y última, adjetivaba y daba los toques finales».
En fin, de manías, supersticiones, fetiches y rutinas está construida la práctica creativa de buena parte de los grandes escritores que han admirado al mundo con sus obras. Sería injusto tildarlos de obsesivos, maniáticos o perturbados. Porque, aquí entre nosotros, ¿acaso no tenemos también las nuestras?