Lecturas
Verano de 1994 en pleno Período Especial. Los apagones y la luz se alternaban en La Habana cada ocho horas; pero a veces nos tocaban 16 de apagón; y no faltaron días en que solo tuvimos cuatro horas de corriente. Ante la amenaza de aquellos calores la población se refugiaba por las noches en el Malecón, en busca de aire fresco.
A mis 58 abriles, padre de un niño de seis meses, yo también, de vez en cuando, cargué una bolsa con biberones, pañales, agua, comida, rumbo al mar. Claudia, cuarentona de bella figura y noble temperamento, con su resignado optimismo, guiaba en pronunciada cuesta abajo el cochecito del bebé entre las anfractuosas aceras de la calle C.
La noche era terrible. No podíamos leer, ni encender un ventilador, ni ver la TV. Claudia, profesora titular de la Universidad de La Habana desde sus 34 años, economista graduada, y con un largo ejercicio de docencia universitaria en filosofía y lógica matemática, se encontró con Aurora Lema, durante una semana fatal a fines de mayo.
Aurora, excondiscípula universitaria y compañera de la FEU, la invitó en esa ocasión a celebrar sus 20 años de matrimonio con Orestes Gómez, un matemático amigo y excondiscípulo de Claudia.
Aurora era una privilegiada, porque el pent house de su esposo jamás padecía un minuto de apagón: Estaba situado en una encrucijada donde confluyen las líneas de emergencia que enlazan al Hospital Ortopédico, con el Borrás, el Oncológico y el Fajardo.
Orestes era otro matemático y buen amigo de Hilda; y el lujoso apartamento fue herencia de su padre, miembro de una de las familias más ricas de Cuba. El patriarca burgués lo hizo construir un par de años antes del triunfo de la Revolución; y cuando decidió emigrar a EE. UU., su hijo Orestes, el único revolucionario del clan Gómez, se quedó con el pent house.
Aurora y Orestes nos insistieron en que para ellos sería un placer compartir todas las noches que nosotros quisiéramos, desde las ocho en adelante; y no solo por solidaridad ante la difícil situación que enfrentábamos en nuestra casa, sino por el sumo gusto de conversar con nosotros.
Ya en nuestra casa, Claudia me incitó con sincera vehemencia a ir todos los días. Ella, mientras no hallásemos una cuidadora nocturna de toda confianza, debía ocuparse del bebé.
Durante el fatídico trimestre siguiente yo pasé no menos de 80 veladas en el acogedor pent house de Orestes y Aurora, al que apocopé el OA, con las iniciales de sus propietarios; pero luego lo llamé el Oasis.
La fraterna camaradería de Aurora y Orestes permitió, durante las calurosas vacaciones de la Universidad, que el Oasis se convirtiera en un club, donde todas las noches se reunía una veintena de amigos.
Al Oasis asistía también Roxana, una treintañera divorciada exprofesora de ballet, alumna mía de estudios grecolatinos y tímida poetisa, que solía sentarse muy cerca de mí. Vivía en la planta baja del mismo edificio, pero como entonces se ganaba la vida con clases de expresión corporal y yoga, Aurora comenzó a recibirla y se hicieron amigas.
Cuando por fin una vecina nuestra de toda confianza aceptó cuidarnos al niño por una modesta paga, Claudia asistió a algunas veladas del Oasis en junio y durante dos semanas completas de nuestras vacaciones universitarias en julio; pero en ninguna de esas visitas de Claudia participó Roxana. Cuando Claudia estaba presente Roxana entraba sin saludar a nadie, con apariencia de muy urgida por hablar con la dueña de casa. En esas mínimas visitas jamás nos miró. Al retirarse con notoria prisa y al parecer preocupada, viraba el rostro hacia el lugar opuesto donde se las ingeniaba para saludar a alguien. Pero una noche a fines de agosto y por primera vez en presencia de Claudia, Roxana entró sonriente, segura de sí, la saludó muy cordial y a mí me dirigió una sonrisita de burlona coquetería. Claudia, me miró, alzó las cejas sorprendida y se volvió para retomar su diálogo con alguien.
Esa madrugada sobre las tres, recién llegados del Oasis a nuestra casa donde volviera la luz, Claudia cumplió su rutina de un breve diálogo con la cuidadora del bebé, a quien acompañó hasta la puerta de la calle y despidió con un beso. Luego verificó que el tul de la cunita estuviera bien colocado y puso en marcha los dos ventiladores.
En ese momento yo terminaba de desvestirme y observé que Claudia había cerrado por completo la puerta y ventana del cuarto, sin duda para impedir que nuestra conversación llegara a oídos de mi suegra, y para mayor intriga mía, tuvo el insólito cuidado de bajar las celosías de la ventana.
––¿Y ese encierro con este calor?
Ella se volvió a mirarme muy seria e introdujo un nuevo cambio en su rutina. En vez de comenzar a desvestirse para ponerse un salto de cama y tomar su religioso baño nocturno, abrió el roperito donde yo solía guardar vasos, copas y alguna bebida alcohólica.
Esa noche yo tenía un coñac Courvoisier que nos regalara un francés visitante del Oasis. Ella cogió la botella, la alzó y me preguntó si quería un trago.
––¿Tenemos algo que celebrar? ––le pregunté, intrigado; y traté de recordar si ese 20 de agosto podía ser para nosotros una fecha significativa.
Claudia me disparó a boca de jarro una pregunta con un léxico inusitado en ella:
––Ven acá, chico ¿cuál es la bolá? ¿Desde cuándo me estás tarreando con Roxana?
Pese a la sorpresa y el espanto, creo haberme controlado lo suficiente para mirarla de frente a los ojos:
––Sírveme un trago, anda; y dime en qué te fundamentas para esa absurda acusación…
––Hoy sé sin equívoco posible que estás enredado con esa mujer.
Mi única decisión tomada en los pocos segundos de serenidad que me permitieron sus últimas palabras, fue oírla y callar hasta conocer cómo había llegado a pergeñar aquella inexplicable certidumbre.
En dependencia del vigor o endeblez de las pruebas que esgrimiese, yo negaría rotundamente mi comisión del adulterio físico; o lo reconocería de plano, si encontraba atenuantes que me permitiesen lograr su indulto y reordenar mi vida con ella.
En aquel embrollo anímico tan repentino, mi única certeza era la adoración que Claudia me inspiró siempre; y a tal punto me abrumaba el terror de perderla, que estaba dispuesto a mentir e inmolarme en la confesión de culpas inexistentes.
Ante el aluvión de argumentos en mi contra, muy difíciles de rebatir, lo único que se me ocurrió decir fue:
––Necesito un abogado.
Había decidido sellarme los labios con una mordaza hasta ver más claro cómo debía preparar mi defensa.
Ella, dispuesta a seguirme aquella absurda broma, se echó a reír:
––¿Un abogado? Mejor búscate varios, y de los mejores… Si no quieres resultar un hipócrita o un gran idiota, tu única defensa posible es no atreverte a negar los argumentos que ahora te voy a enumerar; porque mi marido no puede ser ninguna de las dos cosas.
––Dios me libre; pero dale, soy todo oídos.
––Cuando Roxana renunció a participar en las mismas reuniones que yo ––y Claudia hizo una pausa para un trago––; no asistía, pero de todos modos subía un momento so pretexto de una consulta con Aurora, y se retiraba sin saludarnos ni dirigirnos siquiera una mirada. ¿Y sabes tú por qué actuaba así? Pues porque ardía de celos; y eso me tranquilizó; porque si ya estuviera adulterando contigo en secreto, no habría huido. Se sentiría tu verdadera dueña y disfrutaría al verme ignorante de los tarros que me estaba poniendo; de modo que si no soportaba mi presencia, era por saberte mío todavía. Por si no lo sabes, esa es una lógica vaginal que ninguna mujer ignora.
Por toda respuesta a aquellos comentarios, yo ponía mi mejor cara de póker, trataba de mantener la total inmovilidad de mis labios y párpados y le hacía ademán con una mano para que acabara de despacharse.
––Pues bien, la plena certeza de tu infidelidad la tuve anoche, cuando apareció mejor vestida que nunca y en actitud triunfal: Para mí esa fue la evidencia irrefutable de que ya te tiene en sus redes.
––No, no me tiene en sus redes. Pero al ver que eres tan entendida en lógica vaginal como en la aristotélica y la matemática; y que corro el riesgo de pasar por hipócrita o por idiota; admito que sí; que dormí un par de veces con ella; pero de mi parte fue solo sexo con algo de complejo senil; y nunca volverá a ocurrir. Te pido perdón de rodillas.
Fue tal mi pánico de perderla, que aunque el adulterio no hubiera existido, lo habría asumido para poder exculparme con la indubitable verdad de mi gran amor por ella.