Lecturas
La Noche Vieja de 1958, a las 12, muchos cubanos tiraron a la calle el tradicional cubo de agua para que el año que se iba arrastrara consigo lo malo. El año se llevaba al dictador Fulgencio Batista y, junto con él y su camarilla, a todo un régimen social. Por primera vez en la historia la frase «Año nuevo, vida nueva» era una realidad para los cubanos.
¡Viva cuba libre!
Otro primero de enero, esta vez de 1898, tras tres años de lucha en la manigua, España concedía la autonomía a Cuba y el Gobierno autonómico instalaba sus «poderes» en el lujoso Palacio de Villalba, frente a la Plaza de las Ursulinas. Esa «solución» hubiera sido medianamente antes del inicio de la Guerra de Independencia que promovió un cambio social abrupto y definitivo, pero a esas alturas estaba llamada al fracaso pues la alternativa histórica se movía, dicen los historiadores, entre el mantenimiento del régimen colonial y la instauración de la República. La autonomía solo vendría a apuntalar los restos de una cada vez más desmantelada colonia. Por eso la combatieron por igual los independentistas y los españoles más integristas y recalcitrantes. Los primeros, porque no garantizaba su sueño de una Cuba libre. Los segundos, porque veían en el tímido accionar de los autonomistas la antesala de la independencia y la pérdida del control que hasta ese momento ejercían sobre la Capitanía General y en la situación del país.
Era el autonomista un Gobierno condenado al fracaso. Imposibilitado de desplegar una labor exitosa cuando estaba claro, que la solución del problema insular, dice el historiador Oscar Loyola, pasaba por el mambisado o, en su defecto, por la intervención norteamericana en la guerra, que ya se veía venir dado el interés creciente de Washington por La Habana.
Los autonomistas eran también conscientes del fiasco al que se abocaban, a sabiendas de que ninguna de sus leyes iba a arraigar ni implantarse en un país asolado por la guerra. Fueron al Gobierno, como quien va al martirio, con la intención de tratar de conservar el cadáver de la Colonia. Por eso, al Palacio de Villalba la gente lo llamaba la cámara frigorífica.
Otro primero de enero (de 1899) a las doce meridiano de un domingo cesaba la soberanía de España en Cuba, y Estados Unidos asumía el control de la Isla. Al compás de los cañonazos protocolares de rigor se arriaría el pabellón español, y la bandera de las barras y las estrellas se izaría en su lugar. El general Adolfo Jiménez Castellanos, el gran perdedor, frente a Máximo Gómez, de las batallas de Saratoga (9-11 de junio de 1896) y Lugones (4 de noviembre del mismo año) a nombre de Alfonso XIII, el rey niño, y de María Cristina, la reina regente, entregaba el mando al mayor general John R. Brooke, que lo recibía en representación del Presidente norteamericano. Este cambio de banderas y de figuras no significaba la independencia.
Terminados los breves discursos y mientras se escuchaban los cañonazos con que las tropas norteamericanas saludaban el ascenso de su bandera en el Morro, la Cabaña y en la propia Casa de Gobierno, Jiménez Castellanos, con los ojos arrasados de lágrimas, descendió las escaleras del Palacio de los Capitanes Generales en cuyo Salón del Trono había tenido lugar la ceremonia del traspaso de poderes. A esa hora se alejaban de las costas cubanas los buques de guerra Rápido, Patriota, Marqués de la Ensenada, Galicia y Pinzón con tropas españolas a bordo. Una buena parte de ellas había partido ya en el vapor Buenos Aires, y otras más lo harían en el transcurso de las semanas subsiguientes.
En la Plaza de Armas se hallaban dos bandas de música. Una interpretó la Marcha Real española; la otra, el himno norteamericano. El pueblo, contenido en las boca-calles inmediatas, gritó al oírlos: «¡Viva Cuba Libre!». Sostenida por medio de dos heliógrafos, una bandera cubana, puesta a volar sabe Dios por quién, flotaba en el espacio a una altura inmensa.
Una guerra activa y breve
Otros acontecimientos memorables en la historia patria han tenido lugar a lo largo de sucesivos eneros.
Es asimismo un primero de enero (de 1892) cuando José Martí, a la sazón en Cayo Hueso, vuelve prácticamente a la vida luego de sobreponerse a la dolencia con la que arribó, el 25 de diciembre anterior, a esa localidad y que, al recrudecerse, obligó al doctor Eligio Palma a prohibir que lo visitaran en la habitación donde permanecía recluido.
El día primero, Palma lo dio de alta y fue motivo de júbilo para la colonia cubana verlo restablecido, mientras que conmovían al Apóstol las muestras de cariño y admiración que recibía en aquel islote que llegaría a definir como «la yema de la República».
Recién salido de su lecho de enfermo, lima asperezas entre los pinos nuevos y los viejos. Perduran todavía en el Cayo ciertas disensiones, resabios de la política del 68, pugnas entre aldamistas y quesadistas.
Martí junta criterios y aúna voluntades y escribe allí el 5 de enero las bases del Partido Revolucionario Cubano.
Otro documento martiano, de capital importancia, está también fechado en enero. Cuatro años después, el 29 de enero de 1895 redacta Martí en Nueva York la orden de alzamiento que daría inicio a la Guerra de Independencia, el 24 de febrero del año mencionado. Se trata de un documento que firmaron además Enrique Collazo y José María «Mayía» Rodríguez, que lo hizo en nombre del mayor general Máximo Gómez y que se hace llegar, envuelto en un tabaco, a Juan Gualberto Gómez, avecindado en La Habana, y a través suyo a todos los grupos de patriotas del occidente de la Isla.
Decía Martí en el acápite primero de dicha orden: «Se autoriza el alzamiento simultáneo, o con la mayor simultaneidad posible, de las regiones comprometidas, para la fecha que la conjunción con la acción del exterior sea ya fácil y favorable, que es durante la segunda quincena, y no antes, del mes de febrero».
Enseguida advierte de lo peligroso que resultaría el alzamiento de no sincronizarse la acción con el de la región oriental y sin haber hecho los mayores acuerdos posibles en Camagüey y Las Villas.
Se precisaba en el tercer punto del documento: «Se asegura el valioso concurso inmediato de los poderosos recursos ya adquiridos y la ayuda continua e incansable del exterior, de los que los firmantes son actores o testigos y de que con su honor dan fe, en la certidumbre de que la emigración, entusiasta y compacta, tiene hoy la voluntad y capacidad de contribuir a que la guerra sea activa y breve».
La invasión
Esa guerra «activa y breve» tendrá en la invasión del occidente de la Isla, hazaña que protagonizan Máximo Gómez y Antonio Maceo, uno de sus hitos medulares. El primero de enero de 1896 vivaquean las huestes invasoras en Bagáez, en las inmediaciones de Nueva Paz. Al día siguiente, las tropas, con Gómez y Maceo a la cabeza, levantan el campamento y se acercan a Güines, después de pasar a tiro de fusil por Nueva Paz.
Pernocta el Cuartel General en el ingenio Providencia y allí se enteran los dos caudillos de que la brigada enemiga del general García Navarro había estado horas antes en el mismo predio. Ansiaba el jefe enemigo aniquilar a los batallones mandados por los dos principales jefes insurrectos. Llegado el momento, sin embargo, ni siquiera lo intentó. Desde el observatorio del central Teresa vio a los invasores desplazarse por los trampales del río Mayabeque, ganando ventajas y laureles a través de la campiña de Güines. Eso, en opinión de especialistas militares, demostró el 3 de enero que la Revolución se adueñaba de los campos próximos a la capital de la Isla.
No pocas jornadas del mes de enero de 1896 se relacionan con la invasión. Güira de Melena reporta, el día 4, un cuantioso botín de guerra para los libertadores. Con posterioridad se separan Maceo y Gómez. El General en Jefe se sostendría en La Habana para imprimir energía y eficacia al esfuerzo de los mambises y se trasladaría luego a Las Villas; en tanto que Maceo, el 7 de enero, está a las puertas de Pinar del Río. Recorre los límites de la provincia habanera con ese territorio y explora el angosto paso del Mariel, que se consideraba infranqueable para los invasores. Quiere proporcionar un «susto» a tropas enemigas destacadas en La Habana, pero tan atrevido designio encuentra dificultades. El 8 está ya en la zona de Vuelta Abajo, región que los servidores de España tenían como inexpugnable.
Al día siguiente inicia la campaña de Pinar del Río. Cruza la carretera de Guanajay a Mariel y pernocta en Cabañas luego de apoderarse de la plaza y lograr un botín de 200 armas, 15 000 cartuchos, equipos, medicamentos y prendas de vestir y calzar. El 10 se le rinde San Diego de Núñez y se suman a su tropa Carlos Socarrás y otros valiosos patriotas. El 13 de enero, Manuel y Ramón Lazo y Policarpo Fajardo, al frente de un grupo de valientes, se alza en armas en el caserío de El Cayuco e inician la organización del primer escuadrón vueltabajero, el mismo que una semana después desfila en Guane en presencia de Maceo.
No se detiene el Lugarteniente General del Ejército Libertador en su campaña pinareña. El 16 vivaqueaba en un barrio de la capital y hubo escaramuzas hasta las últimas horas. El 17 se colocó a un tiro de fusil de la ciudad y los españoles repelen a los libertadores a cañonazos. Persiste Maceo en rondar la urbe y tiene un encuentro inevitable en Las Taironas con la columna que sale hacia el embarcadero de La Coloma.
El combate se inició tan pronto se vieron cara a cara cubanos y españoles. La vanguardia mambisa atacó con ímpetu. Los españoles resistieron con serenidad y bravura y tuvieron el refuerzo de una segunda columna. El fuego fue horrible. Maceo dirigió personalmente a sus hombres y derrotó al enemigo en toda la línea. El camino estaba expedito para que el Lugarteniente General completara su misión y llegara a la ciudad más occidental de la Isla. El 22 de enero entraba en Mantua al frente de la columna invasora, y al día siguiente se izaba allí la bandera de la estrella solitaria que le habían obsequiado unas damas de Camagüey.
Así, también en un mes de enero, pero de 1896, concluía la mayor hazaña militar del siglo XIX cubano.