Lecturas
A Ciro Bianchi
En mayo de 2004, la gordísima Rita Cervantes ingresó como auxiliar del Departamento Económico en la VIR (Vanguardia de Inventores y Racionalizadores), con una plantilla de 98 hombres y siete mujeres.
Desde su debut, las masas temblonas de sus 131 quilos suscitaron en la nave del taller comentarios sarcásticos e intercambios de complicidades burlonas. Pero cuando ella conoció al imaginativo Emilio, él se la imaginó girando a alta velocidad en un torno y la convirtió para siempre en un ser etéreo, hijo de su inspiración escultórica. Bajo el bellísimo rostro grasiento de la gorda, Emilio descubrió un talle gentil, piernas bien moldeadas, hombros y cuello dignos de figurar en las metopas del Partenón. Él era feo, horroroso: ojos muy grandes y redondos como ave de rapiña; nariz enorme y muy ganchuda. Nunca tuvo novia.
A ella, en las calles de La Habana la motejaban sin piedad: Bolaegrasa, Ritajeiwor y otros nombretes, todos infamantes; a él le decían Sijú, Lechuzo. En común tenían ambos ser voraces lectores e ilustradísimos, como muchos seres solitarios.
Para el amor se acoplaron de maravilla. Las grandes dimensiones y capacidad repetitiva de Emilio la sorprendieron con un inesperado disfrute. Fue el único amante que le duró más de tres encuentros; y cumplido ya un año de romance, ambos se sentían también muy satisfechos de su amena camaradería y diálogos inteligentes; pero cuando Emilio le propuso matrimonio, ella lo rechazó con el argumento de que no funcionaría. Él insistió; y ella, sin pelos en la lengua, le reveló que un año antes, un turista madrileño de 58, se enamoró de su rostro angélico y de sus labios en el trance oral. Y por tal de satisfacer su lujuria, le ofreció ponerle un piso en Madrid, y mantenerla con holgura. El viejo aquel se arrebató con Rita sin importarle su gordura, porque le resultaba mejor y más barata que tres flacas. «Figúrate si será animal». Ella lo rechazó de entrada por bruto, ignorante y oler a fascista; pero últimamente después de repensarlo muy bien, decidió probar suerte con él. Su plan era complacerlo durante un tiempo para sacarle dinero y montar cualquier negocito que le costeara la existencia; porque en Cuba ya estaba harta de trabajar para subsistir y nada más.
El 6 de junio de 2005 Rita y Emilio tuvieron su último encuentro amatorio y ella voló a Madrid cuatro días después. Emilio la acompañó al aeropuerto. No se quitó las gafas oscuras y aguantó el llanto como un hombrecito hasta verla partir.
Esa noche, en la soledad de su cuarto oscuro, lloró con lágrimas gordas la partida de su único gran amor.
Emilio era un hombre bondadoso y solidario, siempre dispuesto a ayudar a los necesitados. Condolido por la invalidez de doña Lidia, que ya no podía con sus huesos y vivía recluida en el apartamentito del cuarto piso, el imaginativo Emilio le construyó un elevador privado, que operaba su hija desde el balconcito de la cocina, mediante un ingenioso sistema de sogas y poleas: y la admiración generalizada de Los Pinos, ante el espectáculo del descenso y subida de doña Lidia en su jaulita, acompañada por su perra, la Tapu, proclamó a Emilio hijo dilecto del barrio. Otras mejoras suyas, todas de corte humanitario, le valieron la aprobación unánime en la Junta de Vecinos de su edificio, cuando propuso construir en la azotea un Ancianato para criaturas irracionales y sin ningún costo, pues aprovecharía algunos desechos de su empresa.
Esta iniciativa le nació en julio de 2005, cuando lo corroía el mal de amor. Y para entretener la insufrible ausencia de Rita Cervantes, Emilio se ajetreó como nunca en el taller de la VIR. Llegaba por la madrugada y se ponía a trabajar hasta las nueve o diez de la noche. Para sortear sábados y domingos, días desesperantes, inventaba quehaceres que le exigiesen mucha actividad física.
La idea del Ancianato le vino un domingo. Se había propuesto despejar y limpiar la azotea de su edificio y en eso divisó sobre la vecina azotea del edificio de doña Lidia, a su hijo Mongolo amarrando a la Tapu, muy envejecida, tambaleante al caminar y con grave peligro de matarse. Alarmado vio también al obeso gato Victorio, casi ciego y achacoso. Su dueña doña Fefa, tan anciana como él, no soportó que chocase con todo y le rompiera sus adornos. Y Mongolo le hizo el favor de llevárselo a la azotea para hacerle compañía a la Tapu.
Aquellas mascotas que durante años acompañaran a sus dueños con lealtad y afecto, no merecían un retiro tan marginado y peligroso; y Emilio sabía que si su ingenio le permitía reparar esa injusticia, ganaría siquiera un mínimo alivio para su desconsuelo amoroso de aquellos días.
Para guarecerse del sol y la lluvia ambos animalitos se acurrucaban en una rústica casucha de perro. Y en aquella azotea, de seguro padecían el horror a los rayos y a la reventazón de truenos.
Enternecido, azuzado por su humanitarismo comunal, Emilio decidió ingresar también a Lorenzo, el papagayo de su tía Laura, que vivía en Miramar, afectado de trastornos mentales: tras años de impecable conducta, ahora picoteaba los muebles o defecaba sobre el mantel de la mesa puesta. Y Emilio decidió imitar a San Francisco de Asís, santo de su veneración y gran protector de los hermanitos irracionales. Para homenaje a la legendaria bondad del santo italiano, el Ancianato del reparto Los Pinos llevaría su nombre. Y él ganaría mucha paz por aliviar los padecimientos de esas criaturas indefensas, pasajeras como él, en el eterno viaje de nuestro planeta por el cosmos.
Tras constituirse una Junta Directiva, varios vecinos se ofrecieron voluntarios para alternar en la atención a los animales; y desde el 2 de septiembre en que terminó la obra, todas las seniles criaturas de Los Pinos, dispusieron de acogedoras viviendas. Para los cuadrúpedos se levantó un cobertizo techado, de cemento y madera; y las aves pudieron posarse sobre largueros de distintos grosores, y gozar de ventilación y buena sombra durante la canícula veraniega, protegidas por unos toldos verdiblancos.
La Liga de Protección a los Animales les regaló grandes macetas con árboles sembrados y bateas de loza para el agua; y Alicia Alonso les consiguió sponsors para costear alimentación, medicamentos y veterinarios. Y quiso la buena suerte de Los Pinos, que un canal de la TV habanera le hiciera una entrevista a Emilio, difundida con éxito entre un gran público sensibilizado con los ancianos y los animalitos indefensos. Esa entrevista la vio Hipólito Salvatierra, un octogenario al que le diagnosticaran su indefectible muerte en menos de tres meses; pero Hipólito, viudo y con los hijos emigrados, harto de su triste soledad, se había apegado a su cotorrita Verónica, que ya llevaba cinco años a su lado. Desde la edad de 32 años, Hipólito se ganaba la vida sentado sobre un cajón, con una cotorra posada sobre un hombro mientras él soplaba una armónica con gran destreza. Y cuando el musical espectáculo le acumulaba en derredor 20 o 30 curiosos, Hipólito se levantaba del cajón, le quitaba la tapa, y sacaba una cajita de cartón, como las de zapatos, con unas 200 esquelas dobladas en cuatro, para que la cotorra adivinara suertes, hados y destinos por la módica suma de una peseta. Durante 30 años, de eso vivió Hipólito en lugares concurridos de La Habana; pero muerta su esposa y emigrados los hijos, el cotorrero siguió en su oficio por los pueblos de toda Cuba. En ese largo periplo augural lo acompañaron 14 cotorras, pero la que él más amó fue Verónica, la última, que ya llevaba con él varios años. Era una cotorrita inteligentísima, dulce, tierna; y a dos meses de su muerte anunciada Hipólito padecía la angustia de dejarla desamparada. Por eso, apenas vio en Bahía Honda la entrevista televisada sobre el Ancianato San Francisco de Asís, regresó de inmediato a La Habana para implorar a Emilio que la aceptara en su piadosa azotea. Emilio aceptó de buena gana; pero al recibir a la cotorrita, quiso verla en acción y pidió a Hipólito que le predijera su suerte. El cotorrero se puso de pie, con Verónica sobre su hombro derecho; cogió la caja de zapatos, la sostuvo a la altura de la cintura, y silbó dos veces suavecito. Al oírlo, Verónica se descolgó sobre el brazo cabeza abajo; se enderezó a la altura del codo; recorrió hasta la muñeca y brincó al interior de la caja para posarse sobre un cubito de madera de espaldas a Hipólito. Desde allí, tras un breve aleteo, se inclinó a su izquierda y sacó una esquela azulita, porque las rosadas eran para mujeres; y la irguió para que se la cogieran. En ella leyó Emilio: «Dile lo que has pensado y esta vez ella te atenderá».
Aquella esquelita fue un estupendo lenitivo para su mal de amores. En su vértigo de mística y devoción a San Francisco de Asís, Emilio supuso que el santo protector de todos los seres vivos, le estaba premiando su obra del Ancianato; y no andaba errado, porque tres días después, la gorda de sus tormentos le hizo saber que su vida con Rafael había sido un vomitivo; y que todos sus planes fracasaron, y que su miseria y humillaciones madrileñas, le recordaron a diario el hechizo y la magia de haber vivido con el único hombre que le propusiera matrimonio; y ahora, si él quería, aunque la diaria convivencia matara la magia y el hechizo, ella renunciaría a ambos con tal de tener cerca al feúcho de su alma, y solazarse en la contemplación de su belleza interior por el resto de su vida.